Al principio me sentí muy consciente del funcionamiento de mi propio cuerpo: el pum- pum de mi corazón, el golpeteo de la sangre contra las paredes de las arterias, los movimientos de líquidos en el fondo de mis oídos, el paso de corpúsculos a través de mi campo visual. Me volví enormemente receptivo a los estímulos externos: corrientes de aires que me rozaban la mejilla, un pliegue de la bata que me tocaba el muslo, la presión del suelo contra la planta de mi pie. Oía un sonido poco familiar, como de agua que cae por un desfiladero distante. Perdí contacto con mi entorno, ya que al intensificarse mis percepciones también se redujo su alcance, y descubrí que no podía percibir la forma de la habitación, porque no veía nada con claridad, salvo en un túnel estrecho en cuya otra punta se encontraba Schweiz; más allá del borde de este túnel había sólo penumbra. Ahora estaba asustado, y me esforcé por despejar mi mente, como cuando uno trata conscientemente de librar al cerebro de la confusión provocada por el exceso de vino; pero cuanto más forcejeaba por recobrar la percepción normal, más rápidamente se aceleraba el cambio. Entré en un estado de luminosa ebriedad, en el cual pasaban flotando ante mi rostro brillantes varas radiantes de luz colorida, y tuve la certeza de haber bebido del manantial de Digant. Experimenté una sensación de embestida como si el aire se moviera con rapidez contra mis oídos. Percibí un sonido agudo y quejumbroso, que al principio fue apenas audible, pero se elevó in crescendo hasta que cobró tangibilidad y pareció colmar la habitación hasta desbordarla; sin embargo, no causaba dolor. Debajo de mi cuerpo la silla palpitaba y vibraba en un latido constante que parecía armonizado con alguna paciente pulsación de nuestro propio planeta. Después, sin la sensación discernible de haber cruzado una frontera, advertí que desde hacía rato mis percepciones eran dobles: ahora advertía otro latido del corazón, otro paso de la sangre por mis venas, otro movimiento de mis intestinos. Pero no era una simple duplicación, ya que estos otros ritmos eran diferentes; establecían complejas interacciones sinfónicas con los ritmos de mi propio cuerpo, creaban tramas percusivas tan intrincadas que las fibras de mi mente se disolvían en el intento de seguirlas. Empecé a balancearme al compás de estos latidos, a darme palmadas en los muslos, a castañetear los dedos; y al mirar por mi túnel visual, vi que Schweiz también se balanceaba, palmeaba y castañeteaba, y comprendí de quién eran los ritmos corporales que recibía. Estábamos entrelazados. Ahora me resultaba difícil distinguir su latido del mío, y a veces, al mirarle del otro lado de la mesa, veía mi propia cara enrojecida y deformada. Experimentaba una licuefacción general de la realidad, una disgregación de muros y restricciones; era incapaz de mantener un sentido de Kinnall Darival como individuo; no pensaba en términos de «él» y «yo», sino de «nosotros». Había perdido no sólo mi identidad sino el concepto mismo del yo.
En ese nivel permanecí largo rato, hasta que empecé a pensar que el poder de la droga retrocedía. Los colores se volvieron menos brillantes, mi percepción del cuarto donde estábamos se hizo más convencional, y de nuevo pude distinguir el cuerpo y la mente de Schweiz de los míos. Sin embargo, en vez de sentirme aliviado porque había pasado lo peor, no sentí más que desilusión por no haber alcanzado el tipo de mezcla de conciencias que Schweiz había prometido.
Pero me equivocaba.
La primera embestida salvaje de la droga había pasado, sí; no obstante, sólo ahora entrábamos en la verdadera comunión. Schweiz y yo estábamos aparte, y sin embargo juntos. Ésta era la auténtica autorrevelación. Vi su alma extendida ante mí como sobre una mesa, y pude acercarme a la mesa y examinar lo que había sobre ella, levantando este utensilio, aquel jarrón, ese ornamento, y estudiándolos con toda la atención que deseaba.
Aquí estaba el rostro vislumbrado de la madre de Schweiz. Aquí había un seno pálido e hinchado, surcado de venas azules y con un enorme pezón rígido en la punta. Aquí había rabietas infantiles. Aquí había recuerdos de la Tierra. A través de los ojos de Schweiz vi a la madre de los mundos, mutilada y encadenada, desfigurada y descolorida. La belleza era un brillo mortecino entre la fealdad. Éste era el sitio donde había nacido, esta desgreñada ciudad; éstas eran carreteras de diez mil años, éstos eran los muñones de antiguos templos. Aquí estaba el nudo del primer amor. Aquí había desengaños y partidas. Aquí traiciones. Aquí, confidencias compartidas. Crecimiento y cambio. Corrosión y desesperación. Viajes. Fracasos. Seducciones. Confesiones. Vi los soles de cien mundos.
Y atravesé los estratos del alma de Schweiz, inspeccionando las pedregosas capas de codicia y los peñascos de astucia los untuosos bolsones de malicia, el barro putrefacto del oportunismo. Aquí estaba el yo encarnado; aquí estaba un hombre que había vivido solamente en su propio beneficio.
Sin embargo, no retrocedí ante la oscuridad de Schweiz.
Vi más allá de todo esto. Vi el anhelo, el hambre de dios en el hombre; Schweiz solo en una llanura lunar, de pie en una negra roca bajo un cielo purpúreo, tendiendo las manos, tentando sin asir nada. Tal vez fuera ladino y oportunista, sí; pero también vulnerable, apasionado, sincero bajo todas esas artimañas. No podía juzgar con dureza a Schweiz. Él era yo. Yo era él. Las mareas del yo nos cubrían a los dos. Para desechar a Schweiz, tenía que desechar también a Kinnall Darival. Mi alma estaba inundada de afecto hacia él.
Sentí que también él me sondeaba. No levanté barreras alrededor de mi espíritu cuando él vino a explorarlo. Y a través de mis propios ojos vi lo que él veía en mí. Mi temor hacia mi padre. Mi respeto hacia mi hermano. Mi amor por Halum. Mi fuga a Glin. Mi elección de Loimel. Mis insignificantes defectos y mis insignificantes virtudes. Todo, Schweiz. Mira. Mira. Mira. Y todo volvió reflejado a través de su alma, y observarlo no me resultó doloroso. Pensé de pronto que el amor hacia los otros empieza por el amor hacia sí mismo.
En ese instante, el Pacto cayó y se hizo añicos dentro de mí.
Gradualmente Schweiz y yo nos apartamos, aunque permanecimos un rato más en contacto, mientras la fuerza del vínculo disminuía constantemente. Cuando por fin se rompió sentí una resonancia temblorosa, como si se hubiera cortado un cordel tenso. Quedamos en silencio. Yo tenía los ojos cerrados. Sentía un malestar en la boca del estómago, y estaba consciente como nunca del abismo que nos mantiene a todos solos para siempre. Al cabo de mucho tiempo miré a Schweiz, al otro lado de la habitación.
Estaba observándome, esperándome. Tenía ese aspecto demoníaco suyo, una sonrisa demente, una reluciente mirada en los ojos, aunque ahora me pareció no tanto un aire de locura como un reflejo de alegría interior. Ahora parecía más joven. Aún tenía la cara enrojecida.
—Yo te amo — dijo con suavidad.
Las palabras inesperadas golpearon como garrotes. Crucé las muñecas ante la cara, las palmas hacia afuera, protegiéndome.
—¿Qué te perturba? — inquirió —. ¿Mi gramática o el sentido de lo que digo?
—Lo uno y lo otro.
—¿Puede ser tan terrible decir yo te amo?
—Uno nunca… uno no sabe cómo…
—¿Reaccionar? ¿Responder? — rió Schweiz —. No quise decir «te amo» de ningún modo físico. Como si eso fuera tan horrible. Pero no. Quiero decir lo que digo, Kinnall. Estuve en tu mente y me gustó lo que vi en ella. Te amo.
—Hablas en «yo» — le recordé.
—¿Por qué no? ¿Debo negarme aun ahora? Vamos, Kinnall, libérate. Sé lo que quieres. ¿Crees que lo que acabo de decirte es obsceno?
—Hay algo tan peculiar…
—En mi mundo, esas palabras son de una peculiaridad santa — dijo Schweiz —. Y aquí son una abominación. No poder decir nunca «te amo», ¿eh? Todo un planeta que se niega ese pequeño placer. Oh, no, Kinnall; ¡no, no, no!
—Por favor — dije débilmente —. Uno todavía no se ha adaptado del todo a lo que hizo la droga. Cuando le gritas así a uno…
Pero no se dejó apaciguar.
—Tú también estuviste en mi mente — dijo —. ¿Qué encontraste allí? ¿Tan aborrecible era yo? Suéltalo, Kinnall. Ahora no tienes secretos para mí. La verdad. ¡La verdad!
—Sabes entonces que uno te encontró más admirable de lo que preveía.
—¡Y yo lo mismo! — rió Schweiz —. ¿Por qué nos tememos ahora, Kinnall? Te lo dije: ¡Yo te amo! Establecimos contacto. Vimos que había zonas de confianza. Ahora debemos cambiar, Kinnall. Tú más que yo, porque tienes que recorrer un camino más largo. Vamos. Vamos. Pon palabras a tu corazón. Dilo.
—Uno no puede.
—Di «yo».
—Qué difícil es eso.
—Dilo. No como una obscenidad. Dilo como si te amaras a ti mismo.
—Por favor.
—Dilo.
—Yo — dije.
—¿Es tan terrible? A ver ahora. Dime qué sientes por mí. La verdad. Desde los niveles más profundos.
—Un sentimiento de cariño…, de afecto, de confianza…
—¿De amor?
—Sí, de amor — admití.
—Entonces dilo.
—Amor.
—No es eso lo que quiero que digas.
—¿Y qué, pues?
—Algo que no se ha dicho en este planeta desde hace dos mil años, Kinnall. Ahora dilo. Yo…
—Yo…
—Te amo.
—Te amo.
—Yo te amo.
—Yo… te… amo.
—Es un comienzo — dijo Schweiz. El sudor corría a chorros por su cara y por la mía —. Empezamos reconociendo que podemos amar. Empezamos reconociendo que tenemos yoes capaces de amar. Después empezamos a amar. ¿Eh? Empezamos a amar.