La cabaña consistía en una sola habitación grande dividida en sectores mediante endebles cortinas. Stumwill colocó una nueva, me dio paja para mi colchón y ya tuve aposento. Éramos siete bajo ese techo: Stumwill, yo, la mujer de Stumwill, una ramera cansada a quien podría haber tomado por su madre, tres de sus hijos — dos varones a quienes les faltaban unos años para la virilidad y una muchacha en plena adolescencia — y la hermana vincular de la muchacha, que aquel año se alojaba en casa de ellos. Eran gente alegre, inocente, confiada. Aunque nada sabían de mí, todos me adoptaron de inmediato como un miembro de la familia, algún tío desconocido que regresaba inesperadamente de viajes lejanos. No estaba preparado para la facilidad con que me aceptaron, y al principio la atribuí a alguna obligación con la cual mi ex patrón les había atado a mí; pero no, eran bondadosos por naturaleza, sin preguntas ni sospechas. Comí en su mesa, me senté con ellos frente a su chimenea, participé en sus juegos. Cada cinco noches Stumwill llevaba una enorme bañera abollada con agua caliente para toda la familia, y yo me bañaba con ellos, dos o tres a la vez en la bañera, aunque por dentro me turbaba frotarme contra los cuerpos desnudos y regordetes de la hija de Stumwill y su hermana vincular. Supongo que podría haber tenido a una u otra de haberlo querido, pero me mantuve apartado de ellas, creyendo que semejante seducción sería un abuso de hospitalidad. Más tarde, cuando entendí mejor a los campesinos, comprendí que era mi abstinencia lo que había constituido un abuso de hospitalidad, ya que las muchachas eran mayores y seguramente dispuestas, y yo las había desdeñado. Pero eso lo vi justo después de haber dejado la casa de Stumwill. Ahora esas jóvenes tienen hijos adultos. Supongo que ya me habrán perdonado mi falta de galantería.
Pagaba por mi hospedaje y también ayudaba en los quehaceres, aunque en invierno había poco que hacer, salvo palear nieve y alimentar el fuego. Ninguno de ellos mostró curiosidad por mi identidad o mi historia. No me hicieron preguntas, y creo que ninguna pasó jamás por sus mentes. Tampoco se entremetieron los demás pobladores, aunque me dedicaron el escrutinio que cualquier desconocido habría recibido. A veces llegaban periódicos a la aldea, y pasaban de mano en mano hasta que todos los habían leído; entonces, quedaban depositados en la vinatería situada al comienzo de la vía principal. Consultando allí ese archivo de hojas manchadas y rotas, averigüé lo que pude acerca de lo sucedido el año anterior. Comprobé que la boda de mi hermano Stirron había tenido lugar en la fecha fijada, con adecuada pompa real. Su rostro enjuto y preocupado me miró desde un pedazo borroso y grasiento de papel viejo, y junto a él estaba su radiante novia, pero no pude distinguir sus rasgos. Había tensión entre Glin y Krell respecto a los derechos de pesca en una zona costera disputada, y algunos hombres habían muerto en escaramuzas fronterizas. Compadecí al general Condorit, cuyo sector de patrullaje estaba casi en el extremo opuesto de la frontera, y por consiguiente se había perdido la diversión de involucrar de algún modo a Salla en el tiroteo. Un monstruo marino, sinuoso y de doradas escamas, diez veces más largo que un hombre, había sido avistado en el Golfo de Sumar por una partida de pescadores mannerangueses, quienes habían pronunciado en la Capilla de Piedra un solemne juramento en cuanto a la autenticidad de lo que habían visto. El septarca principal de Threish, un viejo y sangriento bandido, si es cierto lo que cuentan de él, había abdicado, y vivía en un sagrario en las montañas del oeste, no lejos de la Quebrada de Stroin, oficiando de drenador para los peregrinos que iban hacia Manneran. Ésas eran las noticias. No encontré mención alguna de mí. Acaso Stirron había perdido interés en hacerme capturar y llevarme de vuelta a Salla.
Por lo tanto, quizá pudiese tratar de abandonar Glin.
Pese a mi ansiedad por salir de aquella gélida provincia, donde mis propios parientes me desairaban y solamente los extraños me demostraban afecto, dos cosas me retenían. Primero, me proponía quedarme con Stumwill hasta que pudiera ayudarle en la siembra de primavera, en retribución de su bondad. Segundo, no quería iniciar un viaje tan peligroso sin drenarme, temiendo que en algún percance mi alma fuera a los dioses todavía llena de venenos. El poblado de Klaek no tenía drenador propio, sino que dependía, para su consuelo, de drenadores ambulantes que pasaban de vez en cuando por la campiña. En invierno, esos vagabundos desaparecían, y yo había tenido que prescindir de drenajes desde el verano anterior, cuando un miembro de esa profesión había visitado el campamento maderero.
Llegó una nevada de invierno tardío, una tempestad de maravillas que cubrió cada rama con una ardiente piel blanca e inmediatamente después hubo un deshielo. El mundo se disolvió. Klaek quedó rodeada por océanos de barro. Cruzando este resbaladizo mar llegó, conduciendo un terramóvil viejo y destartalado, un drenador que instaló su tienda en una vieja choza, haciendo muy buenos negocios entre los pobladores. Acudí a él el quinto día de su visita, cuando la cala era más corta, y me alivié durante dos horas, sin ahorrarle nada, ni la verdad acerca de mi identidad, ni mi nueva filosofía subversiva sobre la realeza, ni los pequeños y sucios deseos y orgullos reprimidos. Evidentemente, era una dosis mayor de la que esperaba recibir un drenador rural, y éste parecía inflarse a medida que yo vertía mis palabras; al final temblaba tanto como yo, y apenas podía hablar. Me pregunté dónde irían a descargar los drenadores todos los pecados y penas que absorbían de sus clientes. Se les prohíbe hablar con hombres comunes de cualquier cosa de la que se hayan enterado en el confesionario; ¿tenían entonces drenadores de drenadores, sirvientes de los sirvientes, a quienes pudieran transmitir lo que no podían mencionar a nadie más? No veía cómo podía un drenador cargar durante mucho tiempo, sin ayuda, con un fardo de tristezas como el que recibía de una docena de clientes en un día de audiencia.
Una vez limpia mi alma, sólo me quedaba esperar el tiempo de siembra, que no tardó en llegar. La temporada de cultivo en Glin es corta; echan las semillas a tierra antes de que haya cedido del todo la opresión del invierno, para que puedan recibir cada rayo del sol primaveral. Stumwill esperó hasta asegurarse de que el deshielo no sería seguido por un último tumulto de nieve, y después, cuando la tierra era todavía un cenagal absorbente, él y su familiar salieron al campo a plantar semillas de pan, flor de especias y globoazul.
La costumbre era ir a la siembra desnudos. La primera mañana me asomé desde la cabaña de Stumwill, y vi a los vecinos que de todos los lados caminaban desnudos hacia los surcos, niños, padres y abuelos totalmente en cueros, con bolsas de semillas sobre los hombros: una procesión de rodillas nudosas vientres colgantes, pechos resecos, nalgas arrugadas, iluminada aquí y allá por los cuerpos lisos y firmes de los jóvenes. Creyendo que soñaba despierto, miré a mi alrededor y vi a Stumwill, su esposa e hija ya desvestidos, y haciéndome señas de que les imitara. Tomaron las bolsas y salieron de la cabaña. Los dos hijos corrieron tras ellos, dejándome con la hermana vincular de la hija de Stumwill, que se había quedado dormida y acababa de aparecer. También ella se quitó las ropas; tenía un cuerpo flexible y gracioso, con pechos altos de oscuros pezones y muslos esbeltos y musculosos. Mientras me quitaba las ropas le pregunté:
—¿Por qué se sale desnudo con tanto frío?
—El barro hace resbalar, y es más fácil lavar la piel que la ropa — explicó.
En eso había bastante de cierto, ya que la siembra fue un espectáculo cómico: los campesinos resbalaban en el traicionero fango cada diez pasos que daban. Al suelo iban, aterrizando sobre la cadera o las nalgas y levantándose embarrados. Era una cuestión de pericia sujetar el cuello de la bolsa al caer, para que no se dispersaran las valiosas semillas. Yo caí como los demás, acostumbrándome con rapidez, y en verdad había placer en resbalar, ya que el contacto con el barro provocaba una sensación voluptuosa. Así avanzábamos, entre tambaleos y tropezones, golpeando la carne contra el barro una y otra vez, riendo, cantando, introduciendo las semillas en el suelo frío y blando, y en pocos minutos no quedó uno de nosotros que no estuviera cubierto de barro del cráneo al trasero. Al principio yo temblaba miserablemente, pero pronto la risa y las caídas me dieron calor, y cuando terminó la faena del día nos reunimos desvergonzadamente desnudos frente a la cabaña de Stumwill y nos empapamos unos a otros con baldes de agua. Me parecía razonable que prefirieran exponer la piel antes que la ropa en semejante jornada, pero de hecho la explicación que me había dado la muchacha era incorrecta: más tarde, esa misma semana, supe por Stumwill que la desnudez era una cuestión religiosa, un signo de humildad ante los dioses de las cosechas, y nada más.
Ocho días llevó terminar la siembra. Al noveno, deseando a Stumwill y a los suyos una cosecha abundante, me despedí del poblado de Klaek e inicié mi viaje hacia la costa.