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Había en la Magistratura un escribiente llamado Ulman, que tenía la mitad de mis años y evidentemente prometía, a quien yo había llegado a estimar. Conocía mi poder y mi estirpe y no me reverenciaba por eso; su respeto hacia mí se basaba enteramente en mi habilidad para evaluar y tratar los problemas de la Magistratura. Un día le retuve después de hora y le llamé a mi oficina cuando los demás se marcharon.

—Hay una droga en Samara Borthan — le dije — que permite a una mente penetrar libremente en otra.

Sonrió diciendo que había oído hablar de eso, sí, pero tenía entendido que era difícil de conseguir y peligrosa de usar.

—No hay peligro — contesté —. Y en cuanto a la dificultad de obtenerla…

Saqué uno de mis pequeños envoltorios. Su sonrisa no se desvaneció, aunque le asomaron unas manchas de color a las mejillas. Tomamos la droga juntos en mi oficina. Horas más tarde, cuando partimos hacia nuestros hogares, le di un poco para que pudiera tomarla con su mujer.

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