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Cuando estuvimos anclados en el muelle de Manneran, y los estibadores en plena labor desembarcando el cargamento, yo cobré mi paga y bajé del barco para entrar en la ciudad. Al pie del embarcadero me detuve para recibir un pase a tierra de los funcionarios de inmigración mannerangueses. Cuando me preguntaron cuánto tiempo permanecería en la ciudad, contesté impávido que pensaba quedarme entre ellos tres días, aunque mi verdadera intención era instalarme allí para el resto de mi vida.

Ya había estado en Manneran dos veces: una al salir de la infancia, para ser vinculado a Halum, y otra a los siete años para mi Día del Nombre. Mis recuerdos de la ciudad se limitaban a vagos y casuales esquemas cromáticos: los tonos rosado claro, verde y azul de los edificios; las oscuras masas verdes de la densa vegetación; el negro y solemne interior de la Capilla de Piedra. Al alejarme del puerto esos colores volvieron a bombardearme, y ante mis ojos deslumbrados resplandecieron brillantes imágenes de mi niñez. Manneran no está construida con piedra, como nuestras ciudades norteñas, sino con una especie de yeso artificial, que pintan en leves tonos pastel, de modo que cada pared y cada fachada cantan jubilosamente y ondulan como una cortina al sol. Era un día luminoso, y los rayos de luz rebotaban alegremente por todos lados, incendiando las calles y obligándome a protegerme los ojos.

Me asombró también la complejidad de las calles. Los arquitectos mannerangueses confían mucho en el ornamento, los edificios se engalanan con ornados balcones de herraje, caprichosas volutas, ostentosas tejas, chillones cortinajes, de modo que el ojo norteño ve en un primer momento un desorden monstruoso y desconcertante, que sólo gradualmente se resuelve en un panorama de elegancia, gracia y proporción. Por todas partes hay también plantas: árboles que bordean ambos lados de la calle, enredaderas que bajan en cascada desde macetas en las ventanas, flores que brotan impetuosas en jardines callejeros, y la sugerencia de una frondosa vegetación en los ocultos patios de las casas. El efecto es refinado y sofisticado, una interacción de profusión selvática y disciplinadas texturas urbanas. Manneran es una ciudad extraordinaria: sutil, sensual, lánguida, opulenta.

Mis recuerdos infantiles no me prepararon para el calor. Una bruma vaporosa envolvía las calles. El aire era húmedo y pesado. Sentí que casi podía tocar el calor, asirlo y apretarlo, retorcerlo como un trapo mojado. Llovía calor y yo estaba empapado. Llevaba puesto un uniforme gris, tosco y pesado, el atavío habitual en invierno a bordo de un barco mercante glinés. y aquélla era una sofocante mañana de primavera en Manneran; veinticinco pasos en aquella humedad asfixiante y tuve ganas de arrancarme las irritantes ropas y andar desnudo.

Una guía telefónica me proporcionó la dirección de Segvord Helalam, el padre de mi hermana vincular. Paré un taxi y fui allí. Helalam vivía en las afueras de la ciudad, en un suburbio fresco y frondoso de casas lujosas y relucientes lagos; una alta pared de ladrillos protegía su casa de la vista de los transeúntes. Llamé a la puerta y esperé a que me observaran. El taxi esperaba también, como si el conductor supiera con certeza que no me recibirían. Desde dentro de la casa una voz, sin duda de algún mayordomo, me interrogó por la línea de observación.

—Kinnall Darival de Salla — respondí —, hermano vincular de la hija del Gran Juez Helalam, desea visitar al padre de su hermana vincular.

—Lord Kinnall está muerto — se me informó fríamente —, y por lo tanto usted es algún impostor.

Volví a llamar.

—Observe esto, y juzgue si está muerto — dije, sosteniendo ante el ojo de la máquina mi pasaporte real, que había ocultado tanto tiempo —. ¡Es Kinnall Darival quien tiene delante, y no lo pasará muy bien si le niega su acceso al Gran Juez!

—Los pasaportes pueden ser robados. Los pasaportes pueden ser falsificados.

—¡Abra la puerta!

No hubo respuesta. Llamé por tercera vez, y en esta ocasión el invisible mayordomo me dijo que llamaría a la policía si no me marchaba de inmediato. El conductor del taxi, estacionado al otro lado de la calle, tosió cortésmente. Yo no había previsto nada de eso. ¿Tendría que volver a la ciudad y buscar hospedaje, y escribir a Segvord Helalam pidiéndole una cita, ofreciéndole pruebas de que seguía vivo?

Por suerte se me ahorraron estas molestias. Apareció un suntuoso terramóvil negro, del tipo que generalmente sólo utilizaba la más alta aristocracia, y de él descendió Segvord Helalam, Gran Juez del Puerto de Manneran. Helalam estaba entonces en la cima de su carrera, y mostraba el porte de un rey; era un hombre bajo, pero bien formado, con una hermosa cabeza, una cara rubicunda, una noble cabellera blanca y aspecto vigoroso y decidido. Los ojos, de un azul intenso, eran capaces de lanzar fuego, y la nariz era un corvo pico imperial, pero borraba todo ese aire de ferocidad con una sonrisa cálida y fácil. En Manneran se le tenía por un hombre sabio y moderado. Fui inmediatamente hacia él, gritándole con alegría:

—¡Padre vincular!

Helalam se volvió rápidamente y me miró con fijeza y perplejidad; dos jóvenes corpulentos que le acompañaban en el terramóvil se colocaron entre el Juez Supremo y yo, como si me creyeran un asesino.

—Sus guardaespaldas pueden tranquilizarse — dije —. ¿Es incapaz de reconocer a Kinnall de Salla?

—Lord Kinnall murió el año pasado — respondió Segvord con rapidez.

—Esa es una dolorosa noticia para el mismo Kinnall — dije.

Me erguí, reasumiendo una actitud principesca por primera vez desde mi triste salida de la ciudad de Glin, y me enfrenté con ademanes tan furiosos a los protectores del Gran Juez que éstos retrocedieron, deslizándose al lado de su amo. Segvord me examinó minuciosamente. Me había visto por última vez en la coronación de mi hermano; desde entonces habían transcurrido dos años, y yo había perdido mis últimos restos de blandura infantil. Mi año cortando troncos se me notaba en el cuerpo, mi invierno entre los agricultores me había curtido el rostro, y mis semanas como marinero me habían dejado sucio y desaseado, con el pelo enmarañado y una barba hirsuta. La mirada de Segvord se abrió paso gradualmente entre estas transformaciones hasta que se convenció de mi identidad, entonces se precipitó rápidamente a mi encuentro, abrazándome con tanto fervor que casi perdí pie por la sorpresa. Gritó mi nombre, y yo el suyo; después la puerta se abrió, y él me llevó adentro de prisa. La alta mansión color crema, meta de todos mis vagabundeos y afanes, se alzaba ante mí.

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