58

Este duque es uno de los más ricos de Manneran, con extensas propiedades en el golfo y al pie de las Huishtor, y una espléndida residencia en la capital, situada en el centro de un parque digno del palacio de un emperador. Es aduanero hereditario de la Quebrada de Stroin, lo cual explica la opulencia de su familia, pues desde hace siglos se queda con una parte de todo lo que sale de las Tierras Bajas Húmedas para ser comercializado. En persona, este duque es un hombre de suma fealdad o de notable belleza, no estoy seguro: tiene una cabeza grande, chata y triangular, labios finos, poderosa nariz y una extraña cabellera densa y rizada, adherida al cráneo como una alfombra. Aunque su pelo está totalmente blanco, no tiene arrugas en la cara. Sus ojos son enormes, oscuros e intensos. Tiene las mejillas chupadas. Es una cara ascética, que siempre me había parecido alternativamente santa y monstruosa, y a veces ambas cosas a la vez. Había estado cerca de él casi desde mi llegada a Manneran, tantos años antes; él había ayudado a Segvord Helalam a subir al poder, y había oficiado de atador espiritual de Loimel en nuestra ceremonia nupcial. Cuando empecé a usar la droga sumarana, él lo adivinó por telepatía, y en una conversación de maravillosa sutileza se enteró por mí de que yo tenía la droga, e hizo arreglos para tomarla conmigo. Eso había ocurrido hacía cuatro lunas, a fines de invierno.

Al llegar a su casa, me encontré con que allí tenía lugar una tensa conferencia. Estaban presentes la mayoría de los hombres importantes que yo había atraído a mi círculo. El duque de Mannerangu Smor. El marqués de Woyn. El director de banco. El Comisionado de Hacienda y su hermano, el Procurador General de Manneran. El Señor de la Frontera. Y cinco o seis más de similar importancia. El archivero Mihan llegó poco después que yo.

—Ya estamos todos — dijo el duque de Mannerangu Smor —. Podrían barrernos de un solo golpe. ¿Están bien custodiados los alrededores?

—Nadie nos invadirá — respondió el duque de Sumar con cierta frialdad, evidentemente ofendido por la sugerencia de que la policía común pudiera irrumpir en su casa; luego fijó en mí sus ojos enormes y extraños —. Kinnall, ésta será tu última noche en Manneran, es inevitable. Tendrás que ser el chivo expiatorio.

—¿Por decisión de quién? — pregunté.

—Nuestra no — replicó el duque.

Explicó que ese día se había intentado en Manneran algo parecido a un golpe de estado, que todavía podía triunfar: una rebelión de burócratas menores contra sus amos. La causa, dijo, era que yo había admitido ante el drenador Jidd mi uso de la droga sumarana. (Hubo caras ensombrecidas en toda la habitación. La deducción tácita era que yo había sido un tonto al confiar en un drenador, y ahora debía pagar el precio de mi estupidez. No había sido tan sofisticado como aquellos hombres). Jidd, al parecer, se había aliado con una secta de funcionarios menores desafectos, ávidos de que llegara su turno en el poder. Dado que era drenador para casi todos los hombres importantes de Manneran, se hallaba en una posición extraordinariamente buena para ayudar a los ambiciosos traicionando los secretos de los poderosos. Aún no se sabía por qué Jidd había decidido contravenir así sus juramentos. El duque de Sumar sospechaba que, en Jidd, la familiaridad había engendrado desprecio, y que después de escuchar durante años las melancólicas efusiones de sus poderosos clientes, había llegado a detestarlos: exasperado por sus confesiones, disfrutaba colaborando en su destrucción. (Esto me dio un nuevo panorama de cómo podía ser el alma de un drenador.) Por lo tanto, hacía ya unos meses que Jidd venía entregando información útil a subordinados rapaces, quienes habían amenazado con esa información a sus amos, a veces con considerable eficacia. Al admitir ante él mi uso de droga me había hecho vulnerable, y Jidd me había vendido a cierta gente de la Magistratura que deseaba desplazarme del cargo.

—¡Pero eso es absurdo! — exclamé —. ¡La única prueba que hay contra mí está protegida por la santidad del sagrario! ¿Cómo puede Jidd presentar una querella contra mí basada en lo que he drenado? ¡Le acusaré de violar el contrato!

—Hay otro testimonio — dijo con tristeza el marqués de Woyn.

—¿Otro?

—Usando lo que oyó de tus propios labios — continuó el marqués —, Jidd pudo guiar a tus enemigos hacia canales de investigación. Han descubierto a una mujer que vive en las casuchas situadas detrás de la Capilla de Piedra, y esa mujer admitió ante ellos que tú le diste una bebida extraña que le abrió la mente para ti…

—Bestias.

—Además — agregó el duque de Sumar —, han podido asociar contigo a varios de nosotros. No a todos, sí a varios. Esta mañana, los propios subordinados nos han presentado a varios de nosotros exigencias de — renunciar a los respectivos cargos o ser descubiertos. Hemos afrontado estas amenazas con firmeza, y sus autores están ahora detenidos, pero quién sabe cuántos aliados tienen en puestos elevados. Es posible que para la próxima salida de la luna todos hayamos sido derrocados, y otros detenten nuestro poder. Pero lo dudo, pues, por cuanto podemos determinar, la única prueba sólida hasta ahora es la confesión de esa mujerzuela, que sólo te ha implicado a ti Kinnall. Las acusaciones hechas por Jidd serán, naturalmente inadmisibles, aunque puedan perjudicarnos de algún modo.

—Podemos destruir la credibilidad de esa mujer — dije —. Afirmaré que no la conozco. Diré…

—Demasiado tarde — intervino el Procurador General —. Su testimonio está registrado. He recibido una copia del Sumo Magistrado. Será legalizado. Estás irremediablemente implicado.

—¿Qué pasará? — pregunté.

—Aplastaremos las ambiciones de los chantajistas — dijo el duque de Sumar — y los arrojaremos a la pobreza. Arruinaremos el prestigio de Jidd y le expulsaremos de la Capilla de Piedra. Negaremos todas las acusaciones de exhibicionismo que puedan ser usadas contra nosotros. Pero tú debes salir de Manneran.

—¿Por qué? — Miré al duque, perplejo —. No carezco de influencia. Si vosotros podéis resistir las acusaciones, ¿por qué no yo?

—Tu culpabilidad está asentada — explicó el duque de Mannerangu Smor —. Si huyes, se puede sostener que sólo tú, y esa muchacha a quien corrompiste, estabais involucrados, y que lo demás fue urdido por seres inferiores, ambiciosos, que pretenden derrocar a sus amos. Si te quedas e intentas defender un caso perdido, terminarás por arrastrarnos a todos en tu caída, a medida que se desarrolle el interrogatorio.

Todo estaba claro para mí ahora.

Yo era peligroso para ellos. Podía ser doblegado en el tribunal, y su culpabilidad quedaría así en descubierto. Hasta ese momento yo era el único acusado, y el único vulnerable a los procesos de la justicia manneranguesa. Ellos no eran vulnerables sino a través de mí, y si me marchaba no habría modo de alcanzarlos. La seguridad de la mayoría exigía mi partida. Además: mi ingenua fe en el sagrario, que me había llevado a confesarme temerariamente ante Jidd, había provocado esta tempestad, que de lo contrario se podría haber evitado. Yo había causado todo aquello; era yo quien debía irse.

—Te quedarás con nosotros — dijo el duque de Sumar — hasta las horas oscuras de la noche, y entonces mi terramóvil particular, escoltado por guardaespaldas como si fuera yo quien viaja, te llevará a la finca del marqués de Wyon. Allí te estará esperando una embarcación fluvial. Al amanecer estarás al otro lado del Wyon y en Salla, tu tierra natal; que los dioses viajen contigo.

Загрузка...