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Cinco días. En realidad, seis: Schweiz había entendido mal o el cacique sumarano contaba mal. Teníamos un guía y tres cazadores. Nunca había caminado tanto, desde el amanecer al crepúsculo, pisando un suelo dócil y flexible. La jungla se elevaba, una muralla verde, a ambos lados del estrecho sendero. Humedad asombrosa, tanto que nadábamos en el aire, peor que en el peor día en Manneran. Insectos con ojos enjoyados y aterradores aguijones. Alimañas serpenteantes con muchas patas, que pasaban corriendo ante nosotros. Forcejeos y horribles gritos en la maleza, fuera de la vista. El sol que caía en chorros moteados, logrando apenas atravesar el alto dosel. Flores que estallaban en los troncos de los árboles; parásitos, dijo Schweiz. Una de esas flores era una cosa amarilla e hinchada con rostro humano, ojos saltones, una boca abierta manchada de polen. Y otra, más extravagante aún, pues entre los pétalos rojos y negros le brotaba una parodia de órganos genitales, un carnoso falo, dos esferas colgantes. Chillando de risa, Schweiz se apoderó de la primera que encontramos, envolvió con la mano el pene floral, picarescamente coqueteó con él y lo acarició. Los sumaranos murmuraron; quizá se preguntaban si habían hecho bien enviándonos mujeres a nuestra choza la noche anterior.

Nos arrastramos por la espina dorsal del continente, saliendo de la jungla durante un día y medio para trepar una montaña de regular tamaño, después más jungla del otro lado. Schweiz preguntó a nuestro guía por qué no habíamos rodeado la montaña en vez de subirla, y se le contestó que aquélla era la única ruta, pues todos los llanos circundantes estaban infestados de hormigas venenosas: muy alentador. Más allá de la montaña se extendía una cadena de lagos, arroyos y lagunas, muchos de los cuales hervían de grises hocicos dentados que apenas sobresalían de la superficie. Todo esto me parecía irreal. A pocos días de navegación hacia el norte se encontraba Velada Borthan, con sus casas bancarias y sus terramóviles, sus cobradores aduaneros y sus sagrarios. Aquél era un continente domado, salvo su inhabitable interior. En cambio, el hombre no había dejado ninguna huella en el paraje por donde marchábamos. Me oprimía su desordenado salvajismo, así como el aire pesado, los ruidos nocturnos, las ininteligibles conversaciones de nuestros primitivos acompañantes.

Al sexto día llegamos al poblado nativo. Tal vez unas trescientas chozas de madera se distribuían sobre un vasto prado, en un sitio donde dos ríos de modesto tamaño corrían juntos. Tuve la impresión de que allí había existido antes una población más grande, posiblemente hasta una ciudad, ya que en los márgenes del caserío vi herbosos montículos y promontorios, muy posiblemente el emplazamiento de antiguas ruinas. ¿O sería simplemente una ilusión? ¿Tanto necesitaba convencerme de que los sumaranos habían retrocedido desde que salieron de nuestro continente que tenía que ver pruebas de declinación y decadencia dondequiera que mirara?

Los lugareños nos rodearon: no hostiles, sólo curiosos. No era común para ellos ver gente del norte. Algunos se acercaron y me tocaron, una tímida palmada en el antebrazo, un tímido apretón en la muñeca, acompañados invariablemente por una rápida sonrisita. Esta gente de la jungla no parecía tener la hosca acritud de los que vivían en las chozas cerca del puerto. Eran más mansos, más abiertos, más infantiles. La poca cantidad de civilización veladana que había contagiado a la gente del puerto, les había oscurecido los espíritus; no sucedía lo mismo aquí, donde el contacto con norteños era menos frecuente.

Comenzó un interminable conciliábulo entre Schweiz nuestro guía y tres de los patriarcas de la aldea. Después de los primeros momentos, Schweiz quedó excluido: el guía, complaciéndose en largas cascadas de adornos verbales complementados con frenéticas gesticulaciones, parecía explicar una y otra vez lo mismo a los lugareños, que constantemente le ofrecían la misma serie de réplicas. Ni Schweiz ni yo pudimos entender una sílaba. Por fin el guía, aparentemente agitado, se volvió hacia Schweiz y le soltó una andanada de mannerangués con acento sumarano, que a mí me resultó casi totalmente impenetrable, pero que Schweiz, con su pericia de mercader para comunicarse con extraños, logró descifrar. Finalmente Schweiz me dijo:

—Están dispuestos a vendernos la droga, siempre que podamos demostrarles que somos dignos de tenerla.

—¿Cómo lo haremos?

—Tomando un poco con ellos esta noche, en un ritual de amor. Nuestro guía ha estado tratando de disuadirlos, pero no ceden. Si no hay comunión, no hay mercancía.

—¿Hay riesgos? — pregunté.

Schweiz meneó la cabeza.

—A mí no me lo parece. Pero el guía tiene la idea de que sólo buscamos ganancia con la droga, que no nos proponemos utilizarla nosotros mismos, sino volver a Manneran y vender la que consigamos por muchos espejos, muchas varas caloríferas y muchos cuchillos. Como cree que no somos adictos a la droga, está tratando de protegernos de su influencia. También los pobladores creen que no somos adictos, y no quieren saber nada de entregar ni una pizca a quien se proponga simplemente comerciarla. Sólo la entregarán a creyentes sinceros.

—Es que somos creyentes sinceros — dije.

—Lo sé, pero no puedo convencer de eso a nuestro hombre. Conoce lo suficiente sobre los norteños para saber que no abren la mente en ningún momento, y quiere protegernos por nuestra enfermedad espiritual. Pero probaré de nuevo.

Entonces fueron Schweiz y nuestro guía quienes parlamentaron, mientras los jefes del poblado guardaban silencio. Adoptando los gestos y hasta el acento del guía, de modo que ambas partes de la conversación se me hicieron ininteligibles, Schweiz insistió, insistió e insistió, y el guía resistía a todo lo que el terrestre le decía, y me dominó un sentimiento de desesperación; estuve a punto de sugerir que nos diéramos por vencidos y volviéramos a Manneran con las manos vacías. Entonces, no sé cómo, Schweiz se hizo entender. El guía, todavía desconfiado, preguntó evidentemente a Schweiz si en verdad quería lo que decía querer, y Schweiz respondió enfáticamente que sí, y el guía, con aire escéptico, se volvió una vez más hacia los jefes del poblado. Esta vez habló sólo brevemente con ellos, y luego brevemente de nuevo con Schweiz.

—Ya está arreglado — me dijo Schweiz —. Esta noche tomamos la droga con ellos. — Inclinándose hacia mí, me tocó el codo —. Debes recordar algo. Cuando caigas bajo la influencia de la droga, ama. Si no puedes amarles, todo está perdido.

Me ofendió que le hubiera parecido necesario prevenirme.

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