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Llegaron en seis terramóviles bien armados, y rodearon mi cabaña, y me gritaron con altavoces que me rindiera. No tenía ninguna esperanza de resistir, ni deseo alguno de intentarlo. Con calma — porque ¿para qué serviría el miedo? — me mostré con los brazos en alto en la puerta de la cabaña. Bajaron de los coches, y me asombró descubrir que Stirron en persona estaba entre ellos, atraído desde su palacio a las Tierras Bajas para una partida de caza fuera de temporada con el hermano como presa. Tenía puestos todos los adornos de su cargo. Lentamente se acercó a mí. Hacía algunos años que no le veía, y me espantaron los signos de vejez que mostraba: hombros caídos, cabeza echada hacia adelante, pero ralo, profundas arrugas en el rostro, ojos amarillentos y apagados. El resultado de media vida de poder supremo. Traté de hallar en él a aquel muchacho, mi compañero de juegos, mi hermano mayor, a quien había amado y perdido hacía tanto tiempo, y sólo vi a un viejo ceñudo de labios temblorosos. Un septarca está entrenado para disfrazar sus sentimientos interiores; pero Stirron no pudo guardar ningún secreto ante mí, ni mantener una apariencia constante: en su cara una expresión sustituía a otra, signos de furia imperial, perplejidad, pena, desprecio, y algo que interpreté como una especie de amor reprimido. Al fin yo hablé primero, invitándolo a conferenciar en mi cabaña. Vaciló, pensando acaso que me proponía asesinarlo, pero al cabo de un momento aceptó de un modo adecuadamente señorial, haciendo señas a sus guardaespaldas para que le esperaran fuera. Cuando estuvimos solos, hubo otro instante de silencio, que esta vez rompió él diciendo:

—Uno nunca sintió tanto dolor, Kinnall. Uno apenas puede creer lo que ha oído acerca de ti. Que hayas podido manchar la memoria de nuestro padre…

—¿Es una mancha tan grande, Stirron?

—¿Pisotear el Pacto, Kinnall? ¿Corromper a inocentes… tu hermana vincular entre las víctimas? ¿Qué has estado haciendo, Kinnall? ¿Qué has estado haciendo?

Una terrible fatiga me dominó y cerré los ojos, pues casi no sabía por dónde empezar a explicarme. Transcurrido un momento encontré fuerzas. Tendí la mano hacia él, sonriendo, tomé la suya y dije:

—Yo te amo, Stirron.

—¡Qué enfermo estás!

—¿Por hablar de amor? ¡Pero si salimos del mismo vientre! ¿No debo amarte?

—¿Es así como hablas ahora, sólo con obscenidades?

—Hablo como mi corazón me lo ordena.

—No sólo estás enfermo, sino que resultas repugnante — dijo Stirron, volviéndose para escupir en el suelo arenoso.

Me parecía una remota figura medieval, atrapada detrás de su austero rostro de rey, aprisionado en sus joyas ceremoniales y sus vestiduras oficiales, hablando en un tono brusco y distante. ¿Cómo podía llegar a él?

—Stirron — dije —, toma la droga sumarana conmigo. Me queda un poco. La mezclaré para nosotros, y beberemos juntos, y dentro de una hora o dos nuestras almas serán una, y comprenderás. Juro que comprenderás. ¿Lo harás? Mátame después, si todavía lo quieres, pero antes toma la droga.

Comencé a preparar la poción. Stirron me agarró por la muñeca y me detuvo. Sacudió la cabeza con el gesto lento y pesado de quien siente una tristeza infinita.

—No — dijo —. Imposible.

—¿Por qué?

—No enturbiarás la mente del primer septarca.

—¡Lo que me interesa es llegar a la mente de mi hermano Stirron!

—Como hermano tuyo, uno sólo desea que puedas curarte. Como primer septarca, uno debe evitarse daños, pues pertenece a su pueblo.

—La droga es inofensiva, Stirron.

—¿Fue inofensiva para Halum Halalam?

—¿Acaso tú eres una virgen asustada? — pregunté —. He dado la droga a decenas de personas. Halum es la única que reaccionó mal… También Noim, supongo, pero él se repuso. Y…

—Las dos personas más próximas a ti en el mundo — dijo Stirron —, y la droga les hizo daño a las dos. ¿Y ahora la ofreces a tu hermano?

Era inútil. Volví a pedirle varias veces que se arriesgara a experimentar con la droga, pero, por supuesto, no quiso tocarla. Y, si lo hubiera hecho, ¿me habría servido de algo? En su alma no habría encontrado más que hierro.

—¿Qué me sucederá ahora? — pregunté.

—Un juicio imparcial, seguido por una sentencia justa.

—¿Que será qué? ¿Ejecución? ¿Cadena perpetua? ¿Exilio?

Stirron se encogió de hombros.

—Eso lo decidirá el tribunal. ¿Le tomas a uno por un tirano?

—Stirron, ¿por qué te asusta tanto la droga? ¿Sabes qué hace? ¿Puedo hacerte ver que sólo trae amor y comprensión? No tenemos por qué vivir como extraños, con las almas envueltas en mantas. Podemos expresarnos. Podemos ofrecernos. Podemos decir «yo», Stirron, y dejar de disculparnos por poseer un yo. Yo. Yo. Yo. Podemos decirnos unos a otros qué nos causa dolor, y ayudarnos mutuamente a evitar ese dolor.

Se le oscureció el rostro; creo que en ese momento tuvo la certeza de que yo estaba loco. Pasando frente a él, fui al sitio donde había dejado la droga, la mezclé con rapidez y le ofrecí su parte. Sacudió la cabeza. Yo bebí, tragándomela impulsivamente, y volví a ofrecérsela.

—Vamos — le dije —. Bebe. ¡Bebe! Tardará un poco en empezar. Tómala ahora, así nos abriremos al mismo tiempo. ¡Por favor, Stirron!

—Podría matarte yo mismo — dijo —, sin esperar a que actúe el tribunal.

—¡Sí! ¡Dilo, Stirron! ¡Yo mismo! ¡Dilo de nuevo!

—Miserable exhibicionista. ¡El hijo de mi padre! Si te hablo en «yo», Kinnall, es porque no mereces más que inmundicias.

—No tiene por qué ser una inmundicia. Bebe y entiende.

—Jamás.

—¿Por qué lo rechazas, Stirron? ¿Qué te asusta?

—El Pacto es sagrado — dijo —. Cuestionar el Pacto es cuestionar todo el orden social. Si esparces esa droga por el país, toda razón se derrumbará, toda estabilidad se perderá. ¿Crees que nuestros antepasados eran malvados? ¿Crees que eran tontos? Kinnall, ellos comprendieron cómo crear una sociedad duradera. ¿Dónde están las ciudades de Sumara Borthan? ¿Por qué viven todavía en chozas en la jungla, mientras nosotros construimos lo que hemos construido? Tú pretendes que sigamos ese camino, Kinnall. Quieres destruir las distinciones entre el bien y el mal, de modo que en poco tiempo la ley misma desaparezca, y cada hombre levante la mano contra su semejante, y ¿dónde quedarán entonces tu amor y tu comprensión universales? No, Kinnall. Guárdate tu droga. Uno todavía prefiere el Pacto.

—Stirron.

—Basta. El calor es intolerable. Quedas arrestado; vámonos ya.

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