Al caer la noche llegué a Glain. Es una ciudad amurallada, como la capital de Salla, pero por lo demás no se le parece mucho. Ciudad de Salla tiene elegancia y poderío; sus edificios están hechos con grandes bloques de piedra sólida, basalto negro y granito rosado extraídos de las montañas, y sus calles son anchas y extensas, proporcionando nobles panoramas y espléndidos paseos. Aparte de nuestra costumbre de reemplazar auténticas ventanas por estrechas hendiduras, Ciudad de Salla es un lugar abierto, invitador, cuya arquitectura anuncia al mundo la audacia y la autosuficiencia de sus ciudadanos. Pero ¡qué horrible es Glain!
Glain está hecha de sucio ladrillo amarillo, aderezado aquí y allá con mísera piedra arenisca rosada, que se deshace en partículas en cuanto se la toca con un dedo. No tiene calles, solamente callejuelas; las casas se apretujan como temerosas de que algún intruso pueda tratar de deslizarse entre ellas si aflojan la guardia. Una avenida de Glain no impresionaría a una zanja de Salla. De hecho, los arquitectos de Glain han creado una ciudad adecuada solamente para una nación de drenadores, ya que todo es asimétrico, torcido, irregular y tosco. Mi hermano, que había ido una vez a Glain en misión diplomática, me la había descrito, pero yo atribuí sus duras palabras a mero prejuicio patriótico; ahora veía que Stirron había sido demasiado tolerante.
En cuanto a la gente de Glain, no era más atractiva que su ciudad. En un mundo donde la sospecha y el sigilo son virtudes divinas, es previsible hallar escasez de encanto personal, pero los glaineses me resultaron mucho más virtuosos de lo necesario. Ropas oscuras, ceños oscuros, almas oscuras, corazones cerrados y encogidos. Hasta su manera de hablar evidencia un estreñimiento espiritual. En Glin se habla el mismo lenguaje que en Salla, aunque los norteños tienen acentos pronunciados, abrevian las sílabas y alteran las vocales. Eso no me molestó, pero sí su sintaxis autonegadora. Mi chofer, que no era de la ciudad y por lo tanto parecía casi cordial, me dejó en una posada donde pensó que se me trataría con amabilidad. Yo entré y dije:
—Uno quisiera una habitación para esta noche, y quizá para algunos días más.
El posadero me miró con enojo, como si le hubiera dicho «yo quiero una habitación», o algo igualmente repulsivo. Más tarde descubrí que hasta nuestro habitual circunloquio cortés parece demasiado vanidoso para un norteño; no debía haber dicho «uno quisiera una habitación», sino «¿hay habitación disponible?». En un restaurante no se dice «uno comerá esto y aquello», sino «éstos son los platos elegidos». Y así sucesivamente, reduciéndolo todo a una incómoda forma pasiva para evitar el pecado de admitir la propia existencia.
A causa de mi ignorancia, el posadero me asignó la peor habitación y me cobró el doble de la tarifa habitual. Mi modo de hablar me había delatado como natural de Salla, ¿para qué iba a ser amable? No obstante, al firmar mi contrato por ese hospedaje nocturno tuve que mostrarle mi pasaporte, que le hizo lanzar una exclamación ahogada al ver que su huésped era un príncipe. Entonces se suavizó bastante, y me preguntó si quería que enviara vino a mi habitación o acaso a una opulenta moza glainesa. Acepté el vino, pero rechacé a la mujer, porque yo era muy joven y temía demasiado a las enfermedades que podían acecharme en el cuerpo de una extranjera. Pasé esa noche solo en mi habitación, mirando cómo los copos de nieve se ahogaban en un turbio canal debajo de la ventana, y sintiéndome más aislado de la humanidad que nunca.