Capitulo 30

Jerusalén, el jueves anterior

A Shimon Guttman le temblaba la mano cuando metió la llave en la cerradura. El trayecto de regreso a casa había transcurrido en la confusión mientras que su mente pasaba de la excitación al sobresalto. En todos los años que llevaba en Jerusalén, nunca había temido que le robaran, pero ese día miraba sin cesar por encima del hombro y observaba con ojos suspicaces a todo el mundo. Se imaginaba la tragedia: un desaprensivo lo abordaba en plena calle y le exigía que vaciara los bolsillos. No podía permitir que le ocurriera tal cosa. No ese día ni con aquello en la mano.

– ¡Estoy en casa! -avisó al entrar, rogando que no hubiera respuesta, rezando para estar solo. -¿Eres tú, Shimon? -Su esposa.

– Sí. Voy un momento a mi estudio. No tardo.

– ¿Ya has comido?

Shimon hizo caso omiso a la pregunta que le habían formulado, fue directo a su escritorio y cerró la puerta. Con el brazo apartó a un lado un montón de trastos-una cámara de vídeo, una grabadora digital y una pila de papeles- para despejar el escritorio. Lentamente, sacó la tablilla que Afif Aweida le había dado una hora antes. Durante la última parte del camino de regreso la había mantenido envuelta en un pañuelo para evitar que entrara en contacto con el sudor de su mano.

Mientras la desenvolvía y volvía a leer aquellas pocas palabras, sintió un estremecimiento de expectación. En el mercado solo le había dado tiempo de descifrar el comienzo de la inscripción. El resto seguía envuelto en el misterio. Para descifrar el texto completo tendría que examinarlo muy de cerca y recurrir a sus libros de consulta más antiguos. Le llevaría toda una noche de trabajo.

La idea le emocionó. No se había sentido así desde… ¿cuándo? ¿Desde su trabajo en. el yacimiento de Bet Alpha, donde había descubierto las casas adyacentes a la sinagoga que demostraban la existencia de un asentamiento judío del período bizantino? ¿Desde sus trabajos en Masada, siendo estudiante de Yigal Yadin? No, el júbilo que sentía era muy diferente. Lo que más se le parecía, aunque le avergonzaba reconocerlo, era el momento en que, siendo un tímido muchacho de dieciséis años, perdió la virginidad con Oma, la belleza de diecinueve años del kibutz. Igual que entonces, la emoción que lo embargaba era casi explosiva.

«Yo Abraham, hijo de Terach…»

Estaba impaciente por averiguar lo que decía, pero sentía un nudo en las tripas. ¿Y si estaba equivocado? ¿Qué pasaría si ese resultaba ser un caso de identidad errónea?

Intentó tranquilizarse. Se levantó, dio una vuelta por el despacho estirando los brazos y masajeándose las sienes y volvió a sentarse. Lo primero era confirmar que aquellas eran realmente las palabras de Abraham; su significado podía esperar. Respiró hondo y se puso manos a la obra.

El texto estaba escrito en babilonio antiguo. Eso encajaba: era el dialecto que se hablaba dieciocho siglos antes de Cristo, en la época en que se creía que había vivido Abraham. Volvió a examinar el texto. Su autor decía que el nombre de su padre era Terach e identificaba a sus hijos como Isaac e Ismael.

Cabía la posibilidad de que hubiera otros Abraham que fueran hijos de Terach, incluso que hubieran vivido en la misma época y lugar. Esos otros Abraham podrían haber tenido dos hijos. Pero ¿dos hijos que se llamaran precisamente Isaac e Ismael? Eso ya era demasiada coincidencia. «Tiene que tratarse de él.»

La puerta se abrió. Instintivamente, Shimon cubrió la tablilla con la mano.

– Hola, chamoudí. No esperaba que volvieras. ¿No se suponía que tenías que estar con Shapira? «Mierda. La reunión»

– Sí, se suponía. Ahora lo llamo.

– ¿Qué ocurre, Shimon? Estás sudando.

– Es que fuera hace calor, y he corrido.

– ¿Por qué?

– ¿A qué vienen tantas preguntas? -exclamó-. ¡Déjame solo, mujer! ¿No ves que estoy trabajando? -¿Qué tienes en la mesa?

– ¡Rachel!

Ella salió dando un portazo.

Intentó calmarse y volvió al texto. Siguió con la vista la línea donde el autor mencionaba Ur como su lugar de nacimiento, la ciudad de Mesopotamia donde Abraham había nacido. Vio el sello en el reverso de la tablilla, en el espacio entre el texto y la fecha, abajo de todo, y se repetía en otra esquina yen los bordes. No lo habían hecho con un cilindro, el tipo de sello utilizado por los reyes y los nobles y que consistía en un fragmento de piedra redondo y tallado que se hacía rodar sobre la blanda arcilla. Tampoco era la serie de incisiones en forma de media luna efectuadas en el barro por la uña del firmante. No. Se trataba de una marca mucho menos frecuente, Guttman la reconoció al instante y se emocionó profundamente.

Se trataba de una forma toscamente circular compuesta por una serie de líneas entrecruzadas. Shimon solo la había visto un par de veces, una de ellas en una fotografía. Era el resultado de presionar en la arcilla el nudo de los flecos de una prenda masculina, el tipo de prenda que llevaban los hombres de Mesopotamia en la época de Abraham. Aquellas prendas con flecos habían desaparecido a lo largo de la historia, salvo una excepción: la estola de oración de los judíos. Shimon solo tenía que salir a la calle y buscar a un judío ortodoxo, esperando el autobús o comprando el periódico, que llevara la misma prenda casi cuatro mil años después. Y allí estaba la misma marca, profundamente impresa por Abraham, el hijo de Terach.

Al margen de lo que dijera el mensaje, la importancia de aquella tablilla, de apenas unos diez centímetros de alto por ocho de ancho y uno y medio de grosor, no podía sobreestimarse. Sería la primera evidencia arqueológica significativa de la Biblia que se descubría. Estaba el Obelisco Negro de Salmanasar IIl, que se exhibía en el Museo Británico junto a las momias y los faraones. Una de las cinco escenas que aparecían en el obelisco mostraba al rey judío Jehu rindiendo pleitesía al monarca asirio. Jehu figuraba entre los personajes de la Biblia, y ese obelisco, hallado hacia el siglo XIX por Henry Layard, corroboraba su existencia.

Pero Jehu era un personaje secundario en la gran historia bíblica. De sus protagonistas principales, desde los patriarcas hasta Moisés y Josué, no había la menor constancia arqueológica. Al menos hasta ese instante. Ante sus ojos tenía la prueba material de la existencia del más importante de los antepasados.

Sin duda, parecía demasiado bueno para que fuera verdad. ¿y si la tablilla era falsa? Recordó el gran escándalo que había estremecido a los eruditos e historiadores de todo el mundo y que él y sus amigos habían seguido con una mezcla de horror y fascinación. En 1983, el historiador británico Hugh Trevor-Roper declaró genuinos unos diarios de Hitler y pagó por ello con su reputación. Su error fue muy sencillo; quiso creer que eran auténticos. En esos momentos, sentado en su casa de Jerusalén, Guttman comprendía cómo había tenido que sentirse Trevor-Roper, porque él también deseaba desesperadamente que aquella tablilla fuera lo que parecía.

Observó la arcilla marrón-rojiza, precisamente del tipo que cualquier especialista atribuiría al Irak de aquel período. Estaba agrietada y gastada, y tenía el aspecto que solían tener las piezas de esa época. Se acercó la tablilla a los ojos. El ángulo de las inscripciones cuneiformes y todos los caracteres silábicos eran como debían ser. Y también las palabras. Las frases y su formulación encajaban con el período histórico. «Ante los jueces…» En todo el mundo solo había media docena de personas capaces de falsificar un objeto con tanta precisión, y él, Guttman, era una de ellas.

Pero una falsificación no tenía sentido. Trevor-Roper se había pillado los dedos con los diarios de Hitler porque había pasado por alto el elemento esencial: alguien se los había llevado para que ratificara su autenticidad. Una gran fortuna dependía de su veredicto. El riesgo de una estafa siempre estaba ahí.

Pero aquella tablilla no era lo mismo. Nadie había acudido a él intentando colocársela como el testamento de Abraham. Había sido más bien al contrario: él la había encontrado. De no haber sido por su impulsiva visita a Aweida, la tablilla seguiría en el mercado, en una estantería, esperando que algún coleccionista desconocido la comprara. Una sonrisa cruzó el rostro de Guttman. La lógica estaba de su lado…

Para creer que era una falsificación, tenías que creer en una serie de supuestos a cual más fantasioso: que alguien se había tomado la molestia y había corrido con los gastos de grabar una tablilla de arcilla para que pareciera una reliquia mesopotámica de cuatro mil años de antigüedad; que entonces el falsificador había puesto esa mercancía en manos de un comerciante de antigüedades con la esperanza de que el destino llevara hasta su tienda a uno de los pocos expertos mundiales en escritura cuneiforme; que dicho experto la vería entre todos los demás objetos de la tienda, la cogería y que comprendería su significado. y todo eso para qué. ¿Qué ganaría con eso el falsificador? Dinero no, desde luego, pues Guttman no había pagado nada al comerciante, que por su parte no tenía ni idea de lo que estaba entregando. No, si fuera una falsificación, el falsificador la habría llevado personalmente a Guttman y habría pedido millones de dólares.

La fría y racional verdad decía que tenía más sentido creer que la tablilla era auténtica que pensar lo contrario. La lógica respaldaba lo primero y no lo segundo. Tenía que ser genuina.

La mente le funcionaba a toda velocidad. ¿Cómo era posible que hubiera llegado hasta allí? Estaba claro que había aparecido en Jerusalén como resultado del imparable flujo de antigüedades que salía de Irak desde la caída de Saddam. Si lo había hecho vía Beirut, Ammán o Damasco, poco importaba. Tampoco había manera de saber si había sido hallada recientemente o robada de alguna colección, incluso de algún museo. Quizá las autoridades del régimen de Saddam la habían escondido o quizá nunca habían llegado a comprender su verdadero significado.

Lo que fascinaba a Guttman era el recorrido anterior de la tablilla. Había sido escrita en Hebrón, el lugar donde Abraham estaba enterrado, un lugar tan sagrado para el judaísmo que Guttman y sus colegas radicales habían decidido restaurar la presencia judía en él poco después de 1967. ¿Significaba eso que Abraham había vivido sus últimos días en Hebrón? Sus dos hijos habían participado en el entierro, pero ¿acaso la tablilla daba a entender que los dos herederos habían protagonizado una escena en el lecho de muerte del padre? ¿Se había producido una disputa que el patriarca había intentado zanjar?

Guttman se preguntaba cómo era posible que la tablilla hubiera regresado a la tierra natal de Abraham, Mesopotamia. Quizá alguno de sus hijos la había devuelto allí. En la Biblia no mencionaba que Isaac hubiera regresado a Ur, pero quizá lo había hecho Ismael, para ver la tierra donde había empezado todo.

Guttman comprendió que aquello podía convertirse en la labor de su vida. Traducir la tablilla, descifrar su historia y exhibirla en los museos más importantes del mundo. Su nombre quedaría consagrado para la eternidad. Se conocería como la tablilla Guttman, saldría en televisión, recibiría homenajes en el Museo Británico, lo agasajarían en la Smithsonian. Los académicos de todo el mundo repetirían una y otra vez cómo había encontrado el documento fundacional de la civilización humana en un mercado callejero una calurosa tarde en Jerusalén.

Aquel pequeño y silencioso objeto le estaba enseñando algo inesperado sobre sí mismo. Se daba cuenta de que, a pesar de sus años de activismo político, seguía siendo ante todo arqueólogo. El simple descubrimiento de la tablilla, al margen de su significado final, lo emocionaba como erudito. Era la conexión con Abraham, la noción de que, al igual que aquellos telescopios de Nuevo México, había establecido contacto con un mundo muy lejano, lo que lo fascinaba más que cualquier otra cosa.

Sin embargo, no podía acallar sin más la otra voz de su cabeza, la del activista político. Le había estado llamando desde el principio, desesperada por conocer el exacto significado de aquel mensaje, y en esos momentos hervía de impaciencia. Guttman se levantó a buscar los cuatro libros clave que necesitaba para descifrar la escritura cuneiforme y entonces se puso a trabajar.

Yo, Abraham, hijo de Terach, ante los jueces doy testimonio de lo siguiente. La tierra adonde llevé a mi hijo para sacrificarlo al Altísimo, el monte Moria, esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos, de cuyos nombres dejo constancia: Isaac e Ismael. Así pues, ante los jueces declaro que el monte sea legado como sigue…

Guttman no pudo evitar sentirse nuevamente abrumado.

Allí estaba Abraham refiriéndose a uno de los episodios determinantes de la cultura del mundo, el akeda, cuando el gran patriarca llevó a su hijo al monte Moria para sacrificarlo al dios del que se había convertido en el primer creyente. Durante siglos los judíos se habían esforzado por comprender qué clase de padre era capaz de matar a su propio hijo y qué clase de dios podía exigirle semejante cosa. Pero no cabía duda, Abraham había estado dispuesto a hacerlo: levantó la espada y solo se detuvo porque se le apareció un ángel para comunicarle que, después de todo, Dios no le pedía que sacrificara a su hijo. Ese momento vincularía para siempre a Abraham y a Isaac y a sus hijos con Dios, sellando el pacto de Dios con los judíos. Ahí tenía una prueba textual de aquel episodio. Pero no era eso lo que aturdía a Guttman. Volvió a leer las palabras, sílaba a sílaba, por si había cometido algún error.

El monte Moria, esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos, de cuyos nombres dejo constancia:

Isaac e Ismael.

Monte Moria. El Monte del Templo, el lugar más sagrado del judaísmo. La tradición sostenía que ese lugar, donde el ángel había salvado a Isaac, era el centro del mundo, la piedra angular sobre la que se había construido el universo. Los judíos de la antigüedad habían levantado allí su templo y, cuando fue destruido por los babilonios, volvieron a levantarlo. En esos momentos, todo lo que quedaba de él era el Muro Occidental, pero el lugar seguía siendo el centro espiritual de la fe judía.

Sin embargo, el monte Moria también era un lugar sagrado para los musulmanes, que remontaban su ascendencia a Ismael. Para ellos era Haram al-Sharif, el Noble Santuario, el lugar donde Mahoma había ascendido a los cielos en su caballo alado. Después de La Meca y de Medina, Haram era el lugar más sagrado del islam.

… esa tierra se ha convertido en fuente de discordia entre mis dos hijos, de cuyos nombres dejo constancia: Isaac e Ismael. Así pues, ante los jueces declaro que el monte sea legado como sigue…

En ese punto los caracteres resultaban más borrosos, como si la inscripción fuera menos profunda. Guttman abrió un cajón de la mesa y sacó una lupa. Algunas formas eran nuevas y requerían que las comprobara con otros textos y buscara las repeticiones que quizá sugirieran un uso específicamente local. Transcurridas más de dos horas, lo había logrado.

Guttman se aferró entonces al escritorio. Necesitaba notar la solidez de la madera, su materialidad. La enormidad de aquellas palabras saltaba a la vista. Olvidadas quedaban la fama y la gloria de un descubrimiento sin precedentes: lo que tenía delante iba a cambiarlo todo. La gente había luchado durante milenios por el control de aquel lugar sagrado creyendo ser los hijos de Abraham. A lo largo de distintas épocas, judíos, musulmanes y cristianos lo habían reclamado como propio en la creencia de ser sus legítimos herederos. Y en ese momento, él, Shimon Guttman, estaba en posesión del documento que zanjaría la cuestión para siempre. Todos los que se consideraban descendientes de Isaac e Ismael, judíos y musulmanes, se veían obligados a atenerse a aquel mensaje, a las palabras del gran padre. Aquello lo cambiaría.

Buscó frenéticamente el teléfono y entonces se dio cuenta de que no sabía de memoria el número de teléfono que debía marcar. Conectó el ordenador y lo buscó a toda prisa en intemet Buscó la página de contactos y marcó.

– Soy el profesor Shimon Guttman -dijo con voz ahogada-. Tengo que hablar con el primer ministro.

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