34

Necesitábamos soledad. La Magistratura del Puerto mantiene una residencia campestre en las colinas, dos horas al noroeste de la ciudad de Manneran, donde se agasaja a dignatarios de visita y se negocian tratados comerciales. Sabiendo que esta residencia no era utilizada en ese momento, la reservé para mí por un lapso de tres días. A mediodía pasé en busca de Schweiz en un coche de la Magistratura y salí rápidamente de la ciudad. Había tres criados de servicio en la residencia: un cocinero, una camarera, un jardinero. Les advertí que tendrían lugar discusiones delicadísimas, de modo que no debían causar interrupciones ni provocar distracciones por ningún motivo. Después, Schweiz y yo nos encerramos en las habitaciones interiores.

—Sería mejor no comer nada esta noche — dijo él —. También recomiendan que el cuerpo esté absolutamente limpio.

La residencia campestre tenía un excelente baño de vapor. Nos frotamos vigorosamente, y al salir nos cubrimos con mantos de seda sueltos y cómodos. Los ojos de Schweiz habían cobrado ese resplandor vidrioso que los cubría en momentos de suma excitación. Yo me sentía asustado e inquieto. y empezaba a pensar que sufriría algún perjuicio terrible por aquella noche. En ese momento me veía como alguien que está a punto de someterse a una intervención quirúrgica de la cual tiene pocas probabilidades de recuperarse. Mi estado de ánimo era de hosca resignación: estaba dispuesto, estaba allí, estaba ansioso por zambullirme y terminar de una vez.

—Su última oportunidad — dijo Schweiz con una amplia sonrisa —. Todavía puede echarse atrás.

—No.

—Pero, ¿comprende que hay riesgos? Somos igualmente inexpertos con esta droga. Hay peligros.

—Entiendo — dije.

—¿Entendido también que participa en esto voluntariamente y sin coerción alguna?

—¿Por qué esta demora, Schweiz? — dije —. Saque su poción.

—Uno quiere asegurarse de que su señoría está plenamente dispuesto a afrontar cualquier consecuencia.

En tono de pesado sarcasmo, le dije:

—Tal vez debería haber un contrato adecuado entre nosotros, liberándole de toda responsabilidad por si más tarde uno quiere presentar demanda por daños a la personalidad…

—Si usted lo desea, su señoría. Uno no lo considera necesario.

—Uno no hablaba en serio — dije, ya inquieto —. ¿Acaso también usted está nervioso por esto, Schweiz? ¿Tiene alguna duda?

—Damos un paso audaz.

—Démoslo entonces, antes de que pase el momento. Saque la poción, Schweiz. Saque la poción.

—Sí — respondió él.

Me lanzó una larga mirada, sus ojos en los míos, y palmoteó con júbilo infantil. Y rió triunfalmente. Vi cómo me había manejado: ¡ahora yo le mendigaba la droga! ¡Ah, demonio, demonio!

De su estuche de viaje sacó el paquete de polvo blanco. Me dijo que consiguiera vino, y yo pedí a la cocina dos frascos de dorado mannerangués helado, y él echó la mitad de lo que contenía el paquete en el mío, la otra mitad en el suyo. El polvo se disolvió casi instantáneamente: por un momento dejó una estela gris, como una nube, y después no quedaron rastros. Levantamos nuestros frascos. Recuerdo haber mirado a Schweiz por encima de la mesa con una rápida sonrisa, que él me describió más tarde como el mohín leve y nervioso de una tímida virgen a punto de abrir las piernas.

—Hay que beberlo todo de golpe — dijo Schweiz.

Y tragó su vino, y yo tragué el mío, y después me recliné, esperando que la droga me afectara instantáneamente.

Sentí un leve mareo, pero no era más que el vino que obraba en mi estómago vacío.

—¿Cuánto tarda en empezar? — pregunté.

Schweiz se encogió de hombros.

—Aún tardará un poco — replicó.

Aguardamos en silencio. Poniéndome a prueba, traté de obligar a mi mente a ir al encuentro de la suya, pero nada sentí. Los sonidos de esa habitación se magnificaron: el crujido del piso, el roce de los insectos del otro lado de la ventana, el minúsculo zumbido de la luz eléctrica.

—¿Puede explicar cómo se piensa que actúa esta droga? — pregunté con voz ronca.

—Uno puede decirle únicamente lo que le han dicho — repuso Schweiz —. Es decir, que la facultad potencial de ligar una mente con otra existe en todos nosotros desde que nacemos, pero hemos elaborado una sustancia química en la sangre que inhibe esa facultad. Unos pocos nacen sin ese inhibidor, pero la mayoría estamos impedidos de lograr esta comunicación silenciosa, salvo cuando por algún motivo la producción de la hormona cesa por iniciativa propia y nuestras mentes se abren por un rato. Cuando esto sucede, se lo confunde a menudo con locura. Dicen que esta droga de Sumara Borthan neutraliza al inhibidor natural que tenemos en la sangre, al menos durante un corto tiempo, y nos permite establecer contacto unos con otros, como haríamos normalmente si no tuviéramos esa sustancia contrarrestante en la sangre. Es lo que uno oyó decir.

A eso contesté:

—¿Entonces todos podríamos ser superhombres, pero nuestras propias glándulas nos invalidan?

Y Schweiz, con ademanes grandilocuentes, dijo:

—Tal vez haya habido buenas razones biológicas para desarrollar esta protección contra nuestras propias facultades. ¿Eh? O tal vez no — rió.

Se le había puesto muy roja la cara. Le pregunté si realmente creía esa versión sobre una hormona inhibitoria y una droga contrainhibitoria, y él dijo que no tenía base alguna para juzgar.

—¿No siente nada todavía? — pregunté.

—Solamente el vino — repuso.

Esperamos. Esperamos. Acaso no haga nada, pensé, y tendré un respiro.

Esperamos. Por fin Schweiz dijo:

—Quizá esté empezando ahora.

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