28

Pocas veces vienen terrestres a Borthan. Antes de Schweiz había visto sólo a dos, ambos en la época en que mi padre ocupaba la septarquía. El primero fue un hombre alto, de barba roja, que visitó Salla cuando yo tenía unos cinco años; era un viajero que andaba de un mundo a otro por diversión, y acababa de cruzar las Tierras Bajas Abrasadas solo y a pie. Recuerdo haber escrutado su rostro con intensa concentración, buscando las señales de su origen en otro mundo; tal vez un ojo adicional, cuernos, tentáculos, colmillos.

Como no tenía nada de eso, por supuesto, dudé abiertamente de su relato, según el cual venía de la Tierra. Stirron beneficiado por dos años más de escuela que yo, fue quien me dijo, en tono burlón, que todos los mundos del cielo, incluyendo el nuestro, habían sido colonizados por gente venida de la Tierra, motivo por el cual un terrestre se parecía a cualquiera de nosotros. Sin embargo, cuando otro terrestre apareció en la corte unos años más tarde, yo seguía buscando colmillos y tentáculos. Éste era un hombre robusto y alegre, de piel parda clara, un científico que coleccionaba muestras de nuestra naturaleza para alguna universidad en un sitio lejano de la galaxia. Mi padre le llevó a las Tierras Bajas Abrasadas a buscar aves-punzón; yo rogué que me dejasen ir con ellos. Soñaba con la Tierra. Buscándola en los libros, vi el retrato de una planeta azul con muchos continentes, y una enorme luna picada de viruela que giraba a su alrededor, y pensé: «De aquí vinimos todos. Éste es el comienzo de todo». Leía sobre los reinados y naciones de la vieja Tierra, las guerras y devastaciones, los monumentos, las tragedias. La salida al espacio, la llegada a las estrellas. Hubo un tiempo en que incluso imaginaba que yo mismo era un terrestre, nacido en el antiguo planeta de las maravillas, y traído a Borthan durante mi infancia para ser cambiado por el verdadero hijo de un septarca. Me decía que cuando creciera viajaría a la Tierra y caminaría por ciudades de diez mil años, desandando la línea de migración que habían seguido los antepasados de mis antepasados de la Tierra a Borthan. Quería también poseer un trozo de la Tierra; algún cacharro, algún pedazo de piedra, alguna moneda abollada, como vínculo tangible con el mundo situado en el corazón de los vagabundeos del hombre. Y ansiaba que algún otro terrestre llegara a Borthan para poder hacerle un millón de preguntas, para poder implorarle un trozo de la Tierra para mí. Pero ninguno vino, y yo crecí, y mi obsesión por el primer planeta del hombre se desvaneció.

Entonces Schweiz se cruzó en mi camino.

Schweiz se dedicaba al comercio. Muchos terrestres lo hacen. Cuando le conocí, hacía un par de años que se hallaba en Borthan como representante de una compañía exportadora con base en un sistema solar no lejano del nuestro. Traficaba en mercancías manufacturadas y buscaba a cambio nuestras pieles y especias. Durante su estancia en Manneran se había trabado en controversia con un importador local respecto de un cargamento de pieles proveniente de la costa noroeste. Este individuo intentó dar a Schweiz calidad inferior a un precio superior al acordado, Schweiz le demandó y el caso llegó a la Magistratura del Puerto. Eso fue hace unos tres años, y poco más de tres después del retiro de Segvord Helalam.

Los hechos del caso eran inequívocos, y no cabían dudas en cuanto a la decisión. Uno de los jueces inferiores aprobó el alegato de Schweiz y ordenó al importador que cumpliera su contrato con el terrestre estafado. Por lo común yo no habría intervenido en el asunto. Pero cuando los papeles referentes al caso llegaron al Gran Juez Kalimol para su revisión de rutina antes de ser confirmado el veredicto, yo los ojeé y vi que el demandante era un terrestre.

Me aguijoneó la tentación. Mi antigua fascinación por esa raza — mis delirios sobre colmillos, tentáculos y ojos adicionales — volvió a dominarme. Tenía que hablarle. ¿Qué esperaba obtener de él? ¿Las respuestas a las preguntas que habían quedado sin respuesta cuando yo era un niño? ¿Algún indicio sobre la naturaleza de las fuerzas que habían impulsado hacia las estrellas al género humano? ¿O simple entretenimiento, un momento de diversión en una vida demasiado plácida?

Pedí a Schweiz que se presentara en mi oficina.

Llegó casi corriendo; una figura impetuosa, enérgica, en ropas de estilo y tono ostentosos. Sonriendo con júbilo frenético me palmeó la mano, estrechándomela, clavó los nudillos en mi escritorio, se retiró unos pasos y empezó a pasearse por la habitación.

—¡Los dioses le guarden, su señoría! — exclamó.

Pensé que su extraño proceder, su elasticidad de resorte y su desorbitada intensidad nacían de su temor hacia mí, pues motivos de preocupación no le faltaban: acababa de ser citado por un poderoso funcionario para discutir un caso que creía haber ganado. Pero más tarde comprobé que ese comportamiento de Schweiz era una expresión de su propia naturaleza bulliciosa, y no de alguna tensión momentánea y específica.

Schweiz era un hombre de estatura mediana y muy enjuto sin rastros de grasa sobre el esqueleto. Tenía piel leonada, y el pelo, color miel oscuro, le caía lacio hasta los hombros. Sus ojos eran brillantes y traviesos, su sonrisa rápida y socarrona, e irradiaba un vigor juvenil, un entusiasmo dinámico, que en aquel momento me cautivó, aunque más tarde le convertiría en una compañía agotadora para mí. Con todo, no era ningún muchacho: su cara mostraba las primeras arrugas de la vejez, y el pelo, pese a ser abundante, comenzaba a ralearle encima de la frente.

—Siéntese — le dije, porque sus cabriolas me estaban inquietando.

No sabía bien cómo iniciar la conversación. ¿Cuánto podría preguntarle antes de que se amparase en el Pacto y sellase los labios? ¿Hablaría de sí mismo y de su mundo? ¿Tenía yo algún derecho a inmiscuirme en el alma de un extranjero, lo que no me atrevería a hacer con un habitante de Borthan? Ya vería. La curiosidad me empujaba. Al ver que miraba con tristeza el legajo, tomé los documentos relativos a su caso y se los tendí, diciendo:

—Uno pone primero lo primero… Su veredicto ha sido confirmado. Hoy el Gran Juez Kalimol estampará su sello, y antes de que salga la luna tendrá usted su dinero.

—Auspiciosas palabras, su señoría.

—Con esto concluye el asunto legal…

—¿Una entrevista tan breve? No parece necesario haber hecho esta visita sólo para conversar un momento, su señoría.

—Uno debe admitir que usted fue citado aquí para discutir otras cosas que su demanda.

—¿Cómo, su señoría? — preguntó el terrestre, evidenciando desconcierto y alarma.

—Para hablar de la Tierra — dije —. Para satisfacer la ociosa curiosidad de un burócrata aburrido. ¿No tiene inconveniente? ¿Está dispuesto a hablar un poco, ahora que ha sido atraído aquí so pretexto de negocios? Sabrá usted, Schweiz, que a uno le ha fascinado siempre la Tierra y los terrestres.

Para lograr alguna comunicación con él, pues seguía ceñudo y desconfiado, le conté la historia de los otros dos terrestres a quienes había conocido, y de mi convicción infantil de que tendrían una forma extraña. Se tranquilizó y escuchó con agrado, y antes de que yo terminara Schweiz reía de buena gana.

—¡Colmillos! — exclamaba —. ¡Tentáculos! — Se pasó las manos por la cara —. ¿Realmente creía eso, su señoría? ¿Qué los terrestres eran seres tan grotescos? ¡Por todos los dioses, su señoría, ojalá en mi cuerpo hubiera algo extraño, para poder divertirle!

Cada vez que Schweiz hablaba de sí mismo en primera persona, yo me sobresaltaba. Sus obscenidades indiferentes destruían el estado de ánimo que yo había procurado establecer. Aunque traté de fingir que nada malo pasaba, Schweiz advirtió instantáneamente su desatino e, incorporándose de un salto con obvia aflicción dijo:

—¡Mil perdones! Uno tiende a olvidar su gramática a veces, cuando no está acostumbrado a…

—No hay ofensa — me apresuré a decir.

—Debe comprender, su señoría, que los viejos hábitos de lenguaje son persistentes, y al usar su idioma uno cae a veces en el modo que le es más natural, aun cuando…

—Por supuesto, Schweiz. Un desliz imperdonable — dije. El terrestre temblaba —. Además — agregué con un guiño —, soy un hombre adulto. ¿Cree que yo me escandalizo con tanta facilidad?

Usé estas vulgaridades de modo deliberado, para tranquilizarle. La táctica dio resultado, ya que se apaciguó, calmándose. Pero no se aprovechó el incidente para volver a utilizar palabras soeces conmigo esa mañana, y a decir verdad tuvo cuidado de observar las sutilezas de la etiqueta gramatical durante mucho tiempo, hasta que esas cosas dejaron de importar entre nosotros.

De nuevo le pedí que me hablara de la Tierra, la madre de todos nosotros.

—Un pequeño planeta — dijo —. Lejos. Ahogado en sus propios y viejos desechos; los venenos de dos mil años de descuido y superpoblación ensucian sus cielos, sus mares y su tierra. Un feo lugar.

—¿Feo de veras?

—Todavía quedan algunos distritos atractivos. No son muchos ni dan motivo para jactarse. Algunos árboles aquí y allá. Un poco de césped. Un lago. Una cascada. Un valle. En su mayor parte, el planeta es un estercolero. Los terrestres suelen decirse que ojalá pudieran desenterrar a sus primeros antepasados, devolverles la vida y luego estrangularles. Por su egoísmo. Por su despreocupación hacia las generaciones posteriores. Llenaron el mundo consigo mismos, y gastaron todo.

—¿Por qué los terrestres construyeron imperios en el cielo? ¿Para escapar de la suciedad de su mundo natal?

—Sí, en parte es eso — repuso Schweiz —. Eran tantos mies de millones de personas… Y todos los que tenían vigor para Irse se marcharon. Pero no fue sólo por huir, ¿sabe? Fue un ansia de ver cosas extrañas, un ansia de emprender viajes, un ansia de recomenzar. De crear nuevos y mejores mundos del hombre. Una cadena de Tierras en el firmamento.

—¿Y los que no se fueron? — pregunté —. ¿Sigue habiendo en la Tierra esos otros miles de millones de personas?

Pensaba en Velada Borthan y en sus escasos cuarenta o cincuenta millones.

—Oh, no, no. Ahora está casi vacía, es un mundo fantasmagórico; ciudades en ruinas, carreteras agrietadas… Ya pocos viven allí. Cada año nacen menos.

—Pero ¿usted nació allí?

—Sí, en el continente llamado Europa. Pero hace casi treinta años que uno no ve la Tierra. Desde que tenía catorce.

—No parece usted tan viejo — comenté.

—Uno calcula el tiempo en años de duración terrestre — explicó Schweiz —. De acuerdo con vuestros cómputos, uno se acerca ahora a la edad de treinta.

—Uno lo mismo — dije —. Y he aquí también a uno que abandonó su país natal antes de llegar a la edad adulta.

Hablaba libremente, mucho más libremente de lo correcto; sin embargo, no podía detenerme. Había hecho hablar a Schweiz, y sentía el impulso de ofrecer algo propio a cambio.

—Que salió de Salla siendo muchacho para buscar fortuna en Glin — agregué —, y al cabo de un tiempo encontró mejor suerte en Manneran… Un vagabundo como usted, Schweiz.

—En tal caso, hay un vínculo entre nosotros.

¿Podía abusar de este vínculo? Le pregunté:

—¿Por qué abandonó la Tierra?

—Por igual motivo que todos los demás. Para ir donde el aire es limpio y un hombre tiene alguna posibilidad de llegar a ser algo… Los únicos que pasan allí toda su vida son los que no tienen más remedio que quedarse.

—¡Y ése es el planeta que toda la galaxia venera! — dije extrañado —. ¡El origen de tantos mitos! ¡El planeta con que sueñan los muchachos! El centro del universo…, ¡un grano, un absceso!

—Lo expresa usted muy bien.

—Sin embargo, se le venera.

—¡Oh, venérenlo, venérenlo! — exclamó Schweiz; los ojos le relucían —. ¡Los cimientos del género humano! ¡El gran originador de la especie! ¿Por qué no venerarlo, su señoría? Veneren los audaces comienzos que allí se hicieron. Veneren las elevadas ambiciones que surgieron de su barro. Y veneren también los terribles errores. La antigua Tierra cometió una equivocación tras otra, y se ahogó en el error, para que ustedes se salvaran de tener que pasar por las mismas hogueras y tormentos. — Schweiz rió ásperamente —. La Tierra murió para redimirles del pecado a ustedes, los pobladores de las estrellas. ¿Qué le parece eso como idea religiosa? Alrededor de esa idea se podría componer toda una liturgia. Un sacerdocio de la Tierra redentora. — De pronto se inclinó hacia mí, diciendo —: Su señoría, ¿es usted religioso?

Aunque me desconcertó la impetuosa intimidad de la pregunta, no levanté ninguna barrera.

—Desde luego — repuse.

—¿Va al sagrario, habla con los drenadores, todo eso?

Estaba atrapado; tenía que contestar.

—Sí. ¿Le sorprende eso? — dije.

—De ninguna manera. En Borthan todos parecen ser auténticamente religiosos. Y eso me asombra. Es que uno mismo no es religioso en lo más mínimo, su señoría. Uno lo intenta, lo ha intentado siempre, se ha esforzado tanto por convencerse de que allá arriba hay seres superiores que guían el destino… Y a veces uno casi lo consigue, su señoría, casi cree, se acerca a la fe, pero entonces el escepticismo lo anula todo cada vez. Y uno termina diciendo: no, no es posible, no puede ser, desafía la lógica y el sentido común. ¡La lógica y el sentido común!

—Pero, ¿cómo puede vivir todos sus días sin una proximidad con algo sagrado?

—Uno se arregla bastante bien la mayoría de las veces. La mayoría de las veces.

—¿Y en las demás ocasiones?

—Es entonces cuando uno siente el impacto de saber que está totalmente solo en el universo. Desnudo bajo los astros, y la luz de las estrellas cae sobre la piel descubierta, abrasándola; un fuego frío, y no hay nadie que le proteja a uno, nadie que ofrezca un escondite, nadie a quien rezar. ¿Se da cuenta? El cielo es hielo, y el suelo es hielo, y el alma es hielo, y ¿quién la calentará? No hay nadie. Uno se ha convencido de que no existe nadie que pueda dar consuelo. Uno quiere algún sistema de creencias, quiere someterse, humillarse y caer de rodillas, gobernado por la metafísica, ¿comprende? ¡Creer, tener fe! Pero no puede. Y es entonces cuando viene el terror. Los secos sollozos. Las noches de insomnio.

Schweiz tenía el rostro encendido y desencajado de excitación; me pregunté si estaría totalmente cuerdo. Inclinándose sobre el escritorio, cerró su mano sobre la mía (un ademán que me azoró, aunque no me aparté) y dijo con voz ronca:

—Su señoría, ¿cree usted en dioses?

—Claro está.

—¿De un modo literal? ¿Cree que hay un dios de los viajeros, y un dios de los pescadores, y un dios de los agricultores, y uno que vela sobre los septarcas, y…?

—Hay una fuerza que da orden y forma al universo — repuse —. Esta fuerza se manifiesta de diversos modos, y para cerrar la brecha entre nosotros y esa fuerza, consideramos cada una de sus manifestaciones como un «dios», sí, y extendemos nuestras almas hacia esta o aquella manifestación, según lo exijan nuestras necesidades. Aquellos de entre nosotros que carecen de educación aceptan esos dioses literalmente, como si tuvieran caras y personalidades. Otros comprenden que son metáforas de los aspectos de la fuerza divina, y no una tribu de potentes espíritus que viven en las alturas. Pero no hay nadie en Velada Borthan que niegue la existencia de la fuerza misma.

—Uno siente tan ardiente envidia de eso… — dijo Schweiz —. Criarse en una cultura que posee coherencia y estructura, tener tal seguridad de verdades definitivas, sentirse parte de un plan divino…, ¡qué maravilloso debe de ser! Entrar en un sistema de creencias… Casi valdría la pena soportar los grandes defectos de esta sociedad para tener algo así.

—¿Defectos? — De pronto me encontré a la defensiva —. ¿Qué defectos?

Schweiz entrecerró los ojos y se mojó los labios. Quizá estuviera calculando si lo que se proponía decir me lastimaría o me enojaría.

—Posiblemente «defectos» sea una palabra demasiado fuerte — replicó —. Uno podría decir, en cambio, los límites de esta sociedad, su…, bueno, su estrechez. Uno se refiere ahora a la necesidad de proteger al propio yo de los demás congéneres, eso que ustedes imponen. Los tabúes que impiden referirse al yo, expresarse con franqueza, abrir el alma…

—¿Acaso uno no abrió su alma ante usted hoy en esta misma habitación?

—¡Ah, pero ha estado hablando con un extraño, con alguien que no forma parte de su cultura, con alguien de quien sospecha secretamente que tiene tentáculos y colmillos! ¿Sería tan libre con un ciudadano de Manneran?

—Nadie en Manneran habría hecho preguntas como las que usted hizo.

—Es posible. A uno le falta el entrenamiento de los nativos en cuanto a autorrepresión. ¿Quiere decir que esas preguntas acerca de su filosofía religiosa violan su intimidad espiritual? ¿Son ofensivas para usted?

—Uno no tiene objeción en hablar de esas cosas — dije sin mucha convicción.

—Pero es una conversación tabú, ¿verdad? No estábamos utilizando palabras atrevidas, salvo esa vez en que cometí un desliz, pero estábamos abordando ideas atrevidas, estableciendo una relación atrevida. Usted bajó un poco su barrera, ¿eh? Uno se lo agradece. Hace tanto que uno está aquí, años ya, y jamás ha hablado libremente con un hombre de Borthan, ¡ni una sola vez! Hasta que hoy uno intuyó que usted estaba dispuesto a sincerarse un poco. Ésta ha sido una experiencia extraordinaria, su señoría. — Otra vez con su sonrisa de maníaco, Schweiz se movió espasmódicamente por la oficina — . Uno no quiso criticar el modo de vida que tiene aquí — continuó —. A decir verdad, quiso elogiar ciertos aspectos de él, tratando al mismo tiempo de comprender otros.

—¿Cuáles elogiar, cuáles comprender?

—Comprender el hábito de ustedes de levantar murallas a su alrededor. Elogiar la facilidad con que aceptan la presencia divina. Uno les envidia por eso. Como uno ha dicho, no fue criado en ningún sistema de creencias, y es incapaz de dejarse alcanzar por la fe; tiene siempre la cabeza llena de insidiosas preguntas escépticas. Uno es constitucionalmente incapaz de aceptar lo que no puede ver o sentir, y por eso debe estar siempre solo, y anda por la galaxia buscando la puerta de la creencia, probando esto, probando aquello, pero nunca encuentra… — Schweiz se interrumpió, sonrojado y sudoroso —. Ya ve, pues, — su señoría, que aquí tienen algo valioso, la capacidad de dejarse convertir en parte de un poder mayor. Uno quisiera aprenderlo de ustedes. Por supuesto, es una cuestión de condicionamiento cultural. Borthan todavía conoce a los dioses, la Tierra les ha sobrevivido. En este planeta la civilización es joven. El impulso religioso tarda miles de años en desgastarse.

—Además — dije —, este planeta fue colonizado por hombres de fuertes convicciones religiosas, que vinieron aquí específicamente para preservarlas, y que se esforzaron mucho por infundirlas a sus descendientes.

—También eso. Su Pacto. Sin embargo, eso fue… ¿hace cuánto? ¿Mil quinientos, dos mil años? Todo eso podría haberse derrumbado ya, pero no lo ha hecho. Es más fuerte que nunca. La devoción, la humildad, la autonegación de ustedes…

—Los que no pudieron aceptar y transmitir los ideales de los primeros colonizadores no fueron autorizados a quedarse entre ellos — señalé —. Eso ha tenido su efecto en las pautas culturales, si usted acepta que características tales como la rebeldía y el ateísmo pueden ser eliminados de una raza. Los que aceptaban se quedaron; los que rechazaban se fueron.

—¿Se refiere usted a los exiliados que se fueron a Sumara Borthan?

—¿Conoce usted la anécdota?

—Naturalmente. Uno aprende la historia de cualquier planeta al que es asignado… Sumara Borthan, sí. ¿Estuvo alguna vez allí, su señoría?

—Pocos de nosotros visitan ese continente — dije.

—¿Alguna vez pensó en ir?

—Nunca.

—Hay quienes van — dijo Schweiz, y me miró con una extraña sonrisa.

Iba a interrogarle al respecto, pero en ese momento entró un secretario con una pila de documentos, y Schweiz se levantó de prisa.

—Uno no desea consumir demasiado del valioso tiempo de su señoría… — dijo —. ¿Tal vez podría continuarse esta conversación en otro momento?

—Uno espera tener ese placer — le contesté.

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