Jerusalén, miércoles, 13.23 h
El camino de vuelta de Psagot transcurrió lleno de tensión. Maggie no esperó a entrar en el coche para reprender a Uri.
– ¿Cómo se te ha ocurrido mencionar a Ahmed Nur?
– Pensé que podría decimos algo.
– Sí, algo como «largaos de aquí antes de que os mate también a vosotros».
– ¿Crees que Akiva Shapira mató a mis padres? ¿Te has vuelto loca?
Maggie lo dejó estar. Tuvo que recordarse que Uri seguía bajo los efectos del golpe emocional de su doble pérdida. Pero estaba cansada de ir con pies de plomo. La calma y el auto control se imponían en su consulta de mediadora conyugal, pero allí no.
– Dime qué te parece tan descabellado.
– Ya has visto a ese hombre. Es un fanático, igual que mi padre. Se querían.
– Muy bien. Si no ha sido él, ¿quién ha sido?
– ¿Quién ha sido qué?
– Quién ha matado a tus padres. Dime, ¿de quién sospechas?
Uri apartó la vista de la carretera y miró brevemente a Maggie, como si no diera crédito a lo que oía.
– ¿Sabes?, no estoy acostumbrado trabajar así.
– Así ¿cómo?
– Con otra persona. Cuando ruedo una película, lo hago todo yo solo. Preparo las entrevistas, ruedo las tomas, hago el montaje. No estoy acostumbrado a tener al lado a una jovencita irlandesa que mete las narices en todo.
– No soy ninguna «jovencita irlandesa», gracias. Esa clase de basura sexista puede que te funcione en Israel, pero no conmigo. ¿De acuerdo?
Uri le lanzó una mirada rápida. -Vale, vale.
– Y, ¿sabes qué te digo?, yo tampoco estoy acostumbrada a esto. Cuando entro en una habitación, lo hago sola. Únicamente están las dos partes litigantes y yo.
– ¿Cómo es eso?
– Porque me parece que funciona mejor. Ni ayudantes ni consejeros…
– No. Me refiero a cómo es que te dedicas a esto. ¿Cómo has llegado a ser tan buena?
Maggie supuso que intentaba compensar el comentario de la «jovencita irlandesa».
– ¿Te refieres a mi trabajo como mediadora?
– Sí.
Se disponía a contarle la verdad, a decirle que hacía tiempo que no participaba en unas negociaciones internacionales y que la última disputa en la que había mediado había sido por el régimen de visitas de fin de semana entre los padres de Nat, Joey y Ruby George, de Chevy Chase, Maryland. Pero se abstuvo.
– Supongo que lo aprendí en casa -contestó.
– No digas más, tus padres solían discutir todo el tiempo y tú eras la pacificadora.
– No, no seas tonto. -En el fondo estaba impresionada, pues los hogares rotos eran un antecedente muy común entre los mediadores conyugales-. Más bien fue al contrario. Mis padres formaban un matrimonio firme como una roca, el mejor del barrio, aunque eso no significaba gran cosa porque allí todos se pasaban el día discutiendo y peleándose. Los maridos se emborrachaban y las mujeres se lo montaban hasta con el lechero. Siempre acababan acudiendo a mi madre en busca de consejo.
– ¿y tú la observabas?
– Nunca lo pensé. Pero las parejas llamaban a la puerta para pedirle que mediara entre ellos. «Veamos qué dice la señora Costello» era la frase que corría por el barrio. Yo la veía hacerlo, de modo que supongo que algo de aquello se me debió de contagiar.
– Tu madre debe de estar muy orgullosa de ti.
– Los dos lo están.
Uri no dijo más; el ronroneo del motor llenó el silencio.
Maggie se reprochó la torpeza de haberse referido a sus padres en presente y con tanta despreocupación delante de Uri; se había dejado llevar. No era habitual que le preguntaran sobre su vida, y había disfrutado la oportunidad de contestar. A Uri, que se ganaba la vida haciendo que la gente hablara de sí misma, seguro que le había parecido de lo más natural, pero ella no recordaba la última vez que alguien le había preguntado «¿Cómo te convertiste en mediadora?». De repente cayó en la cuenta de que tampoco Edward se lo había preguntado.
Mientras regresaban a toda velocidad a Jerusalén dejando atrás calles abarrotadas de palestinos que avanzaban despacio si es que avanzaban, Maggie se concentró en la entrevista que acababan de mantener con Shapira. El hombre se había expresado con bastante claridad. Guttman le había hablado de su hallazgo -«Lo que yo sé, usted no quiere saberlo»-, y Shapira había llegado a la conclusión de que el gobierno israelí lo había matado por eso. Pero Shapira era un engreído presuntuoso. ¿Por qué no le había dicho a Uri lo que su padre había descubierto? Quizá porque ella estaba presente, pero eso no tenía sentido: si aquel hombre hubiera tenido un palo que poder arrojar a las ruedas del proceso de paz, habría aprovechado la ocasión de blandirlo ante una representante de los estadounidenses. ¿Era posible que Shapira no supiera nada y que solo pretendiera presentar a los Guttman como los mártires de la causa?
Estaba demasiado perdida en sus reflexiones, lo mismo que Uri, para darse cuenta de lo que tenían detrás: un pequeño Subaru blanco que se mantenía a una distancia de tres coches sin perderlos de vista en ningún momento.
Habían vuelto a casa de Rachel y Shimon Guttman. Cuando Uri abrió y la dejó pasar, Maggie se estremeció. En la casa no hacía frío, pero la atmósfera resultaba igualmente glacial. Aquellos habían sido por dos veces los dominios de la muerte. Admiró a Uri por tener el valor de poner el pie allí dentro.
El felpudo estaba cubierto de sobres y notas de condolencia; sin duda muchas de ellas del extranjero. En esos momentos la gente estaría en casa de la hermana de Uri, donde la shivá por su padre continuaría y donde tendría lugar la de la madre una vez que fuera enterrada. A Maggie le preocupaba que Uri se ausentara de un proceso que podía hacerle bien. Sabía por experiencia que ese tipo de ceremonias no eran para los muertos sino para los vivos, para que tuvieran algo que hacer y en lo que distraerse. Si tienes que saludar y hablar con docenas de amigos y parientes durante horas, no te queda tiempo para deprimirte. Sin embargo, allí estaba Uri, con ella, rechazando aquel sedante contra el dolor.
– Es aquí.
Uri encendió la luz de una habitación que afortunadamente se hallaba en el otro extremo de la casa respecto a la cocina donde habían encontrado el cadáver de Rachel Guttman. Era pequeña y tenía las paredes llenas de libros, del suelo al techo. También había montones de papeles por todas partes. En medio había un escritorio, en realidad una simple mesa con un ordenador, un fax y unos cuantos artilugios electrónicos, entre ellos una cámara de vídeo. Fue lo primero que Maggie examinó: dentro no había ninguna cinta.
– ¿Por dónde demonios empezamos? -preguntó. Uri la miró.
– Bueno, podrías hacer un curso intensivo de hebreo, así solo tardaríamos unos cuantos meses. -Maggie sonrió. Fue lo más cercano a una risa que habían compartido desde que se habían conocido-. Echa un vistazo al ordenador. Hay mucho material en inglés. Yo empezaré con esos montones de papeles.
Maggie tomó asiento y apretó el botón de encendido. -¿Te importa pasarme el móvil, Uri?
Él sacó la bolsa de plástico transparente que habían recogido en el hospital, en el camino de regreso de Psagot. Dentro se encontraban los «objetos personales del difunto», lo que su padre llevaba encima cuando lo mataron. Metió la mano, cogió el teléfono y se lo entregó a Maggie. Ella lo conectó y seleccionó la bandeja de mensajes de entrada. «Vacía.» Luego la bandeja de mensajes enviados. «Vacía.»
– ¿Estás seguro de que tu padre solía enviar mensajes de texto?
– Ya te lo he dicho. A mí me envió unos cuantos. Cuando yo estaba de servicio en la frontera del Líbano, nos pasábamos el día enviándonos mensajes.
– Entonces han limpiado este teléfono.
– Eso creo yo también.
– Lo que significa que seguramente habrán hecho lo mismo con su cuenta de correo electrónico. El que le hizo eso a tu madre probablemente pasó también por este despacho. Pero echemos un vistazo.
En la pantalla del monitor apareció el habitual escritorio.
Maggie fue directamente a la cuenta de correo. Se abrió una ventana solicitando la contraseña. Maldijo para sus adentros. -Uri…
Él sostenía contra el pecho un montón de papeles que iba creciendo a medida que examinaba uno a uno los folios de la pila que había en el escritorio y los añadía a su montón. Maggie comprendió que iba a ser una tarea muy lenta.
– Intenta Vladimir.
– ¿Vladimir?
– Sí. Jabotinski, el fundador del sionismo revisionista. El primer teórico de la línea dura y el héroe de mi padre.
Maggie introdujo la contraseña, y la pantalla se llenó silenciosamente con correo electrónico. Uri sonrió.
– Siempre usaba ese nombre. Escribía cartas de amor a mi madre firmando con él.
Maggie recorrió rápidamente con la vista los mensajes sin abrir. No habían dejado de llegar desde la muerte de Guttman: boletines del Jerusalem Post, de un fondo de pensiones de soldados; circulares de Arutz Sheva, la emisora de radio de los colonos.
Retrocedió, a los que habían llegado antes de su muerte, pero se encontró con lo mismo… ¡Un momento! Había algunos personales: una petición para que hablara en una manifestación que iba a celebrarse el miércoles -eso significaba ese día-, unas preguntas de la televisión alemana, una invitación a un coloquio-debate en la BBC… Siguió mirando, esperando encontrar algún mensaje de Ahmed Nur o cualquier cosa que pudiera ayudar a explicar las febriles palabras que Rachel Guttman le había dicho en aquella misma casa dos días antes. Miró en la bandeja de mensajes enviados, pero allí tampoco había nada destacable y, desde luego, ninguna comunicación con Nur. «Pero ¿cómo puedes ser tan tonta?», se dijo, y empezó a buscar el nombre que había descifrado: Ehud Ramon, segura de que hallaría algo. Sin embargo, no aparecía ni en la bandeja de entrada ni en la de enviados. Nada.
Cabía la posibilidad de que su conjetura fuera cierta y el asesino de Rachel Guttman hubiera pasado por allí para borrar metódicamente todos los correos y mensajes importantes. Miró también en la papelera de reciclado, por si acaso, pero allí tampoco había nada desde el sábado, el día de la muerte de Guttman. Aquello indicaba que alguien lo bastante hábil para no dejar rastro había manipulado el ordenador o que simplemente el difunto evitaba utilizar el correo electrónico para las comunicaciones importantes.
– ¿Estás seguro de que tu padre utilizaba el correo electrónico?
– ¿Bromeas? Todo el tiempo. Ya te he dicho que para un hombre de su edad mi padre era muy moderno. Incluso jugaba con juegos de ordenador. Además, era el típico paladín de su causa. La gente como él vive en intemet.
Aquello le dio una idea. Cerró el correo y miró en el buscador de intemet. Lo abrió y fue directamente a FAVORITOS. Había unos cuantos periódicos en hebreo, la BBC, el New York Times, e-Bay, el Museo Británico, Fax News… «Mierda.» Su corazonada no había funcionado. Cerró el buscador y clavó la vista en el escritorio, que en esos momentos se le antojaba una especie de pared electrónica de ladrillos.
Miró los iconos. Unos cuantos documentos de Word, que abrió. Vio «Yariv l doc» y el corazón le dio un vuelco, pero no era más que una carta abierta, en inglés, dirigida al primer ministro y con el encabezamiento «A la atención del Philadelphia Inquiret», Fuera lo que fuese lo que Guttman había querido comunicar a Yariv, no lo había dejado por allí.
Entonces, en la esquina inferior de la pantalla, vio un icono que también estaba en su ordenador pero que nunca utilizaba. Lo seleccionó y vio que se trataba de otro navegador de intemet, solo que menos conocido. Miró en FAVORITOS, que allí figuraba con el nombre de BOOKMARKS, y encontró uno: «gmail.com».
Era lo que había estado buscando: una cuenta de correo electrónico independiente de la principal y escondida. Allí, no le cabía duda, estaría la verdadera correspondencia de Guttman.
Apareció otra ventanilla solicitando el nombre del usuario y una clave. Tecleó «Shimon Guttman» y «Vladimir», pero no hubo suerte. Intentó «Shimon» a secas, y tampoco. Luego probó lo mismo con mayúsculas y minúsculas, junto y separado. Ninguna combinación funcionó.
– Uri, aparte de Vladimir, ¿qué otra contraseña podría utilizar tu padre?
Probó con «Jabotinski», ‹jaba», «Vladimirl» y lo que le parecieron un centenar de permutaciones. No hubo suerte. Y entonces se le ocurrió. Sin pensarlo dos veces, cogió su móvil y marcó un número.
– Con el despacho de Jalil al-Shafi, por favor.
Uri dio un respingo y se le cayeron al suelo un montón de papeles.
– Pero ¿qué demonios estás…?
– Por favor, quisiera hablar con el señor al-Shafi. Soy Maggie Costello, del departamento de Estado de Estados Unidos -dijo en su tono más amable-. ¿Señor al-Shafi? ¿Recuerda que me dijo que Ahmed Nur, antes de morir, había recibido una serie de correos electrónicos muy misteriosos pidiéndole una reunión? Eso es, firmados con un nombre árabe que la familia de Nur no conocía. Sí. Necesito que me diga ese nombre. Le aseguro que no se lo diré a nadie, puede estar tranquilo.
Dos veces le pidió que lo deletreara para estar segura de que no faltaba ninguna letra; sabía que no contaba con un margen de error. Dio las gracias al negociador palestino y colgó. -¿Hablas algo de árabe, Uri?
– Un poco.
– Vale. ¿Qué significa «nas tayíb»?
– Eso es fácil, quiere decir «buen hombre».
– Ya… Y si lo tradujéramos al idioma alemán sería «Guttman», ¿verdad?