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Había una mujer joven a quien yo mantenía para mi diversión en un cuarto, en el lado sur de Manneran, en la maraña de viejas calles detrás de la Capilla de Piedra. Afirmaba ser hija bastarda del duque de Kongoroi, engendrada cuando éste cumplía una visita oficial a Manneran en los días en que reinaba mi padre. Tal vez lo que contaba fuera cierto. Ella lo creía, sin duda. Tenía la costumbre de ir dos o tres veces por luna a visitarla para una hora de placer, cada vez que me sentía demasiado asfixiado por la rutina de mi vida, cada vez que sentía la garganta apretada por la mano del aburrimiento. Era simple, pero apasionada: vigorosa, accesible, nada exigente. Yo no le oculté mi identidad, pero no le daba nada de mi yo interior, ni ella esperaba que lo hiciera: hablábamos muy poco, y no era amor lo que había entre nosotros. A cambio de lo que costaba su hospedaje, me dejaba hacer uso ocasional de su cuerpo, y la transacción no era más compleja que eso: un contacto entre pieles, un estornudo de las entrañas. Ella fue la primera a quien di la droga. La mezclé con vino dorado.

—Beberemos esto — le dije, y cuando me preguntó por qué respondí —: Nos acercará más.

Ella preguntó, sin mucha curiosidad, qué nos haría, y yo expliqué:

—Abrirá a uno ante el otro, y hará transparentes todos los muros.

No formuló ninguna protesta; no hubo discursos sobre el Pacto, ni lamentos por la invasión del fuero íntimo, ni sermones con respecto a los males del exhibicionismo. Hizo lo que se le decía, convencida de que yo no le causaría ningún daño. Tomamos la dosis y luego nos tendimos desnudos en el diván, esperando que comenzara el efecto. Yo le acariciaba los frescos muslos, le besaba las puntas de los senos, le mordisqueaba juguetonamente los lóbulos, y pronto empezó la extraña sensación, el zumbido y la ráfaga de aire, y comenzamos a detectarnos mutuamente los latidos y el pulso.

—Oh — exclamó ella —. ¡Oh, qué rara se siente una!

Pero no se asustó. Nuestras almas flotaron juntas a la deriva y se fusionaron en la clara luz blanca que venía del Centro de Todas las Cosas. Y descubrí cómo es tener sólo un tajo entre los muslos, y aprendí cómo es agitar los hombros y hacer que se choquen unos pesados senos, y sentí óvulos que vibraban impacientes en mis ovarios. En el apogeo del viaje unimos nuestros cuerpos. Sentí que mi vara se deslizaba en mi caverna. Sentí que me movía contra mí mismo. Sentí la lenta succión de la marea oceánica del éxtasis que empezaba a elevarse en alguna parte de mi oscuro centro ardiente y húmedo, y sentí la danza del cálido y punzante cosquilleo del éxtasis inminente a lo largo de mi instrumento, y sentí el duro e hirsuto escudo de mi pecho aplastando los tiernos globos de mis senos, y sentí labios sobre mis labios, lengua sobre mi lengua, alma en mi alma. Esta unión de nuestros cuerpos duró horas, o así pareció. Y en ese lapso mi yo estuvo abierto para ella, de modo que pudo ver en él todo lo que quiso: mi adolescencia en Salla, mi fuga a Glin, mi casamiento, mi amor hacia mi hermana vincular, mis debilidades, mis autoengaños, y miré en ella y vi su dulzura, el vértigo, la primera vez que encontró sangre sobre los muslos, la otra sangre de un momento posterior, la imagen de Kinnall Darival tal como ella la lleva en su mente, los vagos e informes mandamientos del Pacto, y todo el resto de su moblaje mental. Entonces nos arrebataron las tempestades de nuestros sentidos. Sentí su orgasmo y el mío, el mío y el mío, el suyo y el suyo, la doble columna de frenesí que era una sola, el espasmo y el borbotón, el empuje y el empuje, el ascenso y la caída. Yacimos sudorosos, pegajosos y exhaustos, la droga todavía atronando a través de nuestras mentes unidas. Abrí los ojos y vi los suyos, desenfocados, las pupilas dilatadas. Ella me miró con una sonrisa asimétrica.

—Yo… yo… yo… yo… yo — dijo —. ¡Yo! — Tanto la maravilló esto que pareció deslumbrarla —. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!

Deposité un beso entre sus senos y sentí yo mismo el roce de mis labios.

—Yo te amo — dije.

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