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Nuestro barco esperaba anclado: una embarcación pequeña y rechoncha, con hélices gemelas, vela auxiliar, casco pintado de azul y oro. Nos presentamos al capitán — se llamaba Khrisch —, que nos saludó llamándonos sin inmutarse por los nombres que habíamos adoptado. Entrada la tarde, nos hicimos a la mar. En ningún momento del viaje el capitán Khrisch nos interrogó sobre nuestros propósitos; tampoco ninguno de sus diez tripulantes. Sin duda sentían una enorme curiosidad por los motivos de alguien que quería ir a Sumara Borthan, pero tan agradecidos estaban por verse libres aunque fuese para tan corto viaje, que temían ofender a sus empleadores indagando demasiado.

La costa de Velada Borthan se perdió de vista a mis espaldas, y delante apareció solamente la grandiosa extensión abierta del Estrecho de Sumar. No se veía tierra ninguna, ni a popa ni a proa. Eso me asustaba. En mi breve carrera como marinero glinés, nunca había estado lejos de la costa, y durante los ratos de tormenta me había tranquilizado con el consolador embuste de que siempre podría nadar hasta la orilla si volcábamos. Allí, sin embargo, el universo parecía ser todo agua. A medida que se acercaba el anochecer, caía sobre nosotros un crepúsculo azulgrisáceo, que unía cielo y mar en un zurcido sin costuras, y para mí la situación empeoró: ahora no había más que nuestra pequeña nave, que se sacudía y vibraba, a la deriva y vulnerable en aquel vacío sin direcciones ni dimensiones, un trémulo antimundo donde todos los lugares se disolvían en una ausencia de lugar. No había previsto que el estrecho fuera tan extenso. En un mapa que había visto apenas unos días antes, el estrecho había sido menos ancho que mi dedo meñique; yo había presumido que los acantilados de Sumara Borthan serían visibles para nosotros desde las primeras horas del viaje; sin embargo, allí estábamos, en medio de la nada. A tropezones fui a mi camarote y me zambullí de cara en mi litera, y allí me quedé temblando, invocando al dios de los viajeros para que me protegiera. Poco a poco llegué a aborrecerme por esta debilidad. Me recordé que era hijo de un septarca y hermano de un septarca y primo de otro; que en Manneran era un hombre de la más alta autoridad, que era jefe de una familia y matador de aves-punzón. Todo esto no me hizo ningún bien. ¿De qué le sirve el linaje a un hombre que se ahoga? ¿De qué sirven los hombros anchos, los músculos vigorosos y la destreza para nadar, cuando la tierra misma ha sido devorada, de modo que un nadador no tendría destino? Temblé. Creo que quizá lloré. Sentí que me disolvía en aquel vacío azulgrisáceo. Entonces una mano me apretó levemente el hombro. Schweiz.

—El barco es sólido — susurró —. La travesía es breve. Calma. Calma. No va a pasar nada.

Si el que me encontró en ese estado hubiera sido cualquier otro hombre, salvo quizá Noim, tal vez le habría matado o me habría matado yo, para enterrar el secreto de mi vergüenza.

—Si así es cruzar el Estrecho de Sumar, ¿cómo se puede viajar entre las estrellas sin enloquecer? — dije.

—Uno se habitúa a viajar.

—El miedo… el vacío…

—Sube — me dijo con suavidad —. La noche es muy bella.

Y no mentía. Había pasado el crepúsculo, y un negro tazón tachonado de joyas deslumbrantes nos cubría. Cerca de las ciudades uno no puede ver tan bien las estrellas debido a la luz y a la niebla. Yo había contemplado toda la gloria de los cielos mientras cazaba en las Tierras Bajas Abrasadas, sí, pero entonces desconocía los nombres de lo que veía. Ahora, Schweiz y el capitán Khrisch, a mi lado sobre cubierta, se turnaban para anunciar los nombres de estrellas y constelaciones, rivalizando para exhibir sus conocimientos, volcándome cada uno su astronomía en el oído como si yo fuera un niño aterrado que sólo dejaba de llorar ante un constante flujo de distracciones ¿Ves? ¿Ves? ¿Y ves allá? Yo veía. Una multitud de soles cercanos, y cuatro o cinco de los planetas vecinos de nuestro sistema, y hasta un cometa errante esa noche. Lo que me enseñaron se me quedó en la cabeza. Creo que ahora podría salir de mi cabaña, aquí en las Tierras Bajas Abrasadas, y nombrar las estrellas tal como Schweiz y el capitán me las nombraron a bordo de ese barco en el Estrecho de Sumar. ¿Cuántas noches más estaré libre para mirar las estrellas?

La mañana puso fin al miedo. El sol brillaba, en el cielo colgaban unas pocas nubes, el amplio estrecho estaba sereno y no me importaba que no se divisase tierra. Nos deslizábamos hacia Sumara Borthan de modo casi imperceptible, tuve que estudiar con cuidado la superficie del mar para recordarme que estábamos en movimiento. Un día, una noche, un día, una noche, un día, y luego en el horizonte brotó una verde corteza pues allí estaba Sumara Borthan. Esto me proporcionó un punto fijo, salvo que el punto fijo éramos nosotros, y Sumara Borthan se dirigía hacia él. El continente sur se deslizaba hacia nosotros sin pausa, hasta que por fin vi un borde de lisa roca verdeamarillenta que se extendía de este a oeste, y en lo alto de esos desnudos acantilados se alzaba una gruesa capa de vegetación, elevados árboles entretejidos por densas enredaderas formando un dosel cerrado y debajo arbustos más cortos que se apiñaban en la oscuridad; todo concluía en un tajo, como para mostrarnos el borde de la jungla en corte transversal. Al ver la jungla no sentí temor sino admiración. Sabía que ninguno de esos árboles y plantas crecían en Velada Borthan; los animales, serpientes e insectos de aquel sitio no eran los del continente donde nací; lo que se extendía ante nosotros era extraño y acaso hostil, un mundo desconocido que aguardaba la primera pisada humana. En un torbellino de enmarañada imaginación, caí en el pozo del tiempo y me vi como un explorador que desvelaba el misterio de un planeta recién descubierto. Esos peñascos gigantescos, esos esbeltos árboles de elevada copa, esas enredaderas que pendían serpenteantes, eran producto de un misterio crudo y elemental, directamente salido del vientre de la evolución, que yo ahora me disponía a penetrar. Aunque pensé que esa oscura jungla era el portal de algo extraño y terrible, no estaba tan asustado como conmovido, y hondamente emocionado, por la visión de los lisos acantilados y las enmarañadas sendas. Éste era el mundo que existió antes de que llegara el hombre. Esto era lo que estaba cuando no había sagrarios, ni drenadores, ni Magistratura del Puerto: solamente los senderos callados y frondosos, y los ríos impetuosos atravesando los valles, y los estanques incontaminados, y las hojas largas y pesadas que las exhalaciones de la jungla hacían relucir, y los animales prehistóricos revolcándose en el limo sin temer a los cazadores, y las revoloteantes bestias aladas que no conocían el miedo, y las hermosas mesetas, y las vetas de metales preciosos; un reino virgen, y cerniéndose sobre todo eso la presencia de los dioses, del dios, del dios, esperando el momento de los adoradores. Los dioses solitarios que todavía ignoraban que eran divinos. El dios solitario.

La realidad, por supuesto, no era tan romántica. Había un sitio donde los acantilados descendían hasta el nivel del mar y dejaban entrar un puerto en forma de media luna, en el cual existía un escuálido caserío, las chozas de algunas docenas de sumaranos que habían optado por vivir allí para satisfacer las necesidades de los barcos que llegaban ocasionalmente desde el continente occidental. Yo había creído que todos los sumaranos vivían en alguna parte del interior, tribus de hombres desnudos acampando junto al pico volcánico Vashnir, y que Schweiz y yo tendríamos que abrirnos paso a través de toda la apocalíptica inmensidad de esta tierra misteriosa, sin guía ni certeza, hasta encontrar lo que pasaba por civilización y establecer contacto con quien pudiera vendernos lo que habíamos ido a buscar. En cambio, al capitán Khrisch llevó su barquito hasta la orilla limpiamente, anclando en un destartalado muelle de madera, y cuando nos adelantamos, una pequeña delegación de sumaranos acudió a ofrecernos un taciturno recibimiento.

Ya conoces mi fantasía sobre terrestres grotescos y con colmillos. Así, también esperaba encontrar en esa gente del continente sur algún aspecto extraño. Sabía que esto era irracional: al fin y al cabo, habían brotado del mismo tronco que los ciudadanos de Salla, Manneran y Glin. Pero ¿no los habrían transformado esos siglos en la jungla? La negación del Pacto ¿no los habría expuesto a la infiltración de los vapores de la selva, transformándolos en cosas inhumanas? No y no. Me resultaban parecidos a campesinos de cualquier región apartada de una provincia. Ah, lucían adornos poco familiares, extraños colgantes y brazaletes enjoyados de un tipo distinto a los de Velada, pero nada había en ellos — ni tono de piel, ni forma de cara, ni color de pelo — que los diferenciase de los hombres a quienes había conocido siempre.

Eran ocho o nueve. Dos, evidentemente los líderes, hablaban el dialecto de Manneran, aunque con un acento difícil. Los demás no mostraban señales de entender el idioma norteño: se hablaban en un lenguaje de chasquidos y gruñidos. Schweiz, a quien le resultaba más fácil comunicarse que a mí, inició una larga conversación, tan difícil de seguir para mí que pronto dejé de prestar atención. Me alejé a inspeccionar el poblado, y a mi vez fui inspeccionado por niños que me miraban con ojos saltones — aquí las niñas andaban de un lado a otro desnudas aun después de haber llegado a la edad en que les brotaban los pechos —, y cuando volví Schweiz dijo:

—Todo está arreglado.

—¿Cómo?

—Esta noche dormimos aquí. Mañana nos guiarán hasta una aldea donde se produce la droga. No garantizan que se nos permitirá comprarla.

—¿Se vende únicamente en ciertos lugares?

—Evidentemente. Juran que aquí no se puede conseguir.

—¿Cuánto durará el viaje? — pregunté.

—Cinco días. A pie. ¿Te gustan las junglas, Kinnall?

—Todavía no les conozco el sabor.

—Es un sabor que aprenderás — dijo Schweiz.

Y se volvió para consultar al capitán Khrisch, que planeaba efectuar no sé qué expedición propia siguiendo la costa sumarana. Schweiz dispuso que nuestro barco estuviera de vuelta en ese puerto, esperándonos, cuando volviéramos de nuestro viaje al interior de la jungla. Los marineros de Khrisch descargaron nuestro equipaje — principalmente mercancías para trueques; espejos, cuchillos y baratijas, ya que a los sumaranos no les servía la moneda veladana — y pusieron el barco a navegar por el estrecho antes de la caída de la noche.

Schweiz y yo tuvimos una choza para los dos, en un saliente rocoso sobre el puerto. Colchones de hojas, mantas de piel animal, una ventana torcida, ninguna instalación sanitaria: a esto nos han traído los miles de años de viaje del hombre entre las estrellas. Regateamos por el precio del alojamiento; finalmente llegamos a un acuerdo en cuchillos y varas caloríferas, y a la puesta del sol se nos sirvió la cena. Un guiso — sorprendentemente sabroso — de carnes sazonadas, unas angulosas frutas rojas, una olla de verduras a medio cocer, una jarra de algo que quizá fuera leche fermentada… Comimos lo que se nos dio, y lo disfrutamos más de lo que había previsto cualquiera de los dos, aunque hicimos bromas nerviosas acerca de las enfermedades que probablemente contraeríamos. Más por costumbre que por convicción, ofrecí una libación al dios de los viajeros. Schweiz preguntó:

—¿Así que todavía crees, después de todo?

Yo contesté que no encontraba razón alguna para no creer en los dioses, aunque mi fe en las enseñanzas de los hombres se había debilitado mucho.

Tan cerca del Ecuador, la oscuridad llegaba con rapidez, un súbito telón negro. Nos quedamos un rato sentados afuera; Schweiz me obsequió con un poco más de astronomía y me puso a prueba respecto de lo que ya había aprendido. Después nos acostamos. Menos de una hora más tarde, dos figuras entraron en nuestra choza; yo, que aún estaba despierto, me senté instantáneamente, imaginando ladrones o asesinos, pero cuando buscaba a tientas un arma, un rayo de luna perdido me mostró el perfil de uno de los intrusos, y vi el balanceo de unos pechos pesados. Desde el oscuro rincón opuesto Schweiz dijo:

—Creo que están incluidas en el precio de esta noche.

Otro instante, y unas carnes desnudas y calientes se apretaron contra mi cuerpo. Aspiré un olor penetrante, y al tocar una gorda cadera la encontré cubierta por algún aceite picante: un cosmético sumarano, como descubrí más tarde. En mí, la curiosidad reñía con la cautela. Tal como cuando era muchacho y me hospedaba en Glain, temía contagiarme alguna enfermedad en las entrañas de una mujer de una raza desconocida. Pero ¿no debía experimentar acaso el tipo sureño de amor? Desde donde estaba Schweiz llegó un chasquido de carne contra carne, alegres risas, líquidos sonidos labiales. La muchacha que estaba conmigo se agitó impaciente. Separándole los rollizos muslos, exploré, excité, penetré. La joven se retorció hasta lograr lo que era, supongo, la posición nativa correcta, tendida de costado, dándome la cara, una pierna echada sobre mi cuerpo y el talón apoyado con fuerza en mis nalgas. No había tenido una mujer desde mi última noche en Manneran eso y mi viejo problema de precipitación me perdieron, y me vacié en las habituales descargas prematuras. La muchacha gritó algo, probablemente burlándose de mi virilidad, a su compañera que gemía y suspiraba en el rincón de Schweiz, y obtuvo por respuesta unas risitas. Furioso y apesadumbrado me obligué a revivir, y moviéndome de arriba abajo lenta y ceñudamente, la volví a penetrar, aunque el hedor de su aliento casi me paralizaba, y su sudor, mezclado con el aceite, formaban una combinación nauseabunda. Por fin la conduje al placer, pero fue una triste faena, un trabajo agotador. Con todo hubo concluido, ella me mordisqueó el codo: creo que era un beso sumarano. Su agradecimiento. Su petición de disculpas. Después de todo, la había servido bien. Por la mañana observé a las doncellas de la aldea, preguntándome cuál era la que me había honrado con sus caricias. Todas tenían dientes de menos, pechos caídos, ojos de pescado: ojalá mi compañera de lecho no fuera ninguna de las que vi. Durante días vigilé inquieto mi órgano, esperando cada mañana verlo cubierto de manchas rojas o llagas supurantes; pero todo lo que recibí de la muchacha fue un desapego por el estilo sumarano de pasión.

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