Jerusalén, jueves, 22.25 h
Sabía que tendría que haberle dicho que no, que debería haber insistido en que bajara en el ascensor y pasara la noche en el coche si era necesario. Pero se dijo que no sucedería nada, que él dormiría en el sofá o en el suelo y que eso sería todo.
Incluso abrió un armario en busca de una almohada y una manta con la que improvisar una cama. Pero cuando se dio la vuelta, Uri estaba tras ella, inmóvil, como si se negara a participar en aquella farsa.
– Uri, escucha, ya te expliqué que…
– Sé lo que dijiste -la interrumpió él poniéndole un dedo en los labios.
Antes de que Maggie pudiera decir palabra, él le selló los labios con un beso. Al principio fue un beso suave, como el de la otra noche, pero eso no duró. Enseguida se convirtió en algo que despertó una fuerza apremiante en el interior de Maggie.
Lo besó con ansia, con los labios y la lengua deseosos del contacto con la boca de Uri. La fuerza de su deseo la desconcertó, pero fue incapaz de contenerla. Lo había reprimido tanto tiempo, hora tras hora, que una vez rota la presa no había forma de frenar las aguas.
Hundió los dedos en su pelo y tiró de él en su necesidad de acercar aún más su rostro y su olor. Fue como si lo devorara; ambos sentían la misma urgencia. Las manos de Uri se movían de prisa, primero le acariciaron la cara, después el cuello, y empezaron a quitarle el topo
Segundos más tarde rodaban por la cama con la piel erizada por la electricidad del primer contacto. Cada caricia, cada sabor despertaba un nuevo destello de intensas sensaciones, hasta que sus cuerpos se unieron. La espalda de Uri se tomó resbaladiza por el sudor, y Maggie se aferró a ella; estaba segura de que podía sentir no solo su deseo, sino también su añoranza, su necesidad, incluso su pena. Y cuando ella gimió su abandono, supo que él ya había oído su necesidad, su anhelo de sentirse libre después de tanto tiempo. Permanecieron unidos durante horas; después de que la primera oleada hubiera remitido, su ardor siguió casi intacto.
Quizá estuviera demasiado tensa, porque cuando se despertó, en algún momento después de las dos de la madrugada, no consiguió conciliar el sueño de nuevo. Uri dormía junto a ella; su pecho subía y bajaba rítmicamente con cada respiración. Maggie supuso que era la primera vez que descansaba de verdad desde la muerte de su padre. Le gustaba mirarlo. Durante un largo rato permaneció tumbada de costado, simplemente mirándolo, y notó que la invadía una especie de paz.
Así pasó casi una hora, hasta que Maggie al final se sintió inquieta. Se levantó y se puso una camiseta que había cogido del armario de Edward cuando hizo las maletas el domingo por la tarde. «ATENCIÓN, ESTADO: EL COMERCIO PATEA LOS CULOS», ponía en el pecho. Era un recuerdo de un torneo interdepartamental de softball del verano anterior. Edward había creído que su participación era crucial para su carrera política.
Caminó de puntillas hasta la mesa, a solo unos pasos de la cama. Abrió el ordenador y lo conectó. El color azul de la pantalla la iluminó en la oscuridad. Uri no se movió.
Esperó a tener conexión y abrió el correo. El primer mensaje de la lista era de su hermana Liz.
Mags:
Mi cuenta de Second Life me dice que no has utilizado el enlace que te envié. ¡Sabía que no lo harías! Pero deberías. No solo demuestra tu nivel de popularidad, sino que además encontrarás algunas cosas interesantes. Aquí tienes (¡otra vezl) mi nombre en el juego y mi contraseña, además de unas pocas instrucciones básicas para que entres como si fueras yo. Cambiando de tema: hemos de hablar del setenta cumpleaños de papá. Deberíamos hacer algo grande, no sé, un viaje para él y mamá a Las Vegas con strippers y todo eso. ¿Qué te parece? No me hagas caso, es broma. Besos. L.
Su hermana había firmado con una cara sonriente que hizo que Maggie sonriera.
El siguiente era de Robert Sánchez. «Asunto: últimas noticias.» Dentro, sin mensaje alguno, había un documento con un resumen de las últimas comunicaciones que el equipo negociador en Jerusalén había enviado a Washington. Una lectura superficial le bastó para saber que la situación pintaba mal.
Las conversaciones han quedado reducidas a una actividad puramente testimonial en Govemment House, y ambas partes han retirado a la mayoría de sus representantes. Los avances logrados hace una semana, justo antes de la muerte de Guttman, parecen cosa del pasado… las dos partes no hacen más que cruzarse reproches… los países árabes empiezan a lanzar mensajes hostiles, ruido de sables en Irán y Siria… el lobby proisrael de Estados Unidos, encabezado por los Cristianos Evangélicos, empieza a inquietarse y se ha aliado con grupos de colonos de aquí para organizar un telemaratón que será emitido el domingo por la noche en el Christian Broadcasting Network… hoy ha habido choques violentos en la zona del Monte del Templo cuando fuerzas de seguridad israelíes dispararon gases lacrimógenos a los que acudían a la mezquita de al-Aqsa. Hay dos palestinos muertos, uno de ellos un adolescente… emboscada contra un coche de colonos en las afueras de Ofra, murieron dos pasajeros, uno de ellos de doce años…
Maggie se pasó los dedos por el cabello como si lamentara haber dejado de fumar. Dios, en esos momentos se moría por un cigarrillo… Se preparó para el tercer mensaje. De Edward. Sin asunto.
M:
No creo que te interese, pero esta noche salgo para Ginebra.
Negocios del gobierno que no puedo decidir con el e-mail.
Cuando ambos regresemos, tendremos que resolver algunas cuestiones prácticas. Por favor, infórmame de tus planes.
E.
Maggie se recostó en la silla. «Infórmame de tus planes.» ¿De verdad ese hombre había sido su amante? Miró a Uri. Bajo la sábana se dibujaba la silueta de su cuerpo dormido. Sonrió y volvió al mensaje de su hermana. Seleccionó RESPONDER.
Eres una hermana estupenda. No te merezco. Echaré un vistazo a ese enlace. En cuanto a Las Vegas, ¿qué tal si las strippers aparecieran como jugadoras de bolos de Crown Green?
Se disponía a entrar en Second Life cuando sintió un nudo en el estómago. Le habían pinchado el teléfono, la seguían y, al parecer habían espiado su trabajo con el ordenador de Guttman. Seguramente en esos momentos alguien en alguna parte estaba leyendo lo mismo que ella. Desconectó bruscamente el ordenador y la habitación volvió a sumirse en la oscuridad.
Sabía que ya no conseguiría dormirse. Demasiados nervios.
Así pues, se puso algo de ropa, abrió la puerta sin hacer ruido y salió. Avanzó casi de puntillas por el pasillo buscando la sala que todos los hoteles seguían conservando a pesar de que, en la era de las BlackBerry y la Wi-Fi, casi nadie utilizaba ya: el Business Center.
La tarjeta magnética de su habitación le franqueó la entrada a una sala oscura, vacía y fría. Solo había una terminal, pero funcionaba. El ordenador le pidió el número de su habitación y nada más. Eso no era problema: el personal del hotel podía ver lo que estaba haciendo, lo que Maggie deseaba evitar era a los hackers, los piratas y los mirones.
Volvió a abrir el mensaje de Liz, apuntó el nombre -Lola Hepbum- y la contraseña. Luego abrió el enlace. La pantalla se oscureció y mostró un mensaje.
«Bienvenida a Second Life, Lola.»
Introdujo sus datos. La imagen de un paisaje generada por ordenador llenó poco a poco el monitor, como si anunciara el comienzo de un videojuego. En primer plano, dando la espalda a Maggie, aparecía la versión infográfica de una atlética joven vestida con ceñidos vaqueros y un top con la bandera inglesa. Maggie comprendió que se trataba de Lola Hepbum, la encarnación de Liz en Second Life, su «avatar». Observó la serie de botones que aparecía en la parte inferior de la pantalla: MAPA, VOLAR, CHAT' Y unos cuantos más cuyo significado se le escapaba. Unas instrucciones indicaban que debías utilizar las flechas del teclado para moverte adelante y atrás, a derecha e izquierda. Lo intentó y contempló con asombro cómo la pechugona sílfide de la pantalla avanzaba, moviendo rítmicamente los brazos en una imitación del andar humano.
Parecía encontrarse en una especie de jardín virtual, donde las hojas del otoño se movían mecidas por una leve brisa. Era como si Maggie estuviera controlando una cámara que se hallara por detrás y por encima del avatar y que siguiera todos sus movimientos. Cuando caminó entre los árboles, las hojas se hicieron más grandes y adquirieron detalle, como si la cámara las enfocara de cerca. Era extraño y fascinante.
Giró a la izquierda, pero la chica pechugona de la pantalla no pareció moverse. Más bien fue todo el encuadre el que lo hizo: la imagen giró alrededor de ella como si realmente hubiera ido hacia la izquierda. Entonces vio las casas, con sus tejas de pizarra delineadas con todo detalle. Y había un sonido, una tonadilla que se repetía, como un tintineo de feria. Efectivamente, Maggie vio un tiovivo a lo lejos. A medida que se acercaba, la música sonaba más fuerte. Parecía avanzar por un prado y, a cada paso que daba, brotaban del suelo flores de brillantes colores: amarillo, escarlata y violeta.
Maggie echó un vistazo a las instrucciones que había anotado del correo de Liz. Para llegar a la sala donde encontraría a la Maggie Costello virtual, el lugar donde se celebraba la simulación de las conversaciones de paz, tenía que apretar el botón MAPA; luego encontrar el menú desplegable de MIS LUGARES CONOCIDOS Y buscar «Universidad de Harvard, Estudios de Oriente Próximo». Estaba allí, cerca de la parte de arriba. Una vez seleccionado, apretó TELETRANSPORTE y sonrió cuando el ordenador hizo «¡Swooosh» como si diera un salto por el universo, igual que en Star Trek. La pantalla se oscureció y apareció un mensaje: «Llegando a Second Life». Entonces, un instante después, vio un primer plano de la chica de los vaqueros ceñidos y el corto top, de pie en un sitio totalmente distinto, como si la cámara la siguiera desde arriba.
En esos momentos estaba rodeada de edificios distribuidos como en un campus universitario. Algunos eran de ladrillo tradicional; otros, más modernos, de cristal y acero. Cuando el avatar empezó a caminar balanceando los brazos rítmicamente, Maggie se fijó que el suelo estaba adoquinado, como los senderos de los campus.
Ante ella había una rampa con unas palabras pintadas que se hicieron visibles cuando se acercó: BIENVENIDA A LA FACULTAD DE ESTUDIOS DE ORIENTE PRÓXIMO. Subió por ella y al hacerlo, el cambio de perspectiva la maravilló. Entró en un vestíbulo donde había imágenes, que giraban cuando apretaba las teclas de las flechas, y también un mostrador de recepción y una serie de postes indicadores. Maggie fue hacia el que señalaba SIMULACIÓN DE PAZ.
De repente se encontró en una habitación dispuesta como la clásica sala de negociaciones: una larga mesa rectangular para más de veinte personas. Parecía llena. Los distintos avatares ocupaban sus respectivos sitios, con un rótulo con su nombre delante de cada uno de ellos. Estaba el del presidente de Estados Unidos, el del secretario general de Naciones Unidas y varios de los representantes de las distintas partes intervinientes: los eternamente estados árabes moderados, Egipto y Jordania; la Unión Europea, Rusia y demás. Lejos de la mesa, junto a las paredes, había dispuestas más sillas para otros altos funcionarios, desde el secretario de Estado estadounidense hacia abajo. Maggie desplazó el cursor sobre el equipo de Estados Unidos, en el que estaban Bruce Miller y Robert Sánchez, hasta que dio con un avatar femenino, una mujer delgada y de pelo largo y castaño, con expresión convenientemente neutra. Se abrió una ventana informativa: «Maggie Costello, mediadora norteamericana».
– Al menos estoy en la habitación -murmuró Maggie para sí misma.
Suponía que aquellas figuras inertes habían sido colocadas en Second Life para dar mayor realismo a la escena. Al menos eso había que reconocérselo a la comunidad de pirados informáticos: se preocupaban por los detalles.
Fue entonces cuando Maggie se fijó en que dos de las figuras sentadas a la mesa no estaban inmóviles, sino que se agitaban. Estaban frente a frente, y sus ventanas de información los identificaban como Yaakov Yariv y Jalil al-Shafi. Les habían puesto su cara, o al menos una simulación de ordenador muy lograda. Solo las ropas y los cuerpos no encajaban. Seguramente se trataba de figuras adjudicadas automáticamente por el software de Second Life. Estando tan cerca de ellos -su avatar se hallaba a medio camino entre la puerta y la cabecera de la mesa- podría escuchar su conversación. Consultó su reloj: última hora de la tarde en la costa Este. Seguramente un par de posgraduados estaban pasando un rato con ese juego de rol.
Justo encima del avatar de Yaakov Yariv apareció un texto de color amarillo: «Hola, ¿puedo ayudarte? ¿Estás tomando parte en la simulación de paz?».
Maggie se quedó perpleja. ¿Qué diantre debía responder? ¿Debía fingir que era otra persona? Debía asumir un personaje y optó por el de estudiante califomiana. Pulsó la tecla CHAT y tecleó. Mientras las palabras aparecían en pantalla, se fijó en que su avatar cambiaba de postura, levantaba los brazos y movía las manos. Maggie comprendió que su álter ego digital también tecleaba.
«Espero no ser una intrusa, chicos; me estoy graduando en relaciones internacionales y me sería de gran ayuda escuchar un rato.»
Un par de segundos después, Yariv movió las manos como
si estuviera manejando un teclado invisible. «¿Dónde estudias?»
Maggie vaciló mientras miraba el avatar de Liz. «Burbank Community College.»
Una pausa.
«Vale.»
Maggie esperó mientras disfrutaba de aquel extraño juego y se preguntó a qué clase de travesuras se dedicaría Liz. ¿Tendría en Second Life el novio que no tenía en la vida real?
El personaje de al-Shafi empezó a hablar. «¿Habéis visto el mapa de Siloam, el último?»
Al cabo de unos segundos se abrió un bocadillo de diálogo encima del avatar de Yariv.
«Lo hemos visto. Hace referencia a una ruta de circunvalación para la conducción principal de agua.»
Jalil al-Shafi: «Sí.»
Yaakov Yariv: «¿Estáis dispuestos a pagar por ella?»
Jalil al-Shafi: «Proponemos tres años a cargo de los fondos de Naciones Unidas y la Unión Europea, hasta que sea autosuficiente.»
Yaakov Yariv: «¿Con acceso a los acuíferos de Jordania?»Jalil al-Shafi: «Eso creemos, pero necesitamos vuestro acuerdo antes de llevar la propuesta a los jordanos.»
Maggie asintió con admiración profesional. Se quitaba el sombrero ante aquellos chicos: se tomaban sus estudios realmente en serio y en lugar de intercambiar trivialidades iban a los detalles de las negociaciones. El agua era precisamente una de las cuestiones que solían pasarse por alto en el conflicto de Oriente Próximo: estaban demasiado pendientes del petróleo. «Fantástico, chicos», pensó Maggie mientras volvía a su curvilínea estudiante.
«¡Qué listos sois! Os lo agradezco un montón, pero creo que para poder seguir con vosotros tengo que estudiar un poco más. ¡Deseadme suerte!»
Después de despedirse, Maggie tecleó por error una de las flechas y su avatar trastabilló; entonces, avergonzada como si de verdad estuviera en la sala con dos posgraduados de Harvard y no encontrara la salida, apretó el botón VOLAR. Efectivamente, su glamouroso avatar se alzó del suelo y, con un poco de ayuda de la flecha ADELANTE, empezó a volar.
Al instante chocó de cabeza contra el edificio contiguo. Maggie vio que su álter ego digital daba un respingo. Pero un momento después estaba planeando sobre el campus de Harvard. Los gráficos eran extraordinariamente detallados, como las proyecciones tridimensionales de un arquitecto, y mostraban el revestimiento de estuco del campanario de Duster House e incluso los quioscos y los soportes para las bicicletas de Harvard Yard.
Siguió volando, con los brazos extendidos y el cuerpo horizontal, como si fuera Superwoman. De vez en cuando descendía para echar un vistazo más de cerca. Vio una mezcolanza de edificios, como si los hubieran construido sin una planificación global, rodeados todos por un ondulante paisaje; no tardó en darse cuenta de que se trataba de casas particulares con jardín. Sobrevoló una extensión de agua en la que distinguió una isla bordeada de cocoteros. Cuando descendió, se abrió un aviso en la pantalla: el anuncio promocional de un concierto que iba a dar allí un roquero de los años ochenta al día siguiente por la noche. Maggie meneó la cabeza, impresionada.
Siguió volando unos minutos más mientras imaginaba a su hermana perdiéndose en aquel mundo de vívidos colores y marcados perfiles. Divisó un grupo de avatares y descendió, con la misma curiosidad que si hubiera visto a una multitud de verdad en una calle que fuera de verdad. Cuando aterrizó, sus rodillas se doblaron.
Las luces de neón lo decían bien claro: aquel era el barrio chino de Second Life. Las figuras llevaban brillantes corsés de látex que, al mover el cursor sobre ellos, mostraban el precio. Látigos, antifaces, tenían de todo. De pronto se sintió desnuda y sus neumáticos pechos se le antojaron un estorbo. Pero era Lola Hepbum. Podía hacer lo que le viniera en gana.
Se acercó a un avatar masculino, una criatura desproporcionadamente musculosa que imaginó que habría sido diseñada pensando en el mercado gay. Al instante surgió un gráfico circular dividido en secciones que correspondían a diversas opciones: CHAT, LIGAR, TÓCAME fueron los primeros que Maggie vio. Vaciló mientras miraba aquellas grotescas figuras generadas por ordenador -una de las cuales era ella- y se preguntó qué diría la gente si la viera en aquella situación: en plena noche, en una sala llena de máquinas de fax abandonadas, una diplomática del gobierno de Estados Unidos en Jerusalén husmeando en lo que parecía material pornográfico de intemet en las horas más negras de la negociación de paz. Se preguntó cómo sería eso de tocar sin tocar de verdad y qué haría esa máquina para simular el contacto. Entonces se acordó del hombre que había dejado durmiendo en la habitación, arriba.
En ese momento, otro hombre, un avatar con barba y pelo al estilo afro de los setenta, había entrado y se había acercado lo bastante para dirigirse a ellos con una línea de texto.
«Shaftxxx Brando: ¿Qué tal, chicos? ¿Cómo va todo?» Maggie apretó al instante el botón VOLAR y salió a toda prisa de allí y del barrio chino. Volvió a planear sobre mares, ciudades y centros turísticos. En una ocasión descendió y se encontró en medio de una perfecta reproducción del centro de Filadelfia pulcramente representado en tres dimensiones.
Volvió a presionar la tecla MAPA y tardó unos segundos en averiguar lo que tenía que hacer. La nostalgia decidió por ella. Tecleó «Dublín» y apretó TELETRANSPORTE.
Un «¡Swooosh!» más tarde se hallaba en un paisaje que, a pesar de haber sido reproducido digitalmente, enseguida le resultó familiar. El agua del Liffey estaba demasiado quieta, pero la zona del Temple Bar estaba allí con todos los bares y tabernas típicas que recordaba de la adolescencia, cuando ella y las otras chicas del colegio de monjas bebían vodka como si fueran marineros rusos. Pero esa noche solo estaba ella y dos o tres colgados más deambulando por Dame Street; parecía un paraje desolado.
Cuando tomó conciencia de la situación, arrugó la nariz con disgusto. Era verdaderamente patético: una mujer contemplando una pantalla en plena noche para recordar su hogar. Se suponía que todo aquello, el ir dando tumbos por el mundo, había acabado; se suponía que debía estar echando raíces con Edward en Washington. Sin embargo, allí estaba, en la penumbra del Business Center de un hotel, pasadas las tres de la madrugada, añorando su hogar gracias a un famoso juego de ordenador. Se recostó en su asiento y se preguntó por qué su plan de sentar la cabeza había fallado. ¿Se había equivocado de ciudad? ¿De hombre? ¿De momento?
Apagó el ordenador, salió de la estancia y se dirigió al ascensor mientras pensaba en el Dublín que acababa de ver. No era como el que ella recordaba, sino más limpio y ordenado y mucho más solitario.
Entró en el ascensor y, cuando las puertas se cerraron tras ella, cayó en la cuenta. «¡Claro!» ¡A eso se refería Shimon Guttman! ¡Viejo astuto! ¿Cómo no se había dado cuenta?
«Vamos, vamos», se dijo, impaciente por regresar a la habitación y despertar a Uri. Los números de los pisos desfilaron hasta que llegó al suyo. Las puertas se abrieron, y ella se asomó con cautela y miró a un lado y a otro, no fuera a ser que los hombres que la seguían desde a saber cuándo, estuvieran esperándola ante la puerta de su habitación. No, no había nadie.
Corrió de puntillas por el pasillo, apenas rozando la moqueta. No quería hacer ruido. Lentamente, metió la tarjeta electrónica en la ranura y esperó a que se encendiera la luz verde. Abrió la puerta y se disponía a llamar a Uri cuando notó un fuerte golpe en la nuca y se desplomó en el suelo sin un gemido.