Insistí en abrirme a un drenador antes de salir de Ciudad de Salla. No había planeado hacerlo, y esa pérdida de tiempo irritó a Noim; pero una necesidad incontrolable de los consuelos; de la religión me dominó cuando nos acercábamos a las afueras de la capital.
Hacía casi una hora que viajábamos. La lluvia había arreciado, y vientos tempestuosos la arrojaban contra los parabrisas de nuestros terramóviles, de modo que se imponía conducir con cautela. Las calles de adoquines estaban resbaladizas. Noim conducía uno de los coches, conmigo sentado al lado, taciturno; el otro, con nuestros criados, nos seguía de cerca. La mañana era joven y la ciudad aún dormía. Cada calle que atravesábamos era para mí una amputación, porque me arrancaba un segmento de mi vida: allá va el palacio y sus dependencias; allá van las torres de la Casa de Justicia; allá los grandes edificios cúbicos y grises de la universidad; allí el sagrario donde mi padre me hizo entrar en el Pacto; allí el Museo de la Humanidad, que visité tan a menudo con mi madre para contemplar los tesoros traídos de las estrellas. Al rodear el bello distrito residencial que bordea el Canal de Skangen, espié incluso el ornado Ayuntamiento del Duque de Kongoroi, sobre las sedosas sábanas de cuya hermosa hija había dejado mi virginidad en un pegajoso charco, no tantos años atrás. En esa ciudad había vivido toda mi vida, y quizá no volviera a verla nunca; el agua se llevaba mis ayeres: como el filo de las lluvias invernales, que todos los años roba una capa de tierra a las granjas de Salla. Desde niño había sabido que algún día mi hermano sería septarca y esa ciudad dejaría de tener sitio para mí, pero sin embargo me había negado a reconocerlo, diciendo: «No sucederá pronto, quizá no suceda nunca». Y mi padre yacía muerto en el ataúd de espino de fuego, y mi hermano sostenía el peso terrible de la corona, y yo huía de Salla cuando mi vida apenas comenzaba. Me dominó tal compasión por mí mismo, que ni siquiera me atreví a hablarle a Noim, aunque ¿para qué está un hermano vincular sino para aliviar el alma de uno? Y cuando íbamos por las destrozadas calles de Salla Vieja, llegando a las murallas de la ciudad, divisé un sagrario en ruinas y dije a Noim:
—Para en esta esquina. Uno debe entrar a vaciarse.
Noim, nervioso, no quería perder tiempo e intentó seguir adelante.
—¿Vas a negarle a uno el derecho sacro? — le pregunté, acalorado.
Y sólo entonces, irritado y molesto, detuvo el vehículo y lo hizo retroceder para dejarme frente al sagrario.
La fachada del edificio estaba rota y descascarada. Junto a la puerta había una inscripción ilegible. Delante, el pavimento estaba agrietado y torcido. Salla Vieja tenía un linaje de más de mil años; algunos de los edificios habían estado continuamente habitados desde la fundación de la ciudad, aunque la mayoría se encuentra en ruinas, ya que la vida de ese distrito terminó, en realidad, cuando uno de los septarcas medievales decidió trasladar su corte a nuestro actual palacio en la cima de la Colina de Skangen, muy al sur de allí. De noche dan vida a Salla Vieja los buscadores de placer, que beben ávidamente el vino azul en cabarets instalados en sótanos, pero a esa hora brumosa era un sitio lúgubre. Desde cada edificio me miraban paredes lisas de piedra: en Salla tenemos el hábito de utilizar meras hendeduras como ventanas, pero aquí llevaban esa tendencia al extremo. Me pregunté si en el sagrario podía haber en funcionamiento una máquina de observar que detectase mi llegada. Resultó que sí. Cuando me acerqué a la puerta del sagrario, ésta se abrió parcialmente, y asomó la cabeza un hombre huesudo, en ropas de drenador. Era feo, por supuesto. ¿Quién vio jamás un drenador bien parecido? Es una profesión para los desfavorecidos. Éste tenía piel verdosa, muy picada de viruela, y un hocico gomoso por nariz, y uno ojo opacado: algo común en su oficio. Me miró con turbia intensidad y, a juzgar por su desconfianza, pareció arrepentirse de haber abierto la puerta.
—La paz de todos los dioses sea contigo — dije —. Aquí hay uno que necesita de tu arte.
Miró mi costosa vestimenta, mi jubón de cuero y mis pesadas joyas, y estudió mi corpulencia y mi porte, y evidentemente dedujo que yo era algún joven rufián de la aristocracia que buscaba pendencia en los suburbios.
—Es demasiado temprano — respondió con inquietud —. Vienes demasiado pronto en busca de consuelo.
—¡No vas a rechazar a un doliente!
—Es demasiado temprano.
—Vamos, deja entrar a uno. Aquí hay un alma turbada.
Cedió, como yo sabía que tendría que hacerlo, y con muchos temblores de su nariguda cara me dejó pasar. Adentro hedía a podredumbre. El viejo maderaje estaba impregnado de humedad, los cortinados se deshacían, los muebles estaban mordisqueados por insectos. La iluminación era mortecina. La mujer del drenador, tan fea como el drenador mismo, se movía en las sombras. El hombre me condujo a la capilla, un cuarto pequeño y sudado, contiguo a la vivienda, y me dejó arrodillado junto al espejo agrietado y amarillento mientras encendía las velas. Se puso el manto y finalmente se acercó a donde yo estaba.
Cuando mencionó su tarifa, ahogué una exclamación.
—Es demasiado — dije.
La rebajó en un quinto. Cuando seguí negándome, me dijo que fuera a buscar sacerdocio en otra parte, pero no me levanté y él, a regañadientes, redujo un poco más el precio de sus servicios. Aun así, probablemente fuera cinco veces lo que cobraba a la gente de Salla Vieja por igual beneficio, pero sabía que yo tenía dinero y, pensando en Noim que esperaba en el coche echando pestes, no pude regatear.
—De acuerdo — dije.
Entonces me llevó el contrato. Ya dije que los de Borthan somos desconfiados; ¿he indicado cuánto confiamos en los contratos? La palabra de un hombre no es más que aire impuro. Antes de acostarse un soldado con una prostituta, acuerdan los términos del negocio y los garrapatean en un papel. El drenador me dio un formulario común, donde se prometía que lo que yo dijera sería mantenido en estricto secreto, actuando el drenador únicamente como intermediario entre yo y el dios por mí elegido, mientras yo, por mi parte, juraba que no atribuiría responsabilidad alguna al drenador por lo que sabría de mí, que no lo convocaría como testigo en un juicio ni haría de él mi coartada ante alguna acusación, etcétera. Yo firmé. Él firmó. Intercambiamos copias y yo le di su dinero.
—¿Qué dios quieres que presida aquí? — preguntó.
—El dios que protege a los viajeros — contesté.
No llamamos a nuestros dioses por sus nombres en voz alta.
Encendió una vela del color adecuado — rosado — y la puso junto al espejo. Con eso se entendía que el dios elegido aceptaría mis palabras.
—Mira tu rostro — dijo el drenador —. Pon tus ojos en tus ojos.
Miré con fijeza el espejo. Como evitamos la vanidad, no es habitual examinar el propio rostro, salvo en estas ocasiones religiosas.
—Abre ahora tu alma — ordenó el drenador —. Que surjan tus pesares y sueños, tus apetitos y dolores.
—Es el hijo de un septarca quien huye de su patria — comencé.
El drenador se sobresaltó, prestando en seguida atención, asombrado por mis noticias. Aunque no aparté los ojos del espejo, adiviné que manoteaba en busca del contrato para leerlo y ver quién lo había firmado. Yo continué:
—El miedo a su hermano le lleva a irse a otro país, pero sin embargo, le duele el alma al partir.
En ese tono seguí un rato. El drenador hacía las habituales intervenciones cada vez que yo vacilaba, sonsacándome palabras a la manera astuta de su oficio, y pronto no hizo falta ese ardid, ya que las palabras brotaban libremente. Le hablé de cómo había deseado a mi hermana, y cómo su abrazo me había trastornado; le conté cuán cerca había estado de mentir a Stirron; confesé que no estaría para la boda real y con ello heriría a mi hermano; admití varios pequeños pecados de autoestima, tales como los que cualquiera comete diariamente. El drenador escuchaba.
Les pagamos para que escuchen y no hagan otra cosa que escuchar, hasta que quedamos drenados y curados. Tal es nuestra santa comunión: sacamos a estos sapos del barro, los instalamos en sus sagrarios y compramos su paciencia con nuestro dinero. Bajo el Pacto se permite decir cualquier cosa a un drenador, aunque sean idioteces, aunque sea un vergonzoso catálogo de lujurias reprimidas y suciedad oculta. Podemos aburrir a un drenador como no tenemos derecho a aburrir a nuestros parientes vinculares, ya que el contrato obliga al drenador a escuchar sentado con la paciencia de las montañas mientras hablamos sobre nosotros mismos. No hace falta que nos preocupemos por cosas tales como los problemas que pueda tener el drenador, lo que piensa de nosotros o si sería más feliz haciendo otra cosa. Tiene su profesión, cobra sus honorarios y debe servir a quienes le necesitan. Hubo un tiempo en que pensaba que darnos drenadores para poder librar del dolor a nuestro corazón era un sistema milagrosamente bueno. Transcurrió una parte demasiado grande de mi vida antes de que advirtiera que abrirse a un drenador es tan poco reconfortante como hacer el amor a la propia mano; hay mejores modos de amar, hay modos más felices de abrirse.
Pero entonces no lo sabía, y seguí en cuclillas frente al espejo, recibiendo la mejor curación que se podía comprar con dinero. Así brotaron todos los residuos de maldad que había en mi alma, sílaba tras sílaba, con soltura; como el dulce licor que sale cuando perforamos los flancos espinosos de los retorcidos y repelentes árboles de carne que crecen junto al golfo de Sumar. Mientras hablaba, las velas me enredaban en su hechizo, y su brillo vacilante me atraía a la superficie curva del espejo de tal modo que era arrastrado fuera de mí mismo; el drenador no era más que un manchón en la oscuridad, irreal, insignificante, y ahora yo hablaba directamente al dios de los viajeros, que me curaría y me pondría en camino. Creía firmemente en ello. No diré que imaginaba un lugar santo literal, donde nuestras deidades aguardan para servirnos, pero tenía entonces una interpretación abstracta y metafórica de nuestra religión, según la cual ésta parecía, a su modo, tan real como mi brazo derecho.
Mi flujo de palabras se detuvo y el drenador no hizo ningún intento de renovar la efusión. Murmuró las frases de absolución. Había terminado. Apagó la vela sacra con dos dedos y se levantó para quitarse las vestiduras. Yo seguía sentado, débil y tembloroso, sumido en mis ensueños. Me sentía purificado, libre de polvo y escombros espirituales, y en la música de ese momento apenas percibía la suciedad que me rodeaba. La capilla era un lugar mágico, y el drenador ardía en divina belleza.
—Arriba — me dijo, empujándome con la punta de la sandalia —. Sal. Ponte en camino.
El sonido de aquella voz chirriante apagó todo el encanto. Me levanté, sacudiendo la cabeza para curarla de su nueva liviandad, mientras el drenador casi me empujaba al corredor. Aquel hombre feo ya no me temía, aunque yo pudiera ser hijo de un septarca y matarle con un escupitajo, porque yo le había hablado de mi cobardía, de mis ansias prohibidas por Halum, de todas las miserias de mi espíritu, y eso disminuía mi imagen ante sus ojos; ningún hombre que acaba de ser drenado puede impresionar a su drenador.
Cuando salí del edificio llovía con más fuerza aún. Noim esperaba en el coche, ceñudo, la frente apoyada en la palanca de dirección. Alzando la vista, se tocó la muñeca para indicarme que me había demorado demasiado en el sagrario.
—¿Te sientes mejor ahora, con la vejiga vacía? — preguntó.
—¿Cómo?
—Digo si has echado una buena meada espiritual ahí dentro.
—Qué frase más sucia, Noim…
—Uno se vuelve blasfemo cuando su paciencia se estira demasiado.
Pateó el acelerador y nos pusimos en marcha. No tardamos en llegar a los antiguos muros de Ciudad de Salla, a la noble abertura engalanada con torres y conocida como Puerta de Glin, custodiada por dos guerreros desapacibles y soñolientos en uniformes empapados. Los guerreros ni siquiera nos miraron. El coche de Noim traspuso la barrera y pasó frente a un cartel que nos daba la bienvenida a la carretera Principal de Salla. A nuestras espaldas, Ciudad de Salla se empequeñecía con rapidez; seguimos velozmente rumbo al norte, hacia Glin.