Capitulo 28

Jerusalén, jueves, 00.46 h

Su primera parada fue en la comisaría central de policía de Tel Aviv, donde Uri y Maggie dejaron a un abatido Eyal para que denunciara la desaparición de su padre. El hijo de Kishon parecía convencido de que, fuera cual fuese la maldición que había acabado con Shimon y Rachel Guttman, esta había pasado a afectar a su familia como si de un virus contagioso se tratara.

Entretanto, mientras conducía, Uri siguió haciendo averiguaciones a través del móvil, preguntando en distintos directorios y recabando información sobre Afif Aweida. La compañía telefónica le dijo que había al menos dos docenas de abonados con ese nombre, pero la lista se reducía a nueve en la zona de Jerusalén. Uri tuvo que recurrir a sus dotes persuasivas para que la telefonista le leyera los datos de cada uno. Había un dentista, un abogado, seis que constaban como números residenciales y un Afif Aweida registrado como anticuario en la calle Suq elBazaar, en la Ciudad Vieja. Uri sonrió y se volvió hacia Maggie.

– . Eso está en el shouk, y ese es nuestro hombre.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Porque mi padre ya tenía dentista y abogado, y no se puede decir que sus amigos árabes se contaran por millares. Las antigüedades eran lo único que podían haberle empujado a tratar con un árabe.

Mientras se acercaban a Jerusalén, pasada la medianoche, Uri se preguntó si no deberían dirigirse al mercado de la Ciudad Vieja sin más demora, pero al final tuvo que admitir que sería inútil ya que todos los comercios estarían cerrados. A menos que tuvieran la dirección de su domicilio, y no solo la de su tienda, les sería imposible localizarlo.

Detuvo el coche entre los taxis aparcados ante el hotel Citadel y tiró ostentosamente del freno de mano para indicar que el viaje había terminado.

– Bueno, señorita Costello, fin del trayecto. Todos los pasajeros bajan aquí.

Maggie le dio las gracias y abrió la puerta, pero antes de salir, se volvió y preguntó:

– ¿Una última copa?

Enseguida se dio cuenta de que Uri no era un gran bebedor: daba vueltas a su vaso de whisky con agua como si fuera un líquido escaso y valioso que hubiera que admirar más que consumir. En cambio, ella, en comparación -apuró la copa de un trago rápido y pidió otra-, parecía claramente lo contrario.

– Bueno, ¿y qué me cuentas de lo tuyo con el cine? -le preguntó mientras se quitaba los zapatos por debajo de la mesa que habían escogido en el rincón y disfrutaba del cosquilleo de alivio que le subía por los pies.

– ¿A qué te refieres?

– A cómo es que has resultado ser bueno en ese trabajo.

Uri sonrió, se daba cuenta de que estaba devolviéndole su propia pregunta.

– No sabes si soy bueno.

– Yo diría que sí. Te comportas como alguien que tiene éxito en lo que hace.

– Vaya, es muy amable por tu parte. ¿Has visto The Truth About Boys?

– ¿Aquella película que seguía a cuatro adolescentes? La vi el año pasado. Me pareció estupenda. -Gracias.

– ¿Era tuya?

– Era mía.

– ¡Anda! Era increíble lo que aquellos chavales contaban ante la cámara. Eran tan sinceros que pensé que había una cámara oculta o algo así. ¿Cómo conseguiste que lo hicieran? -No había cámaras ocultas de ningún tipo, pero sí hay secreto. Y no se puede divulgar porque es comercialmente muy sensible.

– Yo soy buena guardando secretos.

– Lo único que has de hacer, y eso es realmente la clave de todo, es… No. No puedo contártelo. -La miró con aire burlón, fingiendo suspicacia-. ¿Cómo sé que puedo confiar en ti? -Sabes que puedes confiar en mí.

– El secreto está en escuchar. Lo único que tienes que hacer es escuchar.

– ¿y dónde lo aprendiste?

– Con mi padre.

– ¿De verdad? No me lo imaginaba como la clase de personas que escuchan.

– No lo era. Mi padre era de los que hablan. Y eso significaba que nosotros teníamos que escuchar. La verdad es que al final lo hacíamos muy bien. -Sonrió y tomó otro sorbo del líquido ambarino. A Maggie le gustó el brillo que le ponía en los ojos y la boca. Se dijo que Uri tenía una cara de esas que a uno le gusta mirar-. De todas maneras, tú solo contestaste a la mitad de mi pregunta. Me explicaste cómo llegaste a ser mediadora, pero no por qué.

– Tú me preguntaste «cómo fue».

– De acuerdo, entonces cuéntame el porqué.

Maggie lo observó recostarse en su asiento, relajarse por primera vez desde que se habían conocido. Era consciente de que aquel momento representaba una especie de respiro para él, un paréntesis en su duelo, la oportunidad de olvidarse durante un rato de la carga que llevaba soportando desde hacía cuatro días. Y también sabía que se trataba de un estado de ánimo pasajero que no podía durar. Aun así, no podía evitar disfrutar de aquel momento de intimidad entre ellos. No pasaría por alto su pregunta con una broma o cambiando de tema, como había aprendido a hacer con los incontables hombres que se le habían acercado en los bares de distintas capitales extranjeras. Esta vez pensaba ser sincera.

– El porqué suena tan sensiblero que nadie habla ya de ello.

– Me gusta lo sentimental.

Maggie lo miró fijamente, como si estuviera a punto de entregarle un objeto delicado.

– La primera vez que estuve en el extranjero trabajé de voluntaria en Sudán. En aquellos momentos, el país se hallaba en plena guerra civil. Un día, volvíamos en coche y vi una aldea que había sido completamente arrasada. Había cadáveres en la cuneta, miembros, todo lo que quieras imaginar. Pero lo peor eran los niños, vivos, deambulando sin rumbo entre los cadáveres. Como zombis. Habían visto escenas más atroces, cómo descuartizaban a sus padres y violaban a sus madres. Después de eso me dije que si podía hacer algo, lo que fuera, para evitar que una guerra se prolongara un día más, valdría la pena.

Uri no dijo nada, se limitó a seguir mirándola a los ojos. -Por eso -añadió Maggie- se me ha hecho tan difícil mantenerme alejada de todo durante este tiempo.

Él frunció el entrecejo.

– No te lo he contado, ¿verdad?-prosiguió Maggie-.

Esta es mi primera misión desde hace más de un año. Me han sacado del retiro. -Apuró su copa-. Del retiro forzoso. -¿Qué pasó?

– Estaba en África. Otra vez. De mediadora en el Congo, una de esas guerras de las que nadie habla y que a nadie le importa un comino aunque hayan muerto millones de personas. El caso es que, aunque tardamos dieciocho meses, conseguimos sentar a todas las partes a la mesa de negociaciones. Faltaban días para firmar un acuerdo, puede que semanas, pero estábamos cerca, muy cerca. Entonces yo… -Maggie alzó la vista para ver si él seguía con ella, y así era, su concentración era absoluta-. Cometí un error. Un error grave, muy grave. -La voz se le quebró-. Y por culpa de ese error, por mi culpa, las negociaciones se rompieron y no hubo acuerdo.

»Tuve que abandonar el Congo unos días después, y cuando lo hice, cuando salía por la carretera principal camino del aeropuerto, volví a verlos. Aquellos rostros, aquellos niños, adolescentes jóvenes… con la mirada perdida. Y comprendí que estaban así por mi culpa, porque yo la había cagado sin remedio. -Una lágrima le rodó por la mejilla-. Esos rostros me perseguirán mientras viva, haga lo que haga y vaya a donde vaya.

Uri entonces dejó el vaso, se inclinó hacia delante y le tomó la mano. Se la sostuvo un momento. Luego, por fin, se levantó, alzó a Maggie con él y la cabeza de ella se apoyó en su pecho. Sin decir palabra, le acarició el pelo una y otra vez, pero solo logró que las lágrimas fluyeran con mayor rapidez.

Subieron a su habitación en silencio. Después de cerrar la puerta, permanecieron abrazados hasta que, sin que supieran quién de los dos lo había provocado, sus labios se tocaron. Se besaron suavemente, tímidamente, sus lenguas rozándose apenas.

Las manos de ella fueron las primeras que se movieron, se apoyaron en su pecho y notaron su firme musculatura. Él la acarició con suavidad, su mano derecha se deslizó por su costado hasta el pecho y su roce la hizo estremecer de placer. Pero cuando la mano izquierda de Uri se internó en el resquicio entre su camisa y su falda y sus dedos tocaron su piel desnuda, ella se apartó.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre?

Maggie retrocedió a trompicones hasta quedar sentada en la cama. Estiró el brazo y encendió la luz, rompiendo así el hechizo del momento.

– Lo siento. Lo siento -dijo, meneando la cabeza y evitando la mirada de Uri-. No puedo hacerlo.

– ¿Por el hombre que te espera en casa?

Edward debería ser el motivo, pensó Maggie con una punzada de culpabilidad, pero no era así.

– No. No es eso.

Uri volvió la cara. Su mirada había cambiado, como si un velo protector hubiera caído sobre sus ojos.

– Uri, por favor, deja que te lo explique.

Él la miró fijamente y luego se dejó caer en la silla que había junto al escritorio.

– Mira, no te lo he contado todo sobre mi error, el que cometí en África. No fue un… -Se esforzó por hallar las palabras adecuadas-. No fue un error profesional. No tiré por la borda las negociaciones. -Sonrió con amargura al darse cuenta del desliz semántico que acababa de cometer-. Me tiré a uno de los negociadores. Ese fue mi error. El jefe de uno de los bandos rebeldes. -Miró a Uri creyendo que hallaría en su rostro una expresión de desaprobación, pero él se limitaba a escuchar-. Por supuesto, todo el mundo se enteró y entonces dijeron que yo ya no podía ser imparcial y que, por extensión, Estados Unidos tampoco lo era, y las negociaciones se suspendieron.

Uri suspiró.

– Por eso te enviaron al exilio, te apartaron de tu trabajo.

Fue un castigo.

– No. En realidad no fue así. Eso fui yo quien lo hizo. Me castigué. -Hizo un vano intento por sonreír, pero a duras penas pudo ver la reacción de él porque tenía los ojos llenos de lágrimas. En el fondo, era un inmenso alivio poder contárselo-. ¿Sabes?, la gente no ha dejado de repetirme que tenía que seguir adelante. Edward me lo decía una y otra vez: «Sigue adelante». Pero yo no podía. No sé si lo entiendes, Uri. No puedo seguir adelante hasta que haya hecho las cosas correctamente, y no lo conseguiré si vuelvo a cometer el mismo error.

– Pero, Maggie -dijo Uri con una sonrisa-. Yo no soy más que un tipo al que acabas de conocer. No tengo nada que ver con las negociaciones de paz.

– No, pero eres israelí. y ya sabes lo demenciales que son las cosas aquí: significaría que estoy tomando partido. -Das por sentado que la gente se enteraría.

– Por supuesto que se enteraría.

No quería mirarlo a los ojos demasiado rato, de modo que apartó la mirada y la clavó en el suelo. Temía que si lo veía como lo había visto momentos antes, su determinación flaquearía.

Se levantó de la cama y abrió la puerta de la habitación. Uri se levantó. Con los ojos todavía húmedos, Maggie dijo:

– Lo siento, Uri. De verdad que lo siento.

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