Psagot, Cisjordania, viernes, 4.07 h
Su mujer lo oyó antes que él. Siempre había sido hombre de sueño profundo, pero en esos momentos, con quince o veinte kilos de sobrepeso, su sueño, más que profundo, era comatoso. Su esposa lo sacudió con fuerza hasta que por fin se despertó.
– ¡Akiva, levanta! ¡Akiva!
Akiva Shapira soltó un gruñido antes de abrir los ojos y mirar el reloj de la mesilla de noche. Ese reloj era una de sus más preciadas posesiones. Se trataba de una reliquia digital y mecánica de los años setenta en cuyo interior seguía alojada la bala que un francotirador palestino le había disparado estando él en su despacho. Típico de un palestino: no acertó, y ni siquiera estropeó el reloj. Era el chiste que solía contar cuando recibía la visita de alguna delegación estadounidense.
Eran más de las cuatro de la madrugada, pero su mujer no se equivocaba. Oyó que se repetía en la puerta el golpe suave de unos nudillos. ¿Quién diablos podía querer algo a esas horas?
Se puso una bata, se ató el cinturón alrededor de la prominente barriga y se dirigió arrastrando los pies hacia la puerta principal de la modesta vivienda que era su hogar desde la fundación de aquel asentamiento. De eso hacía décadas. Le bastó abrirla un poco para ver el rostro de Ra' anan, el ayudante del ministro de Defensa, que había asistido a la reunión de la tarde anterior.
– Pero ¿qué…?
– Lamento llamar a estas horas. ¿Puedo pasar?
Shapira abrió la puerta de par en par y dejó pasar a aquel hombre que, totalmente vestido, parecía un bicho raro en aquella casa prisionera del sueño.
– ¿Quieres beber algo? ¿Un poco de agua?
– No, gracias. No puedo quedarme mucho rato. Tenemos muy poco tiempo.
Shapira volvió de la cocina, donde había llenado un vaso, y miró al recién llegado. -Bien, ¿de qué se trata?
Ra' anan clavó la mirada en el dormitorio. -¿Podemos hablar con tranquilidad?
– ¡Pues claro! Esta es mi casa.
Ra' anan señaló el dormitorio con un gesto de la cabeza. -¿Y tu mujer? -susurró.
Shapira fue hasta la puerta que separaba la cocina de las habitaciones y la cerró.
– ¿Contento?
– Escucha, Akiva. En la última hora he hablado con los otros miembros de nuestro grupo, necesitamos permiso para una acción inmediata que ahora es posible realizar. Si estamos todos de acuerdo, deberíamos ponemos en marcha sin perder ni un segundo.
– Te escucho.
– Es el asunto del que hablamos. La tenemos a la vista. Podemos actuar… -¿Riesgos?
– Mínimos en cuanto a detención y captura. Como viste, contamos con los mejores hombres.
Shapira recordó la demostración en los viñedos, las sandías reventadas con una letal precisión por tiradores de élite prácticamente invisibles. Ra' anan tenía razón. Para semejantes profesionales, los riesgos eran insignificantes. No suponían ningún obstáculo.
– De acuerdo -dijo finalmente-. Hazlo.