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Varios días después de la partida de Noim, no sé qué impulso culpable me llevó a la Capilla de Piedra. Para matar el tiempo hasta que Jidd pudiera recibirme, recorrí los pasillos y recovecos del oscuro edificio, deteniéndome ante altares, inclinándome humildemente ante semiciegos eruditos del Pacto que discutían en un patio, rechazando ambiciosos drenadores menores que, al reconocerme, me ofrecían sus servicios. Por todos lados me rodeaban las cosas de los dioses, y no conseguí detectar la divina presencia. Quizá Schweiz hubiera encontrado la divinidad a través de las almas de otros hombres, pero yo, al entregarme a la exhibición, había perdido de algún modo esa otra fe, y no me importaba. Sabía que tarde o temprano hallaría el camino de vuelta a la gracia a través de este nuevo tributo de amor y confianza que esperaba ofrecer. Por eso merodeé en el sagrario de los sagrarios como un simple turista.

Me presenté ante Jidd. No había tenido ningún drenaje desde inmediatamente después de la primera vez que Schweiz me dio la droga sumarana. Así lo hizo notar el hombrecito de nariz ganchuda cuando me entregó el contrato. Presiones de la Magistratura, expliqué, y Jidd meneó la cabeza emitiendo un sonido reprobatorio.

—Debes de estar lleno a rebosar — dijo.

No le respondí: me acomodé ante su espejo para mirar fijamente el rostro enjuto y poco familiar que lo habitaba. Me preguntó qué dios quería, y le contesté que el dios de los inocentes. Entonces me lanzó una mirada extraña. Se encendieron las luces sagradas. Con palabras suaves, Jidd me condujo al semitrance de la confesión. ¿Qué podía decir yo? ¿Que ignorando mi juramento había seguido usando la pócima de la exhibición con todo aquel que la aceptara de mí? Quedé en silencio. Jidd me aguijoneó. Hizo algo que, por cuanto yo sabía, nunca había hecho antes un drenador: habló de un drenaje previo, pidiéndome que volviese a hablar de la droga cuyo uso había admitido antes. ¿Había vuelto a usarla? Acerqué la cara al espejo, nublándolo con mi aliento. Sí. Sí. Uno es un miserable pecador y ha sido débil una vez más. Entonces Jidd me preguntó cómo había obtenido esa droga, y yo respondí que la primera vez la había tomado en compañía de uno que la había comprado a un hombre que había estado en Sumara Borthan. Sí, dijo Jidd; y ¿cómo se llamaba ese compañero? Fue una torpeza: inmediatamente me puse en guardia. Me parecía que la pregunta de Jidd iba mucho más allá de las necesidades de un drenaje, y por cierto que no podía tener nada que ver con mi propia situación en ese momento. Por lo tanto me negué a darle el nombre de Schweiz, lo cual impulsó al drenador a preguntarme, con cierta aspereza, si temía que él fuese a transgredir el secreto del ritual.

¿Lo temía? En algunas ocasiones había ocultado cosas a un drenador por vergüenza, pero nunca porque temiera una traición. Yo era ingenuo, y tenía fe en la ética del sagrario. Sólo entonces, repentinamente suspicaz, con esa sospecha que el mismo Jidd había sembrado, desconfié de él y de toda su tribu. ¿Por qué quería saber? ¿Qué información buscaba? ¿Qué podía ganar él, o yo, con revelarle dónde obtenía la droga? Tensamente respondí:

—Uno busca perdón sólo para uno mismo, y ¿cómo puede obtenerlo revelando el nombre de su compañero? Que él haga su propia confesión.

Pero, naturalmente, no había ninguna posibilidad de que Schweiz acudiese a un drenador; así había llegado yo a jugar con las palabras ante Jidd. Su drenaje había perdido todo valor, dejándome con una cáscara vacía.

—Si quieres recibir la paz de los dioses, debes revelar plenamente tu alma — dijo Jidd.

¿Cómo podía hacer tal cosa? ¿Confesar que había seducido a once personas para que se exhibiesen? No necesitaba el perdón de Jidd. No tenía fe en su buena voluntad. Me incorporé bruscamente, un tanto mareado por haber estado arrodillado a oscuras, vacilando un poco, casi tambaleante. El rumor distante de un himno cantado pasó flotando ante mí, junto con un rastro del aroma que despedía el precioso incienso de una planta de las Tierras Bajas Húmedas.

—Hoy uno no está preparado para el drenaje — le dije a Jidd —. Uno debe examinar con más atención su alma.

Y me eché a andar hacia la puerta dando tumbos. Jidd miró perplejo el dinero que yo le había dado.

—¿Y el dinero? — preguntó.

Le contesté que podía guardárselo.

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