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Fui conducido a una bonita habitación, y se me dijo que era mía, y vinieron a mí dos jóvenes criadas que me quitaron la sudada vestimenta de marinero; me llevaron, entre incesantes risitas, a una enorme bañera embaldosada y me bañaron y perfumaron, me recortaron algo el pelo y la barba, y me dejaron que las pellizcara y las tumbara un poco. Me trajeron ropas de buena tela, de un tipo que no usaba desde mis días de personaje real, ligeras, blancas, holgadas y frescas. Y me ofrecieron joyas, un juego de tres anillos con — más tarde lo supe — un trocito del suelo de la Capilla de Piedra, y también un pendiente fulgurante, un cristal arbóreo del país de Threish, en una correa de cuero. Finalmente, después de pulirme durante varias horas, se me consideró apto para presentarme ante el Gran Juez. Segvord me recibió en la habitación que llamaba su estudio, que en realidad era un gran salón digno del palacio de un septarca, donde estaba entronizado como un gobernante. Recuerdo que sentí cierto fastidio ante tantas pretensiones, ya que Segvord no sólo no era de linaje real, sino que pertenecía a la aristocracia inferior de Manneran, y no había tenido ninguna jerarquía hasta que su designación para tan alto cargo le puso en camino a la fama y la riqueza.

En seguida pregunté por mi hermana vincular Halum.

—Está bien — respondió —, aunque las noticias de tu supuesta muerte le oscurecieron el alma.

—¿Dónde está ahora?

—De vacaciones en el golfo de Sumar, en una isla donde tenemos otra casa.

Sentí un escalofrío.

—¿Se ha casado?

—Para el pesar de cuantos la quieren, no.

—Pero ¿hay alguien?

—No — repuso Segvord —. Parece preferir la castidad. Claro que es muy joven… Cuando ella vuelva, Kinnall, tal vez puedas hablarle, indicándole que podría pensar en buscar pareja, porque ahora podría conseguir algún noble honrado, mientras que dentro de pocos años tendrá nuevas doncellas delante.

—¿Cuándo volverá de esa isla?

—En cualquier momento — repuso el Gran Juez —. ¡Qué sorpresa se llevará al encontrarte aquí!

Le pregunté por mi muerte. Me contestó que dos años antes había llegado la noticia de que yo estaba loco y, vagabundeando alucinado e indefenso, había llegado a Glin. Segvord sonrió como diciéndome que sabía muy bien por qué había abandonado Salla, y que en mis motivos no había ninguna demencia.

—Después — continuó — hubo informes de que lord Stirron había enviado agentes a Glin para buscarte y llevarte de vuelta. En esa época Halum temió mucho por tu seguridad. Y por último, este verano pasado, uno de los ministros de tu hermano reveló que habías ido a caminar por las Huishtor glinesas en pleno invierno y te habías perdido en la nieve, en una tormenta a la que nadie pudo haber sobrevivido.

—Pero, por supuesto, el cadáver de lord Kinnall no fue rescatado en los meses cálidos del año que pasó; fue abandonado en las Huishtor, a fin de que se pudriese, en vez de ser llevado de vuelta a Salla para un entierro adecuado.

—No, no hubo noticias de que alguien encontrase el cadáver.

—Es obvio, entonces — repuse —, que el cadáver de lord Kinnall despertó en primavera, emprendió un paseo fantasmagórico hacia el sur, y ahora se ha presentado por fin en casa del Gran Juez del Puerto de Manneran.

—¡Saludable fantasma! — comentó Segvord, riendo.

—Y cansado también.

—¿Qué tal te fue en Glin?

—Pasé frío, de varios tipos…

Le conté el desaire sufrido con los parientes de mi madre mi estancia en las montañas y todo lo demás. Tras escucharme, quiso saber qué planes tenía en Manneran; yo le respondí que no tenía otros planes que encontrar una profesión honorable, triunfar en ella, casarme y establecerme, porque Salla me estaba vedada y Glin no encerraba tentaciones para mí. Segvord asintió gravemente. Había, dijo, un empleo vacante en su oficina en ese mismo momento. El sueldo para ese puesto era poco y el prestigio menos, y era absurdo pedir a un príncipe de linaje real sallano que lo aceptara, pero era trabajo limpio, con excelentes posibilidades de ascenso, y tal vez me sirviera como punto de apoyo mientras me aclimataba al modo de vida mannerangués. Como pensaba desde el principio en alguna oportunidad de ese tipo, le contesté en seguida que aceptaba gustoso el empleo, sin pensar en mi sangre real, ya que ahora dejaba todo eso a mis espaldas, pues, además, era imaginario.

—Lo que uno haga de sí mismo aquí dependerá totalmente de sus méritos — dije sobriamente —, no de las circunstancias de rango e influencia.

Lo cual era, por supuesto, pura palabrería: en vez de usar mi alta cuna, aquí capitalizaría el hecho de ser hermano vincular de la hija del Gran Juez del Puerto, una relación que sólo provenía de mi alta cuna. ¿Qué tenía que ver el mérito en todo eso?

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