Jerusalén, viernes, 5.23 h
S e volvió rápidamente y lo buscó entre el mar de rostros extasiados y las guitarras, pero Uri había desaparecido. Se levantó y fue hacia la entrada. Entonces lo vio junto a la puerta, con el ceño fruncido y mirando hacia la calle.
– Uri, ¿qué pasa?
– No lo sé, he oído algo. Un coche, quizá. Tenemos que marchamos.
– Sí, pero primero tienes que resolver…
– Maggie, si nos encuentran, nos matarán.
– Solo dime qué significa el mensaje.
– Por el amor de Dios, Maggie, ¡no tenemos tiempo!
– Uri, no pienso irme de aquí hasta que descifres esas palabras.
Meneando la cabeza, Uri fue hasta el ordenador y se inclinó para leer las líneas que aparecían en la ventana de texto. Repitió el acertijo que su padre había escrito y dijo secamente: -Bien, ya está. Vamos.
La camarera del piercíng se acercó y murmuró alguna cosa a Uri en hebreo mientras señalaba la parte de atrás del café y, según Maggie pudo ver, abría mucho sus preciosos ojos marrones para Uri. Aparentemente ajeno a sus encantos, él le dio las gracias, cogió a Maggie por la muñeca y corrieron hacia la oscuridad.
Habían abierto de un empujón la puerta de la salida de incendios, donde una escalerilla los devolvería al nivel de la calle, cuando Maggie cayó en la cuenta de que había dejado encendido el ordenador, con el avatar de Guttman y el mensaje a la vista de cualquiera. Si de verdad los seguían, sus perseguidores solo tendrían que entrar, pedir un café, sentarse tranquilamente ante la pantalla y tomar nota.
Giró sobre sus talones y notó que se le torcía la muñeca en la presa de Uri.
– ¡Suéltame, tengo que volver!
– ¡Ni hablar!
– Me he dejado el ordenador encendido. ¡Lo verán todo!
– Lástima. Tenemos que irnos -dijo Uri al tiempo que tiraba de ella hacia arriba, decidido a salir a la calle. -¡Suéltame!
Uri no cedió, y Maggie comprendió que la arrastraría escalera arriba quisiera ella o no. Empezó a tirar en sentido contrario, igual que un crío recalcitrante que se niega a entrar en la guardería el primer día de clase. Pero Uri era más fuerte. Maggie se odió al pensar en lo que iba a hacer y aún más por hacerlo, pero sabía que no tenía elección. Ladeó la cabeza para encontrar el ángulo adecuado en la carne y lo siguiente fue un rápido movimiento: le clavó los dientes con fuerza en la mano.
Uri soltó un grito de dolor que ahogó al instante. Pero la cosa surtió efecto: instintivamente soltó la mano de Maggie, que corrió de vuelta al interior. Sus ojos escudriñaron el local entre el humo y la penumbra en busca del ordenador. Cuando lo vio, se le cayó el alma a los pies: había alguien inclinado sobre la pantalla y manejando el teclado.
Se acercó lentamente, intentando permanecer entre las sombras, hasta que al fin vio de quién se trataba: la camarera del píercing. Dejó escapar un suspiro de alivio y caminó con paso decidido hacia el ordenador. Justo cuando la joven se disponía a decir algo sobre lo enrollado que era Second Life, Maggie surgió por detrás y apagó la máquina de golpe.
– ¡Eh…!
Pero Maggie ya había desaparecido por la salida trasera y subía por la escalera. Salió a la calle y se quedó quieta un momento, mirando a un lado y a otro hasta que alguien la agarró del brazo y tiró de ella en una dirección y después en otra hasta que bajaron una cuesta de adoquines y salieron a una calle donde los esperaba el Mercedes plateado que habían dejado aparcado. Subieron.
– ¡Te juro que si no te matan ellos, seré yo quien lo haga!
– Lo siento, Uri, pero no podía dejar el ordenador encendido a la vista de todos.
– ¿Estaban allí?
– No que yo viera.
Uri meneó la cabeza incrédulo y furioso por haber ido a parar junto a esa loca.
– Lo siento, de verdad que lo siento -dijo Maggie.
– Seguro que no.
– ¿Adónde vamos?
– No lo sé. Lejos de ellos, lejos de Jerusalén. Volveremos cuando sea seguro.
Maggie miró por la ventanilla los primeros rayos de una luz azul y brumosa que asomaba en el horizonte. Jerusalén apenas empezaba a despertar y todo lo que había visto hasta ese momento era a un extraño mendigo.
– ¿Qué me dices del mensaje de tu padre?
– Se me ha olvidado.
– Vamos, Uri. Decía: «Dirígete al oeste joven, y sigue camino hasta la ciudad modelo, cerca del Mishkan», sea lo que sea eso, «allí encontrarás lo que he dejado para ti, en el camino de antiguos barrios». ¿Qué crees que significa?
Uri apartó los ojos de la carretera y los clavó en Maggie.
– ¿Tienes idea de lo mucho que odio a mi padre en estos momentos? Toda esa mierda de juego por la que me está haciendo pasar… ¡Como si no fuera suficiente que por culpa de esta locura hayan matado a mi madre…!
– Lo sé, Uri…
– No sabes nada, Maggie, ¡nada! Por culpa de mi padre, han matado a mi madre y yo estoy huyendo para salvar la vida, y ¿para qué?, ¿por qué? ¡Por una maldita reliquia bíblica que demuestra que él y su panda de pirados nacionalistas tenían razón desde el principio! Mi padre no logró que me uniera a su causa en vida, pero está consiguiendo que, una vez muerto, trabaje para él como un maldito discípulo.
– ¿Es ahí donde escondió la tablilla? ¿Con los pirados nacionalistas? ¿En Cisjordania?
– No. La escondió en un lugar mucho más evidente.
– ¿Has averiguado dónde?
– A ver Maggie, ¿de qué va todo este asunto? Solo puede tratarse de un sitio.
– ¡El Monte del Templo! -exclamó Maggie, sonriendo ante tanta astucia. La enterró allí, claro ¿en qué otro sitio si no? ¿Adónde pertenecen los documentos de una casa sino a la casa misma?
– Eso es el Mishkan, el Templo, el palacio. Se refiere a toda la zona. Solo que no la ha dejado en el Monte del Templo. Los judíos apenas se acercan a ese lugar, lo consideran demasiado sagrado. La ha escondido debajo.
– ¿Debajo?
– Hace unos años, mi padre y un grupo de arqueólogos excavaron los túneles que corren a lo largo del Muro de las Lamentaciones. No la parte famosa del muro, donde van todos a rezar y a dejar esos ñoños mensajes a Dios entre las piedras, sino toda la parte del muro que quedaba enterrada bajo el resto de la ciudad, bajo el sector musulmán, para ser exacto. La gente se puso furiosa.
– ¿Te refieres a los palestinos?
– Pues claro. ¿Qué esperaba mi padre? Los árabes dijeron que los judíos estaban intentando minar los cimientos de la Cúpula de la Roca, ya sabes, la gran mezquita con la bóveda de oro. -Ya sé cuál es, Uri. Gracias.
– Allí es donde creen que Mahoma ascendió a los cielos.
Y ahí estaban los judíos excavando túneles… Y entonces, mi padre y sus amigos aún complicaron más las cosas. Decidieron que no bastaba que los turistas pudieran entrar en los túneles; no, los turistas tenían que salir por el otro extremo en lugar de dar la vuelta por donde habían entrado. De modo que construyeron una salida. Que da directamente al sector musulmán.
– Una provocación.
– Exacto.
– O sea, que cuando dice «en el camino de antiguos barrios» se está refiriendo a los túneles, y cuando dice «ve al oeste» se está refiriendo al Muro de las Lamentaciones. Muy astuto. Obviamente, la «ciudad modelo» es Jerusalén, el lugar más sagrado de la tierra. Pero ¿qué…?
– ¡Oh, mierda!
Maggie vio que Uri miraba por el retrovisor como hipnotizado. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que un coche los seguía con las luces largas encendidas. En esos. momentos habían salido de la ciudad y descendían por lo que parecía una carretera de montaña serpenteante. A ambos lados había abruptas pendientes de roca salpicadas aquí y allá por chatarra oxidada -restos de vehículos militares, le había explicado su chófer marine el día que la había llevado en coche-, reliquias de la guerra de 1948 que había inaugurado el nacimiento del Estado de Israel.
– Se están acercando, Uri.
– Lo sé.
– ¿Qué demonios vamos a hacer?
– Ni idea. Déjame pensar.
El reflejo del retrovisor lo deslumbraba, parecía llenar el interior del Mercedes como el barrido de un reflector.
Uri aceleró, pero el coche los alcanzó sin esfuerzo. Aunque Maggie se hizo sombra con la mano la luz de los faros era demasiado intensa para que pudiera ver quién iba en el coche o de qué tipo de vehículo se trataba.
– ¿No podemos desviamos?
– No, a menos que queramos lanzamos barranco abajo.
– ¡Mierda, Uri! ¡Tenemos que hacer algo!
– Lo sé. Lo sé. -Uri calló, pero volvió a hablar al cabo de unos segundos-: Después de la próxima curva hay un mirador. Pararé ahí. Cuando lo haga, abre tu puerta inmediatamente y salta. Quédate agachada. Y hazlo justo en el momento en que el coche gire. No esperes a que se pare por completo. Luego, corre hasta el borde. Antes del precipicio hay como un escalón. ¿Vale?
– Sí, pero ¿y tú?
– No te preocupes por mí. Cuando hayas salido, yo estaré justo detrás de ti. Agáchate mucho, no te olvides. -No lo olvidaré.
– Muy bien, ahí está.
Uri empezó a frenar, y Maggie se desabrochó el cinturón de seguridad. Sonó una campanilla de alarma. Esperó el momento preciso.
Uri miró por el retrovisor, entonces se metió en el espacio del mirador y gritó:
– ¡Ahora! ¡Y agáchate!
Maggie tiró de la manija, empujó la puerta, saltó, chocó contra en el suelo, que se movía, y corrió agachada hacia el borde de la superficie pavimentada. Entonces, en la fracción de segundo que tuvo para decidir, se vio enfrentada a una pregunta crucial; debía confiar en Uri o no. En la penumbra del amanecer, sus instintos le decían que el precipicio se abría ante ella y que seguir corriendo suponía una muerte segura. Pero Uri le había asegurado que la vista era engañosa y que había un escalón antes del abismo. ¿Debía creerlo? Habían pasado juntos prácticamente las últimas cuarenta y ocho horas. Ella había descubierto a su madre muerta, le había contado su historia en África, y apenas hacía unas horas que habían hecho el amor tierna y apasionadamente.
Y aun así, ¿quién era él? Quién era ese veterano de los servicios de inteligencia que la había dejado inconsciente de un solo golpe, que había robado un coche y que había hecho Dios sabe qué otras cosas en su vida. ¿Cómo podía confiar en un hombre así?
Todos esos pensamientos pasaron por su mente durante el largo segundo que vaciló en el borde del barranco, hasta que se decidió a saltar. Y cuando llegó la caída -mínima, menos de un metro-, fue como saltar el último peldaño de una escalera en la oscuridad. Corrió, tropezando, hasta quedar fuera de la vista de la carretera.
Cuando el sonido de su respiración se calmó, miró alrededor y vio que estaba completamente sola. Un segundo más tarde, oyó un disparo por encima de su cabeza. Provenía de la carretera, y supo, con una certeza escalofriante, que Uri había sido alcanzado.