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A principios de la primavera se abatió sobre Manneran un calor lunático, acompañado por lluvias tan frecuentes que toda la vegetación de la ciudad enloqueció, y habría devorado todas las calles si no se la hubiera cortado todos los días. Por todas partes había verde, verde, verde: un halo verde en el cielo, una cascada de lluvia verde, una verde luz solar atravesando a veces las nubes, hojas verdes anchas y lustrosas desenroscándose en cada balcón y en cada parcela ajardinada. Hasta el alma de un hombre puede enmohecerse en ese ambiente. Verdes eran también los toldos de la calle de los mercaderes de especias. Loimel me había dado una larga lista de cosas para comprar, manjares de Threish y Velis y las Tierras Bajas Húmedas, y como un dócil marido fui a buscarlas, pues la calle de las especias distaba poco de la Magistratura. Loimel preparaba un gran banquete para celebrar el Día del Nombre de nuestra hija menor, quien al fin recibiría el nombre adulto que le destinábamos: Loimel. Todos los personajes de Manneran habían sido invitados a presenciar cómo mi esposa adquiría una tocaya. Entre los invitados habría varios que habían probado clandestinamente la droga sumarana conmigo, y esto me producía un secreto agrado; sin embargo, Schweiz no había sido invitado, pues a Loimel le parecía grosero, y de todos modos había salido de Manneran para no sé qué viaje de negocios en el preciso momento en que el clima empezaba a enloquecer.

Cruzando el verdor fui hacia el mejor almacén. Acababa de caer un chaparrón, y el cielo era una placa verde y chata apoyada en los tejados. Hasta mí llegaban deliciosas fragancias, dulzuras, olores acres, nubes de aromas que me hacían cosquillas en la lengua. Bruscamente unas negras burbujas me recorrieron el cráneo, y por un momento fui Schweiz regateando en un muelle con un marino que acababa de traer un cargamento de costosos productos desde el golfo de Sumar. Me detuve a disfrutar de este enredo de yoes. Schweiz se esfumó; a través de la mente de Noim percibí el olor a heno recién trillado en las tierras de los Condorit, bajo un delicioso sol de fines del verano, y después, súbita y sorprendentemente, fui el director de banco apretando con la mano el miembro de otro hombre. No puedo transmitirte el impacto de este último rayo de experiencia transferida, breve e incandescente. Había tomado la droga con ese director de banco no hacía mucho, y entonces no había visto en su alma nada de esa inclinación por su propio sexo. Yo no habría pasado por alto una cosa así. Yo había fabricado esa visión gratuitamente o él me había escondido esa parte de su yo, guardando frenéticamente sus predilecciones hasta este instante del descubrimiento. ¿Era posible un ocultamiento parcial como ése? Yo había creído que la mente se abría del todo. No me perturbaba la índole de sus deseos, sino sólo mi imposibilidad de conciliar lo que acababa de experimentar con lo que me había llegado de él cuando compartimos la droga. Pero poco tiempo tuve para reflexionar sobre este problema. Mientras estaba boquiabierto frente a la especiería, una mano flaca se posó en la mía, y una voz cautelosa dijo:

—Debo hablarte en secreto, Kinnall.

Debo. No uno debe. La palabra me arrancó bruscamente de mi ensueño.

A mi lado estaba Androg Mihan, guardián de los archivos del septarca principal de Manneran. Era un hombre pequeño, gris y de rasgos afilados, el último a quien uno creería capaz de buscar placeres ilegales; el Duque de Sumar, una de mis primeras conquistas, le había guiado hasta mí.

—¿Adónde vamos? — pregunté, y Mihan señaló un sagrario de clase inferior y aspecto despreciable, situado al otro lado de la calle.

Afuera, su drenador procuraba atraer clientes. Aunque no veía cómo podríamos hablar en secreto en un sagrario, seguí de todos modos al archivero; entramos en el sagrario y Mihan dijo al drenador que trajera los formularios contractuales. En cuanto el hombre se fue, Mihan se acercó a mí y dijo:

—La policía va hacia tu casa. Esta tarde, cuando vuelvas serás arrestado y encarcelado en una de las islas del golfo de Sumar.

—¿Dónde te enteraste?

—El decreto fue confirmado esta mañana, y entregado a mí para su archivo.

—¿Bajo qué acusación? — pregunté.

—Exhibicionismo — repuso Mihan —. Acusación asentada por agentes de la Capilla de Piedra. También hay una acusación civil: uso y distribución de drogas ilegales. Te tienen atrapado, Kinnall.

—¿Quién es el delator?

—Un tal Jidd, que afirma ser drenador en la Capilla de Piedra. ¿Te dejaste sonsacar la historia de la droga en drenaje?

—Sí. Mi inocencia. La santidad del sagrario…

—¡La santidad del estercolero! — exclamó Androg Mihan con vehemencia —. ¡Ahora debes huir! Toda la fuerza del gobierno se ha reunido contra ti.

—¿Adónde iré?

—El duque de Sumar te alojará esta noche — respondió Mihan —. Después… no sé.

Entonces volvió el drenador, trayendo un juego de contratos. Con una sonrisa posesiva, dijo:

—Bueno, caballeros, ¿cuál de ustedes será el primero?

—Uno ha recordado otra cita — declaró Mihan.

—Uno se siente indispuesto de pronto — dije yo.

Arrojé una valiosa moneda al sorprendido drenador y salimos del sagrario. Afuera, Mihan fingió no conocerme, y fuimos cada uno por nuestro lado sin decir palabra. No dudé ni un momento de la verdad de su advertencia. Tenía que aceptar; Loimel se tendría que comprar ella misma las especias. Llamé a un coche y fui en seguida a la mansión del duque de Sumar.

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