Jerusalén, viernes, dos horas antes
La palpitación era menor, se había reducido a un rítmico dolor. Se preguntó si lo habrían golpeado, una patada en el muslo quizá, mientras lo metían en el Mercedes. O tal vez después. Sin embargo, lo habría notado.
Hacía solo media hora que había recobrado el conocimiento. O puede que hiciera una hora. Había tardado un rato en comprender que no contemplaba una habitación a oscuras, sino que le habían vendado los ojos. Luego, se acordó de la bala y se preguntó si no estaría experimentando la conciencia de los muertos.
Las sensaciones fueron volviendo a él, lentamente, en pasos sucesivos. Después de los ojos, fueron los brazos los que le dijeron que estaban inmovilizados. Intentó recordar si también lo habían alcanzado allí y se preguntó si estaría paralizado. En todo caso, no se dejó arrastrar por el pánico, sino que notó que su corazón descendía el ritmo y presión que desplegaba in extremis. Era como si su cuerpo cayera en un estado de congelación de emergencia sabiendo que se hallaba en plena batalla por sobrevivir. Y si sabía todo aquello era porque ya lo había experimentado en una ocasión.
Entonces, la herida fue psicológica. Iba en un tanque por la frontera libanesa cuando el vehículo recibió el impacto de una bomba de Hizbullah. El conductor y el artillero murieron en el acto. Como comandante, tendría que haber sido el más vulnerable: iba asomado por la escotilla. Pero eso fue lo que le salvó. Metió la cabeza en el interior del tanque, vio a sus camaradas caídos e inertes y supo al instante que se hallaba sentado en una trampa mortal. En ese momento, cuando su corazón tendría que haberse puesto a latir desenfrenadamente a causa del miedo, todo su organismo entró en un estado aún más espantoso: aquello era mucho más que simple terror. Era una calma lenta y quieta; el preludio de la muerte.
Y eso era lo que sentía de nuevo en aquellos momentos.
Recordó fríamente lo que había pasado en la carretera de Jerusalén. No había durado más de treinta segundos. Vio el coche detrás; estaba claro que los seguía. Aminoró la marcha y en el mirador de la carretera giró en un ángulo que permitiera a Maggie salir sin que la vieran. En ese instante, en esa fracción de segundo, tomó aquella decisión: que le ocurriera lo que le ocurriese, ella tenía que vivir.
Cuando Maggie estuvo fuera y a salvo, intentó hacer girar el coche y repetir la maniobra de manera que también él pudiera salir sin que lo localizaran, pero le fue imposible girar y, para entonces, sus perseguidores ya le habían dado caza. Apenas había dado un paso fuera del coche cuando una bala lo alcanzó en el muslo. Cayó al suelo sin la espectacularidad que se veía en las películas, sino más bien como una marioneta a la que cortaran los hilos.
Le llegó una nueva señal, esa vez de las muñecas. Sus conexiones neurológicas, normalmente tan rápidas como la velocidad de la luz, parecían haber vuelto a la Edad de Piedra, a juzgar por lo que tardaban los mensajes en llegar a su cerebro. Aun así, sus muñecas le decían que podía notar algo, una abrasión que no era simple dolor sino algo externo. Una ligadura. Entonces comprendió que estaba atado de pies y manos. La ceguera y la inmovilidad no eran propias de la desconexión sensorial que precedía a la muerte, sino algo menos definitivo. Le habían disparado y lo habían metido en el coche no como un cadáver sino como un prisionero. El corazón empezó a latirle más de prisa.
Forcejeó, intentando mover las muñecas, y no tardó en darse cuenta de que no solo las tenía atadas una con otra sino también a la silla en la que estaba sentado. Intentó inspeccionar la herida, pero no podía tocarla y, en aquella oscuridad, ni siquiera estaba seguro de cuál de sus piernas había recibido el impacto.
¿Quién lo había capturado? Vio la imagen de unos hombres vestidos de negro y encapuchados, pero podía tratarse de una mala pasada de su memoria. Intentó recordar lo que había oído cuando lo metieron en el coche. El nombre Daud surgió entre la bruma. Había oído que pronunciaban ese nombre en un par de ocasiones, como preguntando, pero creyó que se trataba de un delirio porque en su mente aquel nombre árabe había sido pronunciado con acento claramente estadounidense.
Sus pensamientos fluyeron con mayor libertad. Se preguntó qué habría hecho Maggie y supuso que de algún modo habría logrado regresar a Jerusalén y a los túneles. Pero ¿por dónde habría empezado? Las pistas de su padre -¿realmente las había dejado dentro de un juego de ordenador o se trataba del producto de su imaginación?- solo los dirigían a las catacumbas subterráneas del Muro de las Lamentaciones, que cubrían una distancia considerable. Uri lo sabía porque, a pesar de que había hecho caso omiso de las numerosas peticiones de su padre para que volviera y lo acompañara a visitarlas, no había podido evitar leer sobre ellas y saber que se tardaba una hora larga en recorrerlas.
En aquella oscuridad, Uri tuvo por fin una oportunidad que no se le 'había presentado desde hacía seis días, cuando recibió la llamada telefónica. Lo cierto era que la había evitado. Sin embargo, en esos momentos no tenía otra altemativa que pensar en su padre. Su progenitor había logrado sorprenderlo en la muerte mucho más que en vida. Hasta aquella semana, Uri lo tenía por una persona previsible en el sentido en que lo son todos los ideólogos. Conocía todos sus puntos de vista, que eran inflexibles y por tanto, para Uri, irremediablemente aburridos. A menudo se había preguntado -siempre para sus adentros, nunca en voz alta- si esa era la razón por la que rechazaba las tendencias políticas de su padre: más por una cuestión estética que por razones morales. ¿Acaso había acabado siendo de izquierdas para no ser un plasta como su padre?
Sin embargo, en los últimos días, Shimon Guttman le había demostrado lo equivocado que estaba. No solo había albergado numerosos secretos, incluyendo el que le había proporcionado la mayor emoción de su carrera, sino que estos le habían costado la vida.
De todos ellos, el que más lo había sorprendido seguía siendo el primero, del que se había enterado por cortesía de Maggie Costello: su padre había intercambiado conocimientos profesionales e información con el enemigo, con un palestino, y que incluso había llegado a darle un nombre en clave: Ehud Ramon. Tal vez su padre había sido un capullo, pero no era estúpido.
Oyó que se abría el pestillo de una puerta y el sonido de pasos acercándose. Sabía lo que se avecinaba y se sentía extrañamente preparado: haría lo que había leído que habían hecho los que habían logrado sobrevivir a las más variadas formas de brutalidad: permanecer en el interior de su mente.
Oyó una voz con acento estadounidense, la que le parecía haber oído en el coche.
– Bien, empecemos a trabajar.
Lo siguiente que notó fue que le retiraban el vendaje de la pierna. Quizá se hallara en un hospital y estuvieran a punto de curarlo. Quizá esos individuos no fueran verdugos sino médicos.
Se disponía a hablar, a pedirles ayuda, cuando notó que unos dedos le recorrían la parte exterior de le herida. Contuvo la respiración ante los pinchazos. y entonces, momentos después, sintió un dolor que lo hizo aullar como nunca antes había aullado.
– Es curioso lo que puede hacer un simple dedo, ¿verdad?
– El dolor cesó durante unos segundos-. No es más que eso, un simple dedo. Lo único que tengo que hacer es meterlo ahí, en el agujero que tiene en la pierna y…
Uri soltó un brutal alarido. Se había prometido soportar el tormento, no permitir que lo vieran sufrir, pero era incapaz de contener el dolor. Tenía la herida abierta y en carne viva, con todas las terminaciones nerviosas al aire.
– ¡Apartaos, cabrones! ¡Apartaos de mí!
En ese momento, el rojo que había visto se convirtió en blanco. El dolor dio un salto en intensidad y desapareció, como si se hubiera salido de la escala. Aquella nada solo duró unos segundos, hasta que oyó una voz que parecía hablar desde muy lejos.
– La verdad, si sigo apretando, creo que llegaré a tocar el hueso.
– ¿Qué queréis? No sé nada.
De nuevo el blanco, la nada, durante unos segundos. Cuando pasó, Uri comprendió lo que ocurría: el dolor era tan fulminante que caía inconsciente.
Cuando el dedo volvió a introducirse en su herida, rezó para que se desmayara. Esperó, sumido en el atroz dolor, a que llegara el alivio de la nada, pero se oyó gritar de nuevo cuando dos dedos se abrieron paso, ensanchando la abertura, hurgando con ansia,
– Dinos lo que sabes.
– Ya sabéis todo lo que sé.
Entonces oyó el alarido como si fuera el de otra persona.
Y de repente una voz le habló desde algún rincón de su cerebro: «Ahora -le dijo-, esta es tu oportunidad. Oblígate a hacerlo. Despréndete del dolor. Mantente en el interior de tu cabeza.»
Intentó recordar sus pensamientos antes de que llegaran aquellos individuos: había estado pensando en el ingenioso nombre en clave ideado por su padre. Ehud Ramon. «Aférrate a él -se dijo-, aférrate a él.» Y repitió una y otra vez ese nombre en su cabeza mientras dejaba que su cuerpo se estremeciera con el sufrimiento. «Ehud Ramon. Ehud Ramon. Ehud Ramon. Ehud Ramon…»
Entonces surgió un recuerdo que había permanecido enterrado durante décadas, el recuerdo de un cuento a la hora de dormir que le encantaba cuando era un crío; el cuento que le pedía a su padre que le leyera un día y otro acerca de un niño muy travieso. Durante un breve segundo que interrumpió los colores rojos y blancos de su dolor, Uri volvió a ver la ilustración de la cubierta y el título: Mi hermano Ehud. ¿No era eso lo que su padre había dicho en la grabación de vídeo? «Lo he dejado en lugar seguro, un lugar que solo tú y mi hermano conocéis.»
«¡Claro!», se dijo Uri obligándose a seguir con aquella línea de pensamiento y no caer en el infierno que vivía más abajo. Su padre no se había referido a un hermano real, sino al hermano ficticio del cuento que sabía que su hijo recordaría. Y ese nombre estaba ahí para conducirlo a otra creación ficticia: al mítico Ehud Ramon.
Los hurgamientos aumentaron. Estaban utilizando algún tipo de instrumento. Las preguntas siguieron llegándole como un torrente: «¿Dónde está la tablilla? ¿Dónde?». Pero Uri se mantuvo en el interior de su mente. «¡Qué floritura retórica tan típica de un Guttman!», pensó. El profesor acababa de ver las antiguas palabras, esculpidas a mano, de Abraham hablando de sus dos hijos: Isaac, el padre de los judíos, e Ismael, el padre de los musulmanes. Dos hermanos, uno judío, el otro árabe. «Mi hermano…», había dicho Guttman. De haber podido, Uri habría sonreído. Su padre, el ardiente nacionalista, estaba utilizando el cliché más tópico y cursi de los pacifistas de la izquierda que decía que árabes y judíos eran hermanos.
Y en ese momento, con el cuerpo destrozado y los sentidos abrumados por la más insoportable de las torturas, sintió una punzada de admiración por su viejo. Sin duda era un brillante ejercicio de criptografía. ¿Acaso había criptógrafo en el mundo capaz de comprender que cuando un fanático halcón sionista hablaba de su «hermano» se estaba refiriendo ni más ni menos que a un ferviente nacionalista palestino llamado Ahmed Nur?