Jerusalén, lunes, 19.27 h
La calle estaba atascada. Los coches aparcaban a ambos lados, invadiendo la calzada. Maggie vio que era un barrio elegante: los árboles estaban llenos de hojas y los automóviles eran casi todos BMW y Mercedes. Incluso con el banderín con las barras y estrellas que ondeaba en el capó, el chófer de Maggie tenía dificultades para abrirse paso. En Washington hacía frío, pero allí, a pesar de la hora, seguía haciendo calor, y los árboles dejaban en el aire un olor dulzón y pegajoso.
El camino que llevaba al edificio estaba lleno de gente. Mientras se abría paso, percibió la mirada de algunos de los hombres que aguardaban; sus ojos la seguían, igual que antes.
– Es usted de la embajada, ¿verdad? Estadounidense, ¿no?
– Era el hombre de la puerta. Maggie no hubiera podido decir si era un familiar o un guardia. En todo caso, era obvio que estaban al corriente de que iría-. Por favor, pase.
Acompañaron a Maggie hasta una amplia estancia llena de gente, como el metro en hora punta. Su altura le supuso una ventaja: veía todas las cabezas -las de los hombres cubiertas con la kipá-, y al fondo un hombre barbado al que tomó por un rabino.
Yitgadal, v' Yitkadash…
En la sala flotaba el murmullo de la plegaria en memoria del fallecido. El rabino pronunciaba unas cuantas frases en hebreo y de vez en cuando se volvía hacia una fila de tres personas sentadas en unas sillas extrañamente bajas. Al ver sus ojos rojos y su nariz húmeda, Maggie supuso que era la familia de Guttman: su viuda, su hijo y su hija. De los tres, el hijo era el único que no lloraba. Tenía la mirada fija en el frente; sus negros ojos estaban secos.
Maggie podía notar la multitud que tenía detrás. No estaba segura de qué debía hacer. Debería esperar su tumo para dar el pésame a la familia, pero la sala estaba abarrotada y podía tardar una hora en llegar hasta el fondo. Pero, si se iba, su gesto se interpretaría -y así se propagaría- como un desprecio. Por otra parte, tampoco podía ponerse a charlar con aquellos desconocidos. No estaba en una fiesta.
Se fue abriendo paso despacio, sonriendo educadamente. Su porte y el pantalón negro que llevaba convenció a la mayoría de que era alguien importante, de modo que la dejaron pasar. (Se le hacía raro ir vestida con traje chaqueta; había pasado mucho tiempo desde la última vez.) Aun así, avanzó lentamente.
Se fue acercando hasta que se encontró encajonada junto a una estantería con libros. Lo cierto era que toda la sala estaba llena de libros. De vez en cuando, los interrumpía un jarrón, un plato decorativo -había uno con un llamativo diseño azul-, pero sobre todo había libros. De una punta a la otra de cada pared y del suelo al techo.
Estaba lo bastante cerca para poder leer los títulos. La mayoría estaban en hebreo, pero había un grupo sobre política estadounidense, incluyendo algunos de los ejemplares neoconservadores que habían figurado en las listas del New York Times de los libros más vendidos: Terrorism: How the West Can Win; Inside the New Jihad; The Coming Clash; The Gathering Storm. De repente sintió que ya tenía una imagen de Guttman. Al fin y al cabo, Washington estaba lleno de personas que compartían sus puntos de vista en política. Ella había conocido a unos cuantos en varias recepciones a las que había acompañado a Edward, mientras este se trabajaba la sala y ella observaba sin apartarse de su lado. El recuerdo surgió en su mente, y con él una punzada de dolor. Edward.
– Por favor, sígame, sígame.
Su guía no oficial había reaparecido y la hacía avanzar. La gente formaba una fila a la espera de presentar el pésame a la familia. Intentó entender qué decían los que tenía delante, pero no pudo: hablaban en hebreo.
Al fin le llegó el tumo de estrechar la mano a los familiares, de inclinar la cabeza respetuosamente ante cada uno de ellos y de poner expresión compungida. Primero la hija, que solo la miró brevemente a los ojos. Tenía unos cuarenta años, el pelo corto, castaño y salpicado de canas. Era atractiva; su rostro denotaba un carácter fuerte y práctico. Maggie supuso que era la persona que en esos momentos se hallaba al frente de la situación.
Luego, el hijo. Medio sentado, medio de pie, la miró fríamente. Era alto e iba más informalmente vestido de lo que ella habría esperado en un velatorio: vaqueros oscuros y camisa blanca; ambas prendas parecían caras. Llevaba el pelo, abundante y oscuro, bien cortado. Por la forma en que la gente se movía a su alrededor, parecía una persona de éxito o importante en algún sentido. Maggie calculó que no llegaba a los cuarenta; nada evidenciaba que estuviera casado.
Y por último la viuda. El guía de Maggie se agachó para que la mujer pudiera oírlo sin esfuerzo. Deliberadamente, el hombre habló en inglés.
– Señora Guttman, esta señora viene de Estados Unidos. De la Casa Blanca. De parte del presidente.
Maggie pensó en corregirlo, pero lo dejó estar.
– Lamento mucho su pérdida -dijo inclinándose y tendiéndole la mano. Deseamos que sepa que usted y su familia están en las oraciones de los estadounidenses.
La viuda alzó la vista de repente. Llevaba el pelo teñido de negro, y sus ojos eran casi del mismo color. Sujetó a Maggie por la muñeca y la obligó a mirarla mientras la fulminaba con los ojos.
– ¿Viene usted de parte del presidente de Estados Unidos?
– Bueno…
– ¿Sabe? Mi esposo tenía un mensaje importante. Un mensaje para el primer ministro.
– Eso es lo que tengo entendido, y la tragedia es tal…
– No, no, usted no lo entiende. Mi marido llevaba días intentando hacer llegar ese mensaje a Kobi. Lo llamó a su despacho, fue al Knesset, pero no lo dejaron acercarse a él. ¡Eso lo enloqueció! -La presa en la muñeca de Maggie se hizo más fuerte.
– Por favor, no se altere.
– ¿Cómo se llama usted?
– Maggie Costello.
– Ese mensaje era urgente, señorita Costello. Una cuestión de vida o muerte, pero no solo de la vida de mi marido o la de Kobi, sino de la vida de todos los de este país, los de esta región. Mi marido había visto algo, señorita Costello.
– Por favor, señora Guttman… -Era el hombre que las había presentado, pero la viuda le hizo un gesto para que se apartara.
Maggie se agachó más.
– ¿Ha dicho usted que su marido vio algo?
– Sí. Un documento, puede que una carta, algo. No sé exactamente qué, pero sí que se trataba de algo de la mayor importancia. Durante los últimos tres días de su vida no durmió. Se limitaba a repetir una y otra vez: «Kobi tiene que saber esto, Kobi tiene que saberlo».
– ¿Kobi? ¿El primer ministro?
– Sí, sí. Por favor, entiéndalo: lo que Shimon debía decir a Kobi todavía tiene que serle dicho. Mi marido no era estúpido. Sabía el riesgo que corría, pero decía que no había nada más importante. Tenía que explicar a Kobi lo que había visto.
– ¿Y qué había visto?
– Ima, dai kvar! -Fue el hijo, su voz era firme, la voz de alguien acostumbrado a dar órdenes. «¡Madre, ya basta!»
– No me lo dijo. Solo sé que era una especie de documento, algo que estaba escrito. Y me dijo: «Esto lo cambiará todo». Eso fue lo que dijo: «Esto lo cambiará todo».
– ¿Qué cambiará todo?
El hijo se levantó.
– No lo sé -prosiguió la viuda-. No me lo quiso contar.
Por mi seguridad, decía. -¿Por su seguridad?
– Yo conocía bien a mi marido. Era un hombre serio, no de los que se vuelven locos de repente y salen corriendo para ir a gritar al primer ministro. Si tenía algo que contarle, sin duda era como Shimon decía: un asunto de vida o muerte.