Capitulo 61

Jerusalén, viernes, 11.50 h

Maggie contempló el mensaje mientras su expresión se convertía lentamente en una sonrisa. Solo conocía a un Vladimir, y ese era Vladimir Jabotinski, mentor y seudónimo de Shimon Guttman. Vladimir junior solo podía ser una persona. Mientras el alivio se apoderaba de ella como un súbito agotamiento, comprendió lo que Uri pretendía decirle: que estaba vivo. De alguna manera había conseguido salir con vida del tiroteo de la carretera y superar las atrocidades que los matones de Miller le hubieran infligido. Y en esos momentos se encontraba en «un viejo momento». No pudo evitar sonreír al leerlo. Él sabía que ella lo recordaría porque habían hablado de ello: «Reúnete conmigo en el café que solía ser el Momento».

Lo vio inmediatamente, nada más abrir la puerta, en el mismo asiento donde lo había encontrado dos días antes. La diferencia era que en ese momento la miraba abiertamente.

– No sé si lo sabes, pero para mis segundas citas me gusta cambiar de lugar -dijo Maggie.

Uri intentó sonreír, pero solo le salió una mueca. Ella se sentó junto a él y le plantó un gran beso en los labios. Sin duda había experimentado un gran alivio al recibir su nota, pero no era nada comparado con lo que sentía en esos momentos. Se acercó para abrazarlo, pero él se apartó con un gemido de dolor.

Se señaló la pierna y le explicó que bajo los vaqueros llevaba un fuerte vendaje sobre una herida de bala. Mientras le relataba el tiroteo y el interrogatorio, en su rostro se reflejaban sus padecimientos. Le contó que sus torturadores, en mitad de la faena, habían recibido una llamada telefónica que les hizo dejar lo que estaban haciendo. Luego lo vistieron con ropa limpia, lo llevaron en coche al centro de la ciudad y lo dejaron a diez minutos de allí. Lo soltaron con un aviso: «Ya has visto lo que les pasó a tus padres. Si no mantienes la boca cerrada te ocurrirá lo mismo». No le quitaron la venda de los ojos en ningún momento.

– Uri, ¿te dijeron quiénes eran?

– No hacía ninguna falta.

– ¿Lo dedujiste?

– Lo supe antes incluso de que hablaran en inglés. Entre ellos hablaban en árabe, a su líder lo llamaban Daud y todo ese rollo; su acento no era malo pero se parecía al mío. -Intentó sonreír-. Su árabe era el de un oficial de inteligencia, ya sabes, árabe que aprendes en clase. El mío suena igual. Al principio me pregunté si serían israelíes, de modo que les hablé en hebreo. -Meneó la cabeza-. No tenían ni idea, de modo que llegué a la conclusión lógica. Luego, mientras me torturaban, ni se molestaron en disimular. Eso fue lo que más me asustó.

Maggie arqueó las cejas en una pregunta silenciosa.

– Si no les preocupa que sepas quiénes son, solo significa una cosa: te matarán y así su secreto quedará a salvo.

Cuando Maggie le contó lo que le había pasado a ella lo hizo procurando no entrar en los detalles físicos. Los ojos de Uri se clavaron en los de ella con una gravedad que no había visto hasta ese momento. En su rostro se reflejaba indignación y determinación, pero sobre todo tristeza. Al fin, preguntó:

– ¿Estás bien?

Maggie intentó hablar, decirle que estaba bien, pero las palabras se le atascaron en la garganta. De repente los ojos le escocían. Hasta ese momento no había llorado, hasta que Uri le hizo esa pregunta. Él le cogió la mano, como si de ese modo compensara las palabras que ella prefería callar. No se la soltó.

Cuando Maggie le habló de Miller con un hilo de voz, el rostro de Uri apenas reflejó sorpresa.

– ¿Te das cuenta de que esto implica a las esferas más altas?

– dijo ella.

– Pues claro. Las Fuerzas Especiales no se despliegan porque así lo decidan.

Entonces Maggie volvió a notar la misma sensación de inquietud que había sentido cuando Miller la dejó marchar. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el papel del hotel con el mensaje de Uri, le dio la vuelta y escribió: «Cuando te soltaron, ¿a qué hora sonó el teléfono?».

Uri la miró, perplejo. Luego, como respuesta escribió lo que creyó era la hora más aproximada. Maggie miró el reloj de la cafetería. Resultaba difícil ser preciso, pero si Uri no se equivocaba lo habían soltado poco después que a ella. Sin duda había sido una llamada de Miller: «La hemos soltado. Suéltenlo a él».

Maggie cogió el papel.

– Bueno, Uri, creo que necesito comer algo. ¿Qué tienen aquí? Me apetece algo caliente.

Mientras hablaba, escribió rápidamente: «Nos han soltado para poder seguimos. Quieren que los llevemos a la tablilla». -Bueno -contestó Uri leyendo el mensaje-. Los huevos no están mal, y el café tampoco. Lo sirven en unas tazas enormes, casi con 10 cuencos.

Siguieron así, hablando de nimiedades y charlando sobre la situación, pero sin mencionar una palabra de sus planes inmediatos. Al menos, en voz alta.

En la calle se veía menos tráfico. Uri le explicó que se acercaba la hora del sabbat y que Jerusalén se estaba volviendo cada día más ortodoxa, lo cual significaba que estaba mal visto conducir desde el viernes por la tarde hasta el anochecer del sábado. Otra de las tantas razones por las que podías volverte loco en esa ciudad.

Uri paró un taxi y se dirigió en hebreo al taxista, que enseguida subió el volumen de la radio.

– Bueno, Vladimir junior, ahora ¿qué? -dijo Maggie; gesticuló exageradamente antes de repetir su mensaje-: «Sé lo que tenemos que hacer».

Uri le contó la idea que se le había ocurrido precisamente cuando el dolor había sido más insoportable. Lo habían torturado para sonsacarle una información que no tenía; sin embargo, cuando lo soltaron sabía algo que antes ignoraba. Su padre había hablado de «mi hermano». ¿A qué otro podía referirse?

Había vuelto al café en el que había intemet, se registró una vez más con los datos de su padre y localizó el correo electrónico que el hijo de Ahmed Nur había enviado. «¿Quién es usted y por qué pretende contactar con mi padre?» Con las prisas, ni Maggie ni él habían hecho nada con él y habían dado por hecho que el hijo de Nur sabía acerca de su padre tan poco como Uri del suyo.

Uri respondió y al poco obtuvo respuesta. Fue prudente y no dijo gran cosa, solo que tenía información sobre la muerte de Nur y que estaba dispuesto a compartirla. Los dos hijos huérfanos, uno judío y el otro palestino, convinieron en reunirse en el hotel American Colony, situado justo en el lado este, y por lo tanto árabe, de la invisible frontera que dividía Jerusalén. Llegarían allí en cinco minutos.

Maggie asintió: había estado en ese hotel una vez, hacía diez años, en su anterior visita a la ciudad. Era una leyenda, y el lugar de refugio de periodistas de paso, diplomáticos, aspirantes a pacifistas, espías y samaritanos de toda laya, que solían sentarse en su sombreado patio para chismorrear durante horas alrededor de un té con menta. Por la noche, llegaban los corresponsales de prensa con los zapatos llenos del polvo de Gaza. Tras todo un día viendo pobreza y violencia, regresar al Colony era como entrar en un santuario de paz y seguridad.

Y eso mismo les pareció aquella mañana, cuando pagaron al taxista y entraron. El fresco suelo de piedra del vestíbulo, los viejos cuadros y retratos de las paredes, las reverencias de bienvenida del personal… El nombre de Colony le iba a la perfección: aquel establecimiento estaba sacado directamente de los años veinte. A la mente de Maggie acudió un recuerdo de la vez que había dormido allí, la habitación y los cuadros que había encima del escritorio, en especial una fotografía en blanco y negro del general Allenby entrando en la ciudad en 1917. Sin duda, el Israel moderno se extendía al otro lado de las ventanas, pero allí uno podía encontrar la Palestina de antaño.

Uri no se entretuvo. Atravesó el vestíbulo y bajó por una escalera cojeando notablemente. Había quedado con Nur en verse en uno de los pocos sitios del Colony que los huéspedes rara vez frecuentaban; sabía que los seguían y que aquella difícilmente podía ser una precaución eficaz. Si había alguien allí aparte de Nur, sería la demostración de lo cerca que los seguían.

La piscina, en efecto, se hallaba desierta. Había unas pocas tumbonas vacías alrededor. En Jerusalén la gente no tomaba el sol ni siquiera cuando hacía buen tiempo. No era ese tipo de ciudad. Solo había una persona.

Cuando vio que Uri se acercaba seguido de cerca por Maggie, se levantó. Al principio, con el sol de cara, Maggie apenas distinguió su silueta, pero al acercarse vio que era alto y llevaba el pelo muy corto, casi al cero. Cuando sus ojos se ajustaron a la luz, vio que tenía unos treinta años y penetrantes ojos verdes. Vestía vaqueros y una camiseta holgada.

Uri le tendió la mano, y el palestino se la estrechó con ademán vacilante. Maggie se acordó del famoso apretón de manos entre Rabin y Arafat en la Casa Blanca en 1993, y lo incómodo que parecía Rabin. Los medios de comunicación le habían dado mucho eco, pero al colectivo de los mediadores le había parecido de lo más normal: se pasaban todo el tiempo viendo esa clase de estreñido lenguaje corporal.

– Me doy cuenta ahora -empezó Uri- de que no sé cómo te llamas.

– Mustafa. ¿Y tú?

– Yo me llamo Uri.

Maggie se dio cuenta de la tensión que subyacía tras el saludo. Falta de costumbre. Sabía que palestinos e israelíes vivían unos junto a otros, pero eso no significaba que se hablaran.

Ambos hicieron un gesto que invitaba al otro a continuar.

Uri entonces se acordó y sacó una radio portátil de la bolsa que llevaba al hombro. Sintonizó una emisora, subió el volumen y pronunció con los labios una sola palabra: «Micrófonos». A continuación, presentó a Maggie y fue al grano.

– Mustafa, te agradezco que hayas accedido a venir. Sé que no habrá sido fácil.

– Tengo suerte de contar con un permiso de residencia en Jerusalén. De otro modo me habría sido imposible llegar desde Ramallah.

– Mira, como sabes, nuestros padres se conocían. -Uri le explicó cómo habían descubierto el anagrama y los correos electrónicos codificados. Luego, respirando hondo, como si se armara de valor, le contó lo demás: la tablilla, el mensaje grabado de su padre, los túneles y por qué sabía que estaban cerca pero no lo suficiente.

– ¿Y tú crees que mi padre sabía dónde está escondida la tablilla?

– Creo que es posible. Después de que mataran a mi padre, asesinaron al tuyo. Alguien creyó que sabía algo.

Mustafa Nur, que miraba fijamente a Uri, se volvió hacia Maggie como si buscara su confirmación. Ella asintió.

– No sé. La verdad es que yo siempre me he mantenido alejado de la política -contestó mirándose las manos-. Eso era asunto de mi padre.

– Sé a qué te refieres -dijo Uri.

– Repasamos su agenda y los mensajes electrónicos y no vimos nada de lo que dices. Su teléfono estaba bloqueado, de modo que no pudimos entrar, pero su ayudante repasó su ordenador a fondo.

– ¿Habló contigo en los últimos días? ¿Recuerdas si te mencionó algo sobre un descubrimiento?

– No. La verdad es que no hablábamos mucho sobre su trabajo.

Uri meneó la cabeza y suspiró. Maggie se dio cuenta de que estaba a punto de renunciar: aquella había sido su última buena idea.

«Lo he dejado en un lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.»

Un engranaje empezó a girar lentamente en el cerebro de Maggie. Reflexionó sobre cómo habían funcionado hasta ese momento los mensajes de Guttman, apremiando a Uri para que recordara cosas que ya sabía. «¿Qué hicimos durante ese viaje, Uri? Confío en que lo recuerdes.» Entonces se le ocurrió que quizá el viejo profesor hubiera hecho lo mismo con su «hermano», Ahmed Nur. No había pasado información nueva a su colega palestino. Nur solo tenía que recordar algo que ya sabía.

– Dime una cosa, Mustafa -dijo Maggie al tiempo que ponía, suave pero firmemente, una mano en el brazo a Uri para que le concediera un momento-, ¿para ti fue de verdad una sorpresa que tu padre conociera y se relacionara con un israelí?

– Sí -contestó él mirando a Maggie con sus penetrantes ojos verdes. Ella, decepcionada, estaba pensando en una nueva pregunta cuando Mustafa añadió-: Sí, pero no.

– ¿No?

– Bueno, lo fue cuando te lo oí decir por primera vez -dijo señalando a Uri-. Pero luego, a medida que le daba vueltas al asunto, más sentido le veía. Me refiero a que mi padre sabía un montón acerca de Israel. Era un experto en las lenguas de esta región, incluyendo la escritura en la que están grabadas ese tipo de tablillas. y por descontado sabía hebreo. Mi padre sabía muchas cosas sobre cómo funciona este país.

– Sí. «Conoce a tu enemigo» -terció Uri.

Maggie le dio un pisotón para que se callara y siguió mirando a Mustafa sin dejar de asentir, con la esperanza de que él olvidara el comentario de Uri.

– o sea, que era un verdadero experto -dijo-. Sigue, sigue.

– Bueno, parece lógico que no adquiriera todos esos conocimientos solamente en los libros. Me doy cuenta de que debía de pasar aquí más tiempo del que decía y que seguramente contaba con alguien que lo acompañaba.

– ¿Y alguna vez mencionó…?

– Es como cuando fue a visitar los túneles que hay bajo

Haram al-Sharif. Son pocos los palestinos que lo han hecho, pero me consta que él sí; aunque nunca lo hizo público. Mi padre estaba en profundo desacuerdo en esa cuestión. Según él, se trataba de un intento de los sionistas para socavar el barrio musulmán.

– Pero aun así fue.

– Sentía curiosidad.

– Era arqueólogo -dijo Maggie con una sonrisa de comprensión.

– Siempre. Y quería ver.

Maggie imaginó a aquellos dos hombres, ideológicamente en polos opuestos -un sionista convencido y un ultranacionalista palestino- paseando junto a un grupo de turistas por los mismos túneles que ella había visto aquella mañana. ¿Era posible? ¿Cabía realmente la posibilidad de que Shimon Guttman hubiera hecho de guía para Ahmed Nur y le hubiera mostrado los lugares más recónditos del Muro de las Lamentaciones? No era de extrañar que Guttman hubiera querido hablar con Nur acerca de la tablilla. En aquel dividido territorio, tal vez eran las dos únicas personas capaces de leer lo que había grabado en ella y comprender su verdadero significado.

Dejó que el silencio se prolongara un poco más. -Mustafa, sé que no resulta fácil, pero de verdad necesitamos que pienses. ¿Hay algo más, quizá un lugar, que tu padre pudiera conocer, o algo que tuviera en común con Shimon Guttman?

– La verdad es que no se me ocurre nada.

Maggie captó la mirada de resignación de Uri. «Esto no está funcionando.» Estaba a punto de abandonar.

– De acuerdo -dijo Maggie-. Intentémoslo de otra manera. Te leemos el mensaje exacto que Guttman dejó, y a ver si te sugiere algo. ¿Te parece?

Mustafa asintió.

Maggie se lo repitió, palabra por palabra, de memoria: «Dirígete al oeste, joven, y sigue camino hasta la ciudad modelo, cerca del Mishkan. Allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios».

Mustafa le pidió que lo repitiera más despacio y cerró los ojos mientras escuchaba de nuevo. Al fin habló.

– Creo que tiene que referirse a Haram al-Sharif, adonde tú fuiste, Maggie. Los «barrios» son los túneles, y «la ciudad modelo» es como nos referimos a Jerusalén, tanto judíos como musulmanes.

– Sí, pero ¿dónde? -Uri no podía contener su frustración.

– Cuando dice «dirígete al oeste», ¿no podría referirse al camino que hay que seguir por los túneles?

– Solo hay un camino, el que he seguido esta mañana -le contestó Maggie, exasperada.

– Lo siento.

– No -repuso ella, recobrando la compostura-. Tú no tienes la culpa. Es solo que pensábamos que quizá tú sabías algo.

Empezaron a caminar de vuelta al interior del hotel. Maggie y Uri permanecieron con la cabeza gacha hasta que llegaron al aparcamiento, por temor a que alguien los reconociera. Una vez fuera, bajo la marquesina de la entrada, Maggie se dio cuenta de que no había dado el pésame a Mustafa. Le preguntó sobre su difunto padre, cuántos hijos y nietos había dejado y cosas parecidas.

– ¿Y seguía trabajando?

– Sí -contestó Mustafa, y le habló acerca de las excavaciones de Beitin-. Pero ese no era el sueño de su vida. Su verdadero sueño ya no podrá verlo hecho realidad -dijo con lágrimas en los ojos.

– ¿Y cuál era, Mustafa? -preguntó Maggie ladeando la cabeza, consciente de que era un gesto que demostraba interés y atención.

– Mi padre aspiraba a fundar un Museo Palestino, un bonito edificio lleno de objetos de arte y esculturas, y de todas las piezas arqueológicas que él había descubierto. Un lugar que reuniera la historia de Palestina.

Uri lo miró, repentinamente alerta. -Como el Museo de Israel.

– Sí. De hecho, recuerdo que hablaba a menudo de ese lugar. Decía que algún día tendríamos algo parecido, algo que mostraría al mundo lo que era esta tierra, para que todos pudieran verlo con sus propios ojos.

– ¿Decía eso? -preguntó Uri con los ojos muy abiertos.

– Sí. -Mustafa sonreía-. Me decía: «Algún día, Mustafa, construiremos lo mismo que tienen ellos para mostrar la historia de nuestro Jerusalén, no algo abstracto, sino algo que se pueda tocar».

– Seguro que mi padre se lo enseñó -comentó Uri en voz baja.

– ¿Cómo? -preguntó Maggie. Él le lanzó una rápida mirada.

– Te lo explicaré por el camino. Mustafa, ¿puedes acompañamos?

Al cabo de un minuto, los tres iban en un taxi y atravesaban la ciudad en dirección oeste. La sonrisa no había desaparecido del rostro de Uri, que meneaba la cabeza y murmuraba «Claro» para sus adentros, una y otra vez.

Cuando Maggie le preguntó adónde diablos se dirigían, él los miró con una gran sonrisa.

– Gracias a nuestros dos padres, creo que nuestra búsqueda está a punto de terminar.

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