Capitulo 29

Jerusalén, jueves, 7.15 h

Maggie se incorporó de golpe, el corazón le latía desbocado. Estaba confusa, tardó un par de segundos en mirar alrededor y darse cuenta de dónde se hallaba. El teléfono la había arrancado del sueño. La reacción habría sido la misma si hubiera pedido que la despertaran a aquella hora. Cualquier sonido brusco, la alarma del despertador o el teléfono, la sobresaltaba.

– ¿Sí?

– ¿Maggie? Soy el vicesecretario.

«Dios Santo.» Se aclaró la garganta. -Sí, hola.

– Tengo que hablar contigo. Encontrémonos abajo dentro de quince minutos.

Mientras se tomaban un café, Robert Sánchez la puso al corriente de lo mal que estaba la situación. Parecía que los dos bandos intentaban controlarla, pero se habían producido violentos enfrentamientos en Jenín y en Qalqilya, e Israel había recuperado amplias extensiones de la franja de Gaza. Por otra parte, los palestinos aseguraban que al menos una docena de niños habían muerto en los dos últimos días de lucha, y empezaba a circular la noticia de que, cerca de Netanya, un autobús lleno de escolares israelíes había saltado por los aires aquella mañana como resultado de un ataque suicida.

y lo que era aun peor: toda la región parecía prepararse para la guerra. Ya no era solo que Hizbullah, desde el Líbano, seguía bombardeando con cohetes las ciudades del norte de Israel; además, Siria estaba movilizando sus tropas alrededor de los Altos del Golán, y Egipto y Jordania habían retirado a sus embajadores de Tel Aviv. Sánchez le mostró un montón de recortes de la prensa estadounidense. Tanto el New York Times como el Washington Post establecían comparaciones con lo ocurrido en 1967 y 1973, las guerras que afectaron a todo Oriente Próximo.

– Esta vez será peor -dijo Sánchez-. La mitad de esos países tienen capacidad nuclear y no tardarán en implicar a todo el mundo.

El pronóstico no podía ser menos halagüeño. A pesar de todo, a Maggie la reconfortó estar sentada nuevamente con Robert Sánchez. Era una de las pocas personas del departamento de Estado a la que conocía y, sin duda, el único rostro familiar del equipo estadounidense en Jerusalén. Su repetida designación como número dos había causado sorpresa en Washington; era un superviviente de la administración anterior. La prensa coincidía en que Sánchez estaba allí para llevar de la mano al nuevo secretario de Estado, lo que revelaba la falta de confianza del presidente en la persona a la que había elegido para el cargo. Pero a Maggie aquello no le importaba lo más mínimo. Había trabajado con Sánchez en un par de ocasiones, y eso le había brindado la oportunidad de conocerlo y de confiar en él, cosa rara en aquella profesión. Sánchez había encabezado el equipo estadounidense encargado de la segunda ronda negociadora de los Balcanes, en la que Maggie había participado siendo una novata y había tenido ocasión de observar su paciente y minucioso método de trabajo. Nada de gestos grandilocuentes, nada de filtrar noticias a los medios, sino una tenaz preparación. Entonces y más adelante, cuando se encontraron de nuevo en las negociaciones norte-sur en Sudán, Sánchez había asumido con la mayor naturalidad su papel de mentor.

Desde luego era un personaje peculiar en el paisaje diplomático de Washington. Para empezar, era un verdadero diplomático de carrera, no un generoso mecenas del partido en el poder al que recompensaban con una jugosa embajada. Como profesional de la diplomacia, y no como político designado a dedo, había llegado tan lejos como era posible: nunca alcanzaría el cargo de secretario de Estado. El hecho de que hubiera ascendido hasta el puesto de vicesecretario ya era algo fuera de lo normal.

Más relevante resultaba, al menos para Maggie, que fuera uno de los pocos hispanos que podían encontrarse entre los altos cargos del gobierno. Juntos formaban una pareja poco habitual: el tipo corpulento como un oso, originario de Nuevo México, y la joven alta y delgada de Dublín. Sin embargo, a los ojos de los estirados funcionarios del departamento de Estado, varones y blancos, eran intrusos. Al menos tenían eso en común.

– Lo único bueno es que no estamos en Camp David o en otro sitio -dijo Sánchez-. De ser así, las partes se habrían largado hace tiempo. En estos momentos Govemment House está prácticamente vacío.

Maggie se obligó a despertar y bebió un buen sorbo de café. -No me lo digas. Los dos bandos han llamado a sus negociadores para «consultas». -Exacto.

– ¿y dices que todo empezó con los asesinatos?

– Sí. Primero fue Guttman, luego Nur. Y qué decir de la incursión de Jenín en el kibutz anoche… -Disculpa, ¿la incursión de Jenín?

– En efecto. Parece que se ha tratado de una célula palestina de Jenín. Cruzaron al otro lado e irrumpieron en Bet Alpha.

– ¿Los israelíes están seguros de eso?

– Eso parece. Los terroristas dejaron una pintada en la pared:

«No habrá descanso para Bet Alpha hasta que lo haya en Jenín». -¿y para los israelíes es motivo suficiente para interrumpir las negociaciones?

– Bueno, todavía no han ido tan lejos.

– Solo han llamado «a consultas» a sus negociadores.

– Exacto. Pero lo que los tiene asustados de verdad es que creían haber cortado los ataques desde Jenín. Sobre todo desde que construyeron el muro…

– Supongo que te refieres a la «barrera de seguridad»

– Maggie sonreía.

– Llámala como quieras. El caso es que hasta el momento ha mantenido a raya los ataques desde Cisjordania. La derecha quiere cargarse a Yariv, lo acusan de haber estado tan ocupado haciendo la pelota a los palestinos que ha dejado al país en una posición de debilidad, y que por eso ahora negocia bajo presión.

– ¿y sabe Yariv cómo consiguieron cruzar?

– Esa es la cuestión, Maggie. Hasta nuestra gente de Inteligencia está perpleja. Los israelíes dicen que han revisado el muro de arriba abajo…, perdón, la barrera, y que no han encontrado nada.

– Entonces, ¿cómo lo hicieron? Sánchez bajó el tono de voz.

– A los israelíes les preocupa que esto pueda representar una especie de progresión, que quizá los palestinos hayan dado un paso más en materia de sofisticación. Como un aviso.

– ¿y los israelíes han respondido?

– Solo con un comunicado. A menos que cuentes el asesinato de anoche.

– ¿Qué asesinato?

– ¿No recibiste el mensaje de la CIA?

«Seguro que lo enviaron a las seis de la mañana», pensó Maggie. Cuando los otros integrantes del equipo del departamento de Estado ya estaban despiertos y listos para ponerse manos a la obra, ella seguía durmiendo después de haberse tomado unas copas con…

– Anoche apuñalaron a alguien en Jerusalén Oriental. En el mercado. Un comerciante.

Maggie palideció.

– ¿Un comerciante? ¿Qué clase de comerciante?

– Ni idea. Pero escúchame, Maggie: sé que has intentado hablar con los colonos y con al-Shafi para intentar averiguar qué está ocurriendo, pero tenemos que ponemos serios con esto porque parece que los chicos malos de ambos bandos están decididos a hacer descarrilar las negociaciones. Vale, ¡chis!

Maggie se dio la vuelta y vio la razón de que Sánchez hubiera cerrado el pico. Bruce Miller dejaba el bufet del desayuno y se dirigía hacia su mesa. «Mierda.» Quería acabar de oír lo que Sánchez quería decirle, pero sabía que se comportaría impecablemente delante del hombre del presidente. El vicesecretario de Estado se levantó un poco al llegar Miller, como si quisiera reflejar físicamente cuáles eran sus posiciones en la jerarquía de Washington.

– Hola, Bruce. Estaba poniendo rápidamente al día a Maggie Costello.

Ella le ofreció la mano, y él se la estrechó, y la retuvo más de lo necesario. La saludó con un ligero gesto de la cabeza, al estilo de los caballeros sureños.

– El placer es todo mío -dijo.

Maggie se dio cuenta de que aquel pequeño número había permitido a Miller darle un buen repaso y que sus ojos habían recorrido su cuerpo de arriba abajo.

– Bueno -dijo al fin, aparentemente satisfecho con los resultados de su examen-, ¿qué tenemos hasta ahora?

Ella procedió a explicarle por qué creía que había una conexión entre los asesinatos de Guttman y Nur y le contó que estaba utilizando las relaciones que había establecido en ambos bandos para descubrir en qué consistía ese vínculo. (Notó los destello en los ojos de Miller cuando ella dijo «relaciones».) No se sintió capaz de mencionar el anagrama de Nur y se Iimitó a comentar que estaba convencida de que, fuera cual fuese dicha conexión, explicaría las amenazas que se cernían sobre el proceso de paz.

– ¿A qué clase de conexión se refiere, señorita Costello?

– Arqueología.

– ¿Cómo ha dicho?

– Tanto Guttman como Nur eran arqueólogos. Creo que incluso habían trabajado juntos. Guttman le contó a su esposa que había visto algo que lo cambiaría todo. Dos días más tarde, murió, y luego también ella.

– La policía dijo que se suicidó, que no consiguió sobreponerse a la muerte de su esposo.

– Sé lo que dijo la policía, señor Miller, pero el hijo de los Guttman está convencido de lo contrario. Y yo le creo. -¿Trabaja usted muy estrechamente con él, señorita Costello?

Maggie notó que se ruborizaba. «Lo mismo que me ocurrió la última vez», pensó mientras se maldecía. Ella, que era capaz de la mayor discreción durante las negociaciones, que sabía guardar los secretos de cada bando sin desvelar la más pequeña pista, siempre acababa cediendo cuando el asunto no era la desmilitarización de una zona o el acceso a determinados puertos sino ella misma. Entonces se desmoronaba y lo revelaba todo. Eso era precisamente lo que le había ocurrido en el pasado. Y le había costado tan caro que creía que había aprendido a controlarse, pero no. Allí estaba de nuevo, intentando contener el rubor.

– Uri Guttman ha demostrado ser una valiosa fuente.

– ¿Arqueología, dice? -Bruce Miller se estaba colocando la servilleta en el cuello de la camisa-. ¿Significa eso que lo de anoche fue una casualidad o qué?

– ¿Lo de anoche?

– La incursión en Bet Alpha.

– ¿Se refiere al kibutz?

– Sí, es un kibutz, pero también la sede de uno de los grandes tesoros arqueológicos de Israel. Eche un vistazo. -Le entregó la edición en inglés de Haaretz-. Página tres.

La mitad de la página estaba ocupada por una fotografía de un cielo noctumo convertido en anaranjado por el resplandor de un edificio ardiendo. El pie de foto lo identificaba como el centro de visitantes del Museo Bet Alpha que «todo apunta que fue el objetivo de una incursión palestina».

En un recuadro interior había una foto más pequeña donde aparecía un precioso mosaico dividido en tres paneles y cuya sección central mostraba el dibujo de una rueda. El pie de foto explicaba que se trataba del suelo de mosaico de la sinagoga más antigua de Israel y que databa del período Bizantino del siglo v o VI. «Preservado durante 1500 años, los expertos dudan de que pueda restaurarse.»

Mientras Maggie leía, Miller se había vuelto hacia Sánchez para discutir los siguientes movimientos. Estaban de acuerdo en que no tenía sentido que el secretario de Estado interviniera mientras las partes negociadoras no estuvieran dispuestas a hablar. Más valía reservar su intervención para la fase final y…

– Es demasiada coincidencia -intervino Maggie, consciente de que estaba interrumpiendo a dos superiores.

– ¿Bet Alpha?

– Sí. Hasta el momento, los perjudicados de ambos bandos, desde el repentino empeoramiento de la situación, tienen algo que ver con todo esto -dijo señalando la foto del periódico-, con la arqueología, con ruinas, con el pasado.

Miller la miró con una sonrisa en los labios, como si Maggie le hiciera gracia.

– ¿Cree que estamos ante un problema de fantasmas? ¿Que los espíritus del pasado se aparecen en el presente? -Movió las dos manos como si se le pusieran los pelos de punta.

Maggie prefirió hacer caso omiso del comentario. -Todavía no sé de qué se trata, pero estoy segura de que explica la razón de que las negociaciones se hayan enfriado.

– Sea realista, señorita Costello. Todo en este jodido país…

– De repente cayó en la cuenta de dónde estaba y bajó la voz-. Todo en este país está relacionado con esto. -Cogió el periódico y mostró la página con la foto del museo quemado-. Aquí todo son piedras y templos. Esa es la maldita cuestión, que no explica nada. Nos enfrentamos a un problema político serio que requiere una solución política seria. Y lo que yo necesito es que usted demuestre que está a la altura de su reputación de cinco estrellas y arregle las cosas ya. ¿Me he expresado con claridad, señorita Costello?

Maggie se disponía a insistir en que no perdía el tiempo y que esa conexión existía, cuando sonó un zumbido. La BlackBerry de Miller anunciaba un nuevo mensaje.

– La policía israelí acaba de confirmar el nombre de la persona que fue asesinada anoche en el mercado.

– Apuesto a que era un comerciante de antigüedades, ¿a que sí, señor Miller?

Él acabó de leer el mensaje.

– Me temo que se equivoca, señorita Costello. Según parece, el fallecido era un comerciante de fruta y verdura. Nada de antigüedades. Un simple tendero. Se llamaba Afif Aweida.

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