En la Capilla de Piedra me atreví a acercarme a un desconocido, un hombre bajo y robusto, de ropas principescas, posiblemente un miembro de la familia del septarca. Tenía la mirada clara y serena de un hombre de buena fe, y el aplomo de quien ha mirado dentro de sí mismo y no está disgustado por lo que ha visto. Pero cuando le dije mis palabras, me apartó de un empujón y me maldijo con tal furia que su ira se volvió contagiosa; enfurecido por sus palabras, estuve a punto de golpearlo con frenesí ciego. «¡Exhibicionista! ¡Exhibicionista!». El grito despertó ecos en el edificio sagrado, y de los cuartos de meditación salió gente a mirar, extrañada. Fue la peor vergüenza que había sentido en años. Mi exaltada misión entró en otra perspectiva: la vi como sucia, y a mí mismo como algo despreciable, un hombre que se arrastraba furtivamente como un perro, empujado por quién sabe qué compulsión a mostrar su andrajosa alma a desconocidos. Se fue la ira y vino el miedo: me escabullí entre las sombras y salí por una puerta lateral, temiendo ser arrestado. Durante una semana anduve de puntillas, siempre mirando atrás por encima del hombro. Pero nada me persiguió, salvo los remordimientos de conciencia.