Mientras tanto, en mi oficina de la Magistratura del Puerto, me esforzaba por hacer el trabajo que mi padre vincular me había encomendado. Cada día llegaba a mi escritorio una pila formidable de informes y memorándums; cada día yo procuraba decidir cuáles debían llegar al Gran Juez y cuáles debían ser ignorados. Al principio, naturalmente, no tenía base alguna para juzgar. Sin embargo, Segvord me ayudó, como lo hicieron varios funcionarios antiguos de la Magistratura, quienes advirtieron con razón que se beneficiarían más sirviéndome que tratando de bloquear mi inevitable ascenso. Entendí rápidamente la índole de mi trabajo, y antes de que todo el calor del verano reinara sobre Manneran yo ya actuaba con seguridad, como si hubiera pasado los últimos veinte años en esa tarea.
La mayor parte del material presentado para que el Gran Juez decidiera eran tonterías. Pronto aprendí a detectar ese tipo mediante un rápido examen, a menudo mirando apenas una sola página. El estilo en que estaba escrito me decía mucho; descubrí que quien no puede expresar sus pensamientos limpiamente por escrito es probable que no tenga ideas dignas de atención. El estilo es el hombre. Si la prosa es desmañada y torpe, lo más seguro es que también lo sea la mente del autor, y en tal caso, ¿qué valen sus ideas sobre el funcionamiento de la Magistratura del Puerto? Una mente grosera y vulgar ofrece percepciones groseras y vulgares. Yo mismo tuve que escribir mucho, resumiendo y condensando los informes de mediano valor, y todo lo que he aprendido del arte literario se remonta a los años en que estuve al servicio del Gran Juez. También mi estilo refleja al hombre, ya que me consta que soy serio, solemne, afecto a los gestos cortesanos, y propenso a comunicar quizá más de lo que los demás quieren realmente saber; todos estos rasgos los encuentro en mi prosa. Tiene sus defectos, pero estoy satisfecho con ella; yo tengo mis defectos, pero estoy satisfecho conmigo mismo.
No tardé en darme cuenta de que el hombre más poderoso de Manneran era una marioneta cuyos hilos yo controlaba. Yo decidía qué casos debía tratar el Gran Juez, yo elegía las solicitudes de favor especial que él leería, yo le proporcionaba los comentarios resumidos en los cuales se basaban sus veredictos. Segvord no me había permitido alcanzar tal poder accidentalmente. Era necesario que alguien efectuara el tamizado en que yo ahora me ocupaba, y hasta mi llegada a Manneran esa tarea había estado en manos de un comité de tres, todos con la ambición de ocupar el cargo de Segvord algún día. Temiendo a esos hombres, Segvord había tomado medidas para ascenderles a puestos de mayor esplendor pero menor responsabilidad. Después me deslizó en el lugar de ellos. Su único hijo había muerto siendo niño; por lo tanto, toda su protección se volcó hacia mí. Por cariño a Halum había decidido tranquilamente convertir a un príncipe sallano desposeído en una de las figuras dominantes de Manneran.
La importancia que yo llegaría a tener fue algo ampliamente sobreentendido, por muchos otros antes que por mí. Los príncipes que asistieron a mi boda no lo hicieron por respeto hacia la familia de Loimel, sino para congraciarse conmigo. Las suaves palabras de Stirron estaban destinadas a lograr que yo no mostrara hostilidad hacia Salla en mis decisiones. Sin duda mi real primo Truis de Glin se estaría preguntando ahora, preocupado, si yo sabía que era por obra suya que las puertas de su provincia se habían cerrado en mi cara; también él envió un hermoso regalo para mi casamiento. Y la afluencia de obsequios no cesó con la ceremonia nupcial. Constantemente me llegaban cosas bellas de aquellos cuyos intereses estaban ligados con lo que ocurría en la Magistratura del Puerto. En Salla daríamos a esos regalos su verdadero nombre, es decir sobornos; pero Segvord me aseguró que en Manneran yo no perjudicaba a nadie aceptándolos, mientras no los dejara interferir en la objetividad de mi juicio. Ahora comprendía cómo Segvord había llegado a vivir con un estilo tan principesco con el modesto salario de un juez. En honor a la verdad, yo procuré apartar de mi mente todos esos sobornos mientras desempeñaba mis obligaciones oficiales, y pesar cada caso según sus méritos y nada más.
Así encontré mi lugar en Manneran. Dominé los secretos de la Magistratura del Puerto, desarrollé una intuición para los ritmos del comercio marítimo, y serví con habilidad al Gran Juez. Me movía entre príncipes, jueces y hombres adinerados. Compré una casa pequeña pero suntuosa cerca de la de SegVord, y pronto hice que los constructores la ampliaran. Rendía culto en la mismísima Capilla de Piedra, como solamente lo hacen los poderosos, y para mis drenajes acudía al célebre Jidd. Fui aceptado en una selecta sociedad deportiva y exhibí mi pericia con la lanza emplumada en el Estadio de Manneran. Cuando visité Salla con mi esposa la primavera siguiente a nuestra boda, Stirron me recibió como si yo fuera el septarca mannerangués, haciéndome desfilar por la capital entre las aclamaciones de la multitud y agasajándome como a un rey en el palacio. No dijo una palabra acerca de mi fuga de Salla; por el contrario, fue cabalmente amable, de un modo reservado y distante. Di su nombre a mi primer hijo, que nació ese otoño.
Luego vinieron otros dos hijos, Noim y Kinnall, y dos hijas llamadas Halum y Loimel. Los varones eran altos y fuertes; las niñas prometían mostrar igual belleza que sus homónimas. Yo encontraba gran placer en ser padre de familia. Anhelaba el momento en que mis hijos pudieran acompañarme a cazar en las Tierras Bajas Abrasadas, o a navegar por los rápidos del Rio Woyn. Mientras tanto iba a cazar sin ellos, y las lanzas de muchas aves-punzón pasaron a decorar mi casa.
Como ya dije, Loimel continuó siendo una desconocida para mí. Uno no espera penetrar en el alma de su esposa tan profundamente como en la de su hermana vincular, pero no obstante, pese a las costumbres de reserva que observamos, sí cabe alcanzar cierta comunión con la persona con la que se vive. Yo nunca penetré en nada de Loimel, salvo en su cuerpo. La calidez y la franqueza que me había mostrado en nuestro primer encuentro se extinguieron con rapidez, y se volvió tan distante como cualquier esposa vientrefrío de Glin. Una vez, en pleno ardor amoroso, le dije «yo», como había hecho a veces con rameras, y ella me abofeteó y retorció las caderas para expulsarme de sus entrañas. Nos alejamos. Ella tenía su vida, yo la mía, al cabo de un tiempo ya no intentábamos alcanzarnos mutuamente por encima del abismo. Ella dedicaba su tiempo a la música, a bañarse, dormir al sol y ejercitar su devoción; yo a cazar, jugar, criar a mis hijos y hacer mi trabajo. Ella tomó amantes y yo también. Era un matrimonio indiferente. Apenas reñíamos; no estábamos lo bastante cerca ni siquiera para eso.
Noim y Halum me acompañaban gran parte del tiempo. Eran un gran consuelo para mí.
En la Magistratura mi autoridad y responsabilidad crecían año tras año. No fui ascendido de mi puesto como empleado del Gran Juez, ni tampoco aumentó mucho mi salario; sin embargo, todos sabían en Manneran que era yo quien gobernaba las decisiones de Segvord, y disfrutaba de una renta señorial de «regalos». Gradualmente Segvord abandonó la mayor parte de sus tareas, dejándomelas a mí. Pasaba semanas enteras en su refugio de la isla en el Golfo de Sumar, mientras yo firmaba con su inicial y sellaba documentos en su nombre. En mi vigesimocuarto año, que fue su quincuagésimo, dejó totalmente su oficina. Como yo no era mannerangués de nacimiento, me era imposible llegar a ser Gran Juez en su lugar; pero Segvord tomó medidas para que fuera designado sucesor suyo una amable nulidad, un tal Noldo Kalimol, con el acuerdo de que éste me mantendría en mi sitial de poder.
No iría errado quien pensara que mi vida en Manneran era una vida de comodidad y seguridad, de riqueza y autoridad. Las semanas transcurrían serenamente, y aunque no hay felicidad perfecta para ningún hombre, yo tenía pocos motivos de insatisfacción. Aceptaba plácidamente el fracaso de mi matrimonio, ya que en nuestro tipo de sociedad no se encuentra a menudo un amor profundo entre marido y mujer. En cuanto a mi otro pesar, mi amor sin esperanzas hacia Halum, lo mantenía muy oculto en mi interior, y cuando subía dolorosamente cerca de la superficie de mi alma me aliviaba con una visita al drenador Jidd. Así podría haber seguido, sin novedades, hasta el fin de mis días, si no hubiera llegado a mi vida el terrestre Schweiz.