Tel Aviv, Israel, miércoles, 20.45 h
Maggie no podía evitar pensar que Israel, para ser un país tan pequeño, era de lo más confuso. Llevaban en el coche menos de una hora y tenía la sensación de haber hecho un viaje en el tiempo. Si Jerusalén era una ciudad tallada en la pálida piedra de los tiempos bíblicos, donde cada callejón adoquinado estaba cubierto por la polvorienta pátina de la historia antigua, Tel Aviv era una ciudad moderna, ruidosa y asfixiante. En el horizonte brillaba el perfil resplandeciente de los rascacielos, con sus fachadas iluminadas como tableros de ajedrez, mientras a ambos lados de la carretera desfilaban, uno tras otro, bloques de viviendas con las azoteas cubiertas de paneles solares y grandes cilindros que, según le explicó Uri, eran depósitos de agua caliente. Cuando salieron de la autopista y se adentraron en las calles de la ciudad, a Maggie la impresionó el frenesí de rótulos publicitarios, comercios, bares, hamburgueserías, cafés al aire libre, atascos, edificios de oficinas, chicas con camisetas por encima del ombligo y chavales con el pelo teñido y de punta. Al lado de Jerusalén, donde la santidad parecía impregnarlo todo, Tel Aviv parecía un templo a la blasfemia y la prisa.
– Su edificio es el número seis. Aparcaremos aquí.
Se encontraban en la calle Mapu; a juzgar por los coches estacionados en las aceras, debía de ser uno de los barrios elegantes de la ciudad. El edificio en sí no tenía nada especial, era de simple hormigón blanco. Pasaron por una especie de subterráneo, dejaron atrás las hileras de los buzones del correo y llegaron a una puerta con un interfono. Uri apretó el número setenta y dos.
No hubo respuesta. Impaciente, Maggie se puso delante de Uri y apretó el botón durante largo rato. Nada. -Prueba otra vez con el teléfono.
– El contestador automático lleva conectado toda la tarde.
– ¿Estás seguro de que es este apartamento?
– Estoy seguro.
Maggie empezó a caminar arriba y abajo.
– ¿Cómo puede ser que no haya nadie? No pueden haber salido todos.
– No son «todos». Solo está él. Maggie se detuvo, perpleja.
– Está divorciado. Vive solo -explicó Uri.
– ¡Maldita sea! ¿Y ahora qué hacemos?
– Podríamos entrar por la fuerza.
De repente, Maggie sintió frío. ¿Qué diantre estaba haciendo allí, tiritando en una calle de Tel Aviv, cuando podría haber estado escogiendo sofás cama en Georgetown? Tendría que estar en casa, con Edward, cómodamente instalada en el diván, pidiendo la cena por teléfono, viendo la televisión o haciendo lo que hace la gente normal cuando ya no eres un loco de veinticinco años que trabaja día y noche y salta de un país enloquecido a otro. Edward lo había conseguido, había pasado de ser un idealista con la mochila al hombro a llevar traje en Washington. ¿Por qué ella no? Dios sabía que lo había intentado. Quizá tuviera que llamar a Judd Bonham y decirle que lo dejaba estar. Además, no la estaban aprovechando apropiadamente. ¡Por Dios, era especialista en mediación! Tendría que estar en una sala de negociaciones, no en la calle jugando a detectives. Metió la mano en el bolsillo y palpó el móvil.
Pero sabía qué le diría Bonham; no tenía sentido estar en esa sala hasta que las partes estuvieran dispuestas. y tal como iban las cosas, ese momento parecía más lejano cada día. Pronto, ni siquiera habría sala en la que entrar. Su trabajo consistía en encarrilar a ambos bandos, y eso significaba cerrar el caso Guttman Nur, fuera lo que fuese. Ellos no podían permitirse que fallara. Sabía mejor que nadie qué sucedía cuando unas negociaciones de paz estaban a punto de culminar y fracasaban. Por un instante volvió a ver, el recuerdo que tanto se había esforzado por borrar. Tenía que conseguirlo; de lo contrario su trayectoria profesional quedaría resumida a un simple y fatal error.
Se volvió hacia Uri y le contestó con voz sosegada:
– No. No podemos entrar a la fuerza. Imagina que nos detienen. Yo he venido en representación del gobierno de Estados Unidos.
– Podría hacerlo yo.
– Sí, pero tú estás conmigo, ¿no? El problema es el mismo.
¿No hay otra manera?
Uri meneó la cabeza y dio un puñetazo contra la puerta, soportando casi sin inmutarse un dolor evidente.
– Está bien -dijo Maggie dándose la vuelta-. Pensemos. ¿Qué pasó cuando llamaste al periódico?
– Hablé con los del turno de noticias de la noche. Me dijeron que no estaban al tanto de los movimientos de sus columnistas y me dieron este número de teléfono.
– El que ya teníamos.
El silencio se prolongó durante más de un minuto mientras Maggie se devanaba los sesos intentando dilucidar qué debían hacer. De repente, Uri dio un respingo, cogió a Maggie del brazo y echó a correr hacia el coche.
– ¿Qué pasa, Uri?
– Entra en el coche.
Mientras conducía, Uri le explicó que cuando estaba en el ejército había salido con una chica cuyo hermano había estado en la India con el hijo de Baruch Kishon. Cuando vio el rostro de Maggie y su expresión de incredulidad, sonrió y añadió:
– Israel es un país pequeño.
Unas llamadas más tarde consiguió el número de teléfono de Eyal Kishon. Uri marcó y tuvo que hablar a gritos. Eyal estaba en una discoteca. Uri intentó explicarle la situación, pero fue inútil. Tendrían que reunirse con él.
Uri puso las noticias de la radio y se las fue traduciendo a Maggie: violencia en Cisjordania, niños palestinos muertos, tanques israelíes penetrando de nuevo en Gaza, más bombardeos de Hizbullah en el norte… Las conversaciones con los palestinos se habían estancado de verdad. Maggie meneó la cabeza. La situación se estaba descontrolando.
– Según una encuesta de Estados Unidos, el presidente va cinco puntos por detrás -añadió Uri-. Al parecer no ha salido bien parado del último debate televisivo. -y entonces la última noticia-: Ha habido un incendio en un kibutz del norte. Podría tratarse de un fuego provocado.
Aparcaron en la calle Yad Harutzim y caminaron hasta la discoteca Blondie. El ruido fue inmediato, un ritmo martilleante que Maggie notó hasta en las tripas. Reinaba un bombardeo constante de luz, incluido un rayo de un blanco cegador que barría la pista de baile como un reflector.
El local no estaba lleno, pero había cuerpos sudorosos y esbeltos en todos los rincones. A Maggie la sorprendió la variedad de rostros. Tenía enfrente a dos chicas rubias con piel de porcelana y, tras ellas, un hombre negro de facciones marcadas y con el pelo estilo afro. Recordó entonces los informes que le había entregado Bonham y las páginas que hablaban de las múltiples etnias que vivían en Israel: rusos, etíopes, los mízrachím de los países árabes… Todos estaban allí.
Maggie vio su reflejo en una de las paredes de espejo y le sorprendió tanto que se detuvo a mirar. Durante su vida profesional había sido siempre la persona más joven de las reuniones. En las negociaciones entre hombres de mediana edad ella era una llamativa novedad: no solo una mujer, sino una mujer joven y, para ser sincera, atractiva. Y ellos no sabían cómo comportarse con ella. Cuántas veces le habían preguntado si su superior, el mediador, iba a aparecer… Cuántas veces le habían pedido que fuera encantadora y les llevara unos cafés… Cuántas veces le habían dicho lo agradable que era tener algo hermoso que mirar en esas tediosas sesiones…
Se había acostumbrado a todo aquello y, naturalmente, lo había aprovechado en su favor. Era algo que despistaba a los negociadores, que los hacía más cándidos de lo que pretendían. Le decían cosas que nunca habrían dicho a un mediador convencional, como si las conversaciones con ella fueran una especie de pase de modelos. Solo cuando el acuerdo quedaba cerrado se daban cuenta de que ella había sido fundamental.
De todas maneras, su mejor activo era cómo despertaba competitividades. De forma inconsciente, aquellos tipos trajeados competían por su atención. La primera vez fue cuando dirigió unas negociaciones de paz para la guerra civil de Sri Lanka en un refugio de montaña de Suecia. A las horas de las comidas, los participantes se empujaban unos a otros para sentarse a su lado. Querían que les riera las gracias, que aprobara sus ocurrencias. No lo podían evitar: los habían programado para comportarse así ante una mujer atractiva. Pero para Maggie era de lo más útil. Cada concesión que ella los empujaba a hacer, lenta y dolorosamente, constituía para ellos la garantía de que ella los seguiría apreciando. Si, por el contrario, se resistían a incluir tal o cual palabra o a definir talo cual línea en un mapa, la decepcionarían. Y eso no era lo que aquellos hombres deseaban.
Sin embargo, no se vio así en aquella discoteca. Rodeada de preciosas criaturas, ninguna mayor de veinticinco años, de piel resplandeciente y sexys tops, se dio cuenta de que allí todos eran más jóvenes que ella. Contempló su pantalón negro, la chaqueta Ann Taylor y la camisa Agnes B que componían su atuendo: estupendo para trabajar, sin duda elegante para reunirse con ministros y diplomáticos, pero anodino en aquel entorno. Y las patas de gallo…, las arrugas cuando sonreía…
– Está allí. -Uri, señaló a un hombre sentado; miraba a la gente bailar, tenía una botella de cerveza en la mano y seguía el ritmo de la música con la cabeza. Parecía medio colgado, medio borracho y completamente ajeno a lo que le rodeaba.
Uri fue a sentarse a su lado y tras un breve saludo le dijo algo al oído. Entretanto, Maggie recorrió la discoteca con la mirada. Cerca de la entrada vio a un hombre que acababa de llegar y que parecía tan fuera de lugar como ella. Llevaba unas gafas sin montura que lo catalogaban de «adulto» en medio de aquella festiva juventud.
Por la expresión de los ojos de Eyal comprendió que Uri estaba contándole la muerte de sus padres. El otro meneaba la cabeza y le apoyaba la mano en el hombro, como si quisiera abrazarlo, pero entonces Uri sacó su móvil para mostrarle que la última llamada que había hecho Shimon Guttman había sido a Barush Kishon.
Eyal se encogió de hombros a modo de disculpa. No sabía nada. Uri siguió preguntando; de vez en cuando se volvía hacia Maggie y le traducía. ¿Cuándo había sido la última vez que había hablado con su padre? El domingo por la mañana. Su padre había salido para cumplir un encargo. Nada raro en eso. El viejo se pasaba el día fuera. Esa era la razón por la que la madre de Eyal se había divorciado. ¿Le había dicho adónde iba? Nada que Eyal pudiera recordar.
– Eyal, ¿mencionó tu padre un viaje a Ginebra? «Cuidado», pensó Maggie.
– ¿Te refieres a Suiza? Pues no. Generalmente me avisa cuando se marcha. Le gusta que vaya a echar una ojeada a su apartamento. Es muy quisquilloso con sus cosas.
– O sea, que no crees que esté fuera.
– No.
– Pero no has hablado con él desde el domingo… ¿No estás preocupado?
– No lo estaba. Hasta que me habéis metido el miedo en el cuerpo.
Volvieron con el coche, de prisa y con Eyal totalmente despejado en el asiento trasero. Uri siguió haciendo preguntas y le arrancó un detalle más: que cuando Eyal y su padre hablaron el domingo por la mañana, Barush Kishon parecía de buen humor y le había comentado que estaba trabajando en una historia «caliente». O tal vez había dicho «interesante». No lo recordaba.
La radio dio las noticias de las once. Uri explicó que la noticia del incendio del kibutz era el titular principal: entre los restos habían encontrado un cadáver calcinado. Un portavoz del ejército había dicho que había pruebas evidentes de que se trataba de un ataque terrorista organizado por palestinos de Jenín. Las especulaciones sobre las repercusiones políticas ya estaban en marcha. Aquel ataque era una amenaza para las ya delicadas negociaciones de paz de Jerusalén y un nuevo golpe contra el primer ministro, Yariv.
Maggie sacó el móvil y vio que tenía una llamada perdida.
Sin duda, el ruido de la discoteca había ahogado el tono y ni siquiera había notado la vibración del aviso. Escuchó la grabación del buzón de voz. Davis le informaba acerca de Bet Alpha: «Lo último ha sido un ataque a un kibutz, Maggie. El vicesecretario me ha pedido que te transmita lo siguiente: "Sea lo que sea en lo que anda metida Maggie Costello, recuérdele que su misión es evitar que las relaciones entre las partes negociadoras se deterioren aún más. Asegúrese de que lo entiende". Bueno, ya lo has oído, palabra por palabra. Siento ser portador de malas noticias».
Lo peor era que no podía argumentar lo contrario. El vicesecretario tenía razón: debía evitar que aquella violencia se desbordara. Además, sabía lo que pensaban de sus pesquisas sobre ciertos anagramas y restos arqueológicos. Sin embargo, seguía convencida de que las dos muertes clave, la de Guttman y la de Nur, estaban relacionadas. Descubrir cómo y por qué era sin duda el mejor camino -y tal vez el único- de detener aquella oleada de asesinatos. La altemativa consistía en organizar una serie interminable de reuniones en las que cada uno diría lo que había que decir mientras la violencia proseguía. Ya había recorrido ese camino y estaba decidida a no recorrerlo de nuevo.
Veinte minutos más tarde se encontraban en el apartamento de Kishon. Eyal parecía nervioso en el momento de abrirlo. Después de oír lo que les había pasado a los padres de Uri, estaba claro que tenía miedo de lo que pudiera encontrarse. Entró el primero, encendió las luces y llamó a su padre.
– Echa un vistazo por el apartamento -le dijo Uri, que observaba el lugar como si fuera el escenario de una película-. Mira con atención y dinos si ves algo diferente, cualquier cosa que te parezca fuera de lugar. Lo que sea.
Maggie no vio nada raro. El piso estaba sorprendentemente limpio y ordenado. «Quisquilloso con sus cosas.» Seguramente. Recordó su pequeño éxito con el ordenador de Guttman y preguntó a Eyal dónde trabajaba su padre. Mientras Eyal iba a inspeccionar el dormitorio, le señaló un escritorio situado en una esquina del salón.
– Oye, aquí no hay ningún ordenador. Eyal apareció en la puerta.
– Ay, sí, me había olvidado. Mi padre siempre trabaja con un portátil. Es el único ordenador que tiene. Lo siento. «Mierda.» Aquel lugar limpio como una patena representaba su mejor oportunidad, pero no había papeles sueltos que mirar ni pilas de libros que examinar. Estaban en un callejón sin salida.
Echó otro vistazo al escritorio. «Piensa, Maggie, piensa», se dijo. Solo había un teléfono, un bloc de hojas en blanco, una foto de quienes dedujo que eran Eyal y su hermana de pequeños, y una pluma en un soporte. Nada.
Se dio la vuelta, pero se detuvo y se acercó de nuevo al escritorio. Cogió el bloc de hojas y lo acercó a la luz. -jUri,ven!
Allí, como grabadas en el papel, había marcas sin tinta de lo que parecían caracteres hebreos. Vio mentalmente a Baruch Kishon recibiendo la llamada de Shimon Guttman, anotando algo en el bloc de hojas, arrancando la primera hoja y saliendo a toda prisa después de dejar el mensaje grabado en la hoja de debajo.
Uri también lo vio. Sostuvo el papel bajo la lámpara, lo movió y forzó la vista hasta que por fin sonrió.
– Es un nombre -dijo-, un nombre árabe. El hombre al que buscamos se llama Afif Aweida.