Noim me trató con toda cortesía, indicando que podía quedarme en su casa tanto como quisiera: semanas, meses, hasta años. Era presumible que mis amigos de Manneran terminaran logrando liberar parte de mis bienes, y yo compraría tierras en Salla e iniciaría la vida de un señor rural; o quizá Segvord, el duque de Sumar y otros hombres influyentes consiguieran anular mi procesamiento, de modo que yo pudiese volver a la provincia sureña. Hasta entonces, me dijo Noim, su hogar era mío. Pero yo detecté una sutil frialdad en su trato, como si la hospitalidad sólo me fuera ofrecida por respeto hacia nuestro vínculo. Sólo al cabo de algunos días salió a la superficie el origen de este distanciamiento. Una noche, tarde, después de cenar en la gran sala de banquetes, hablábamos de nuestros días de infancia — nuestro principal tema de conversación, mucho menos peligroso que cualquier referencia a hechos recientes —, cuando Noim dijo súbitamente:
—¿Alguna vez esa droga tuya le ha causado pesadillas a alguien?
—Uno no ha oído hablar de tales casos, Noim.
—Aquí tienes a uno, entonces. Uno que se despertó empapado en frío sudor noche tras noche durante semanas, después de compartir la droga en Manneran. Uno creyó que perdería la cabeza.
—¿Qué clase de sueños? — pregunté.
—Cosas horribles. Monstruos. Dientes. Garras. Una sensación de no saber quién es uno. Trozos de la mente de otros flotando a través de la de uno. — Bebió su vino de un trago —. ¿Buscas placer en esa droga, Kinnall?
—Conocimiento.
—¿Conocimiento de qué?
—Conocimiento de uno mismo y conocimiento de los demás.
—Uno prefiere la ignorancia, entonces. — Se estremeció —. Kinnall, tú sabes que uno nunca ha sido una persona especialmente reverente. Uno blasfemaba, uno sacaba la lengua a los drenadores, uno se reía de lo que contaban acerca de los dioses, ¿eh? Con esa sustancia casi le has convertido a uno en un hombre de fe. El terror de abrir la mente de uno…, de saber que uno no tiene defensas, que tú puedes introducirte directamente en el alma de uno y lo estás haciendo… es imposible de soportar.
—Imposible para ti — dije —. Otros lo anhelan.
—Uno se inclina por el Pacto — repuso Noim —. El fuero íntimo es sagrado. El alma de uno le pertenece a uno. El placer de exhibirla es un placer sucio.
—No exhibirla. Compartirla.
—¿Suena mejor así? Muy bien: el placer de compartirla es un placer sucio, Kinnall. Aun cuando seamos hermanos vinculares. La última vez que uno estuvo contigo volvió con la sensación de haber sido mancillado. Con arena y astillas en el alma. ¿Eso es lo que quieres para todos? ¿Hacernos sentir a todos sucios de culpabilidad?
—No tiene por qué haber culpabilidad, Noim. Uno da, uno recibe, uno sale mejor de lo que era…
—Más sucio.
—Mejorado. Engrandecido. Más compasivo. Habla con otros que la hayan probado — dije.
—Por supuesto. A medida que salgan corriendo de Manneran, refugiados, desterrados, uno les interrogará sobre la belleza y la maravilla de exhibir el yo. Perdón: de compartirlo.
Vi el tormento en los ojos de Noim. Todavía quería amarme, pero la droga sumarana le había mostrado cosas — sobre él mismo, quizá sobre mí — que le hacían odiar al que le había dado la droga. Noim era una de esas personas para quien las paredes son necesarias; yo no me había dado cuenta de eso. ¿Qué había hecho para convertir a mi hermano vincular en mi enemigo? Tal vez si pudiéramos tomar la droga por segunda vez yo podría aclararle más las cosas…, pero no, de eso no había esperanzas. La sinceridad asustaba a Noim. Yo había transformado a mi blasfemo hermano vincular en un hombre del Pacto. Ya nada podía decirle.
Tras un rato de silencio dijo:
—Uno tiene que pedirte algo, Kinnall.
—Lo que quieras.
—Uno vacila en poner límites a un huésped. Pero si has traído contigo algo de esa droga desde Manneran, Kinnall, si la tienes oculta en tus habitaciones… deshazte de ella, ¿entiendes? No debe estar en esta casa. Deshazte de ella, Kinnall.
Jamás en mi vida había mentido a mi hermano vincular. Jamás.
Mientras el estuche enjoyado que el duque de Sumar me había dado ardía contra mi pecho, dije solemnemente a Noim:
—Nada tienes que temer a ese respecto.