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Otra vez refugiado. En un sólo día, todo el poder que había acumulado en quince años en Manneran quedaba perdido. Ni mi elevada cuna ni mis elevados contactos podían salvarme: aunque tuviera lazos de matrimonio o de amor o de política con la mitad de los amos de Manneran, nada podían hacer para ayudarme. Por lo que he dicho, podría parecer que me empujaron al exilio para salvar su propio pellejo, pero no fue así. Mi partida era necesaria, y les apenó tanto como a mí.

No tenía conmigo más que las ropas que llevaba puestas. Debía abandonar en Manneran mi vestuario, mis armas, mis ornamentos, mi riqueza misma. Cuando, siendo un joven príncipe, huí de Salla a Glin, había tenido la prudencia de transferir fondos por adelantado, pero ahora no podía disponer de nada. Mis bienes serían incautados; mis hijos quedarían en la indigencia. No había habido tiempo para preparativos.

Aquí, por fin, mis amigos me fueron útiles. El Procurador General, que era casi de mi estatura, había traído varias mudas de hermosas vestimentas. El Comisionado de Hacienda había obtenido para mí una buena fortuna en moneda sallana. El duque de Mannerangu Smor se quitó dos anillos y un colgante que llevaba puestos, para que yo no fuera a mi provincia natal sin adornos. El marqués de Woyn me hizo aceptar un puñal ceremonial y su vara calorífera, con valiosas joyas incrustadas en la empuñadura. Mihan prometió hablar con Segvord Helalam y contarle los detalles de mi ruina; creía que Segvord sería compasivo y protegería a mis hijos con toda su influencia, evitando además que el procesamiento de su padre les salpicara.

Por último, el duque de Sumar fue a verme a altas horas de la noche, cuando yo, solo y amargado, tomaba la cena, para lo que no había tenido tiempo antes, y me entregó una preciosa cajita de oro brillante, de las que pueden usarse para llevar medicinas.

—Ábrelo con cuidado — me dijo.

Así lo hice, y comprobé que rebosaba de polvo blanco. Asombrado, le pregunté dónde había obtenido aquello; contestó que, recientemente y en secreto, había enviado agentes a Sumara Borthan, y esos agentes habían vuelto con una pequeña provisión de droga. Afirmó tener más, pero creo que me dio todo lo que tenía.

—Partirás dentro de una hora — dijo el duque para detener mi efusión de gratitud.

Pedí que se me permitiera hacer antes una llamada.

—Segvord explicará la situación a tu esposa — dijo el duque.

—Uno no se refería a su esposa. Uno se refería a su hermana vincular. — Hablando de Halum, no podía pasar con facilidad a la áspera gramática que usábamos los que nos habíamos exhibido —. Uno no ha tenido ocasión de despedirse de ella.

El duque comprendió mi angustia, pues había estado dentro de mi alma. Pero no quiso concederme la llamada. Las líneas podían estar intervenidas; no podía arriesgarse a que mi voz saliera de su casa esa noche. Entonces comprendí lo delicado de su propia situación, y no insistí. Podía llamar a Halum al día siguiente, cuando hubiera cruzado el Woyn y estuviera a salvo en Salla.

Pronto llegó la hora de la partida. Mis amigos ya se habían marchado unas horas antes; sólo el duque me acompañó a la salida. Me esperaba su majestuoso terramóvil y un cuerpo de guardaespaldas en energocicletas individuales. El duque me abrazó. Subí al vehículo y me recliné en los almohadones. El conductor oscureció las ventanillas para ocultarme de las miradas, aunque sin interferir mi propia visión. El coche avanzó silencioso, tomó velocidad y se internó en la noche, con los acompañantes, que eran seis, revoloteando alrededor del terramóvil como insectos. Me pareció que habían transcurrido horas, y ni siquiera habíamos llegado a la entrada principal de la finca del duque. Después salimos a la carretera. Yo iba sentado como una estatua de hielo, casi sin pensar en lo que me había sucedido. Nuestra ruta era hacia el norte, e íbamos a tal velocidad que el sol no había salido aún cuando llegamos al límite de la finca del marqués de Woyn, en la frontera entre Manneran y Salla. Se abrió el portón; lo atravesamos velozmente, el camino cruzaba una densa selva donde la luz lunar me permitió ver siniestros brotes parasitarios que se enlazaban de un árbol a otro como peludas sogas. De pronto irrumpimos en un claro y divisé las riberas del río Woyn. El vehículo se detuvo. Alguien de oscura vestimenta me ayudó a bajar, como si yo fuera un anciano tembloroso, y me acompañó por la esponjosa orilla hasta el muelle largo y estrecho, apenas visible en la densa niebla que subía desde el lecho del río. Había una embarcación amarrada; era más bien pequeña, casi un bote. Sin embargo, cruzó a gran velocidad el ancho y turbulento Woyn. Aún no sentía ninguna reacción interior por mi destierro de Manneran. Mi situación era como la de aquel que, participando en un combate, ha perdido la pierna derecha, cortada desde el muslo por una saeta de fuego, y después yace mirando su muñón con calma y sin sentir dolor. Ya llegaría el dolor a su debido tiempo.

Se acercaba la aurora. Podía distinguir la silueta del lado sallano del río. Nos detuvimos en un muelle que sobresalía en una herbosa ribera, evidentemente el desembarcadero particular de algún noble. Entonces sentí alarma por primera vez. Dentro de un momento habría llegado a Salla. ¿Dónde me encontraría? ¿Cómo llegaría a alguna zona habitada? No era un muchacho para detener camiones y rogar que me llevasen. Pero todo esto me lo habían preparado horas antes. Cuando la embarcación tocó el muelle, una figura surgió de la penumbra y me tendió su mano: Noim. Me atrajo y me ciñó en un estrecho abrazo.

—Sé lo que ha pasado — dijo —. Te quedarás conmigo.

En su emoción, abandonó conmigo el uso cortés por primera vez desde nuestra infancia.

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