19

Un vecino de Stumwill me llevó hacia el este en su carro el primer día. Caminé la mayor parte del segundo, conseguí transporte el tercero y cuarto, y volví a caminar el quinto y el sexto. El aire era fresco, pero llevaba consigo una crepitación primaveral, entre el abrirse de capullos y el regreso de las aves. Esquivé la ciudad de Glain, que podría haber sido peligrosa para mí, y sin ningún acontecimiento digno de mención llegué rápidamente a Biumar, principal puerto marino de Glin y su segunda ciudad en cuanto a población.

Era un sitio más amplio que Glain, aunque de ningún modo hermoso: un pueblo demasiado grande, extendido, grasiento y gns, reclinado sobre un océano gris y amenazante. El primer día que pasé allí me enteré de que todo el servicio de pasajeros entre Glin y las provincias del sur había sido suspendido tres lunas atrás, debido a las peligrosas actividades de los piratas que operaban desde Krell, ya que Glin y Krell estaban trabadas ahora en una guerra no declarada. El único modo en que podría llegar a Manneran parecía ser por tierra, a través de Salla, y no deseaba hacer eso, claro está. Sin embargo, yo era emprendedor. Encontré una habitación en una taberna cercana a los muelles, y pasé algunos días reuniendo chismografía marítima. Tal vez el servicio de pasajeros estuviera suspendido, pero la navegación marítima, según descubrí, no lo estaba, ya que de ella dependía la prosperidad de Glin; en fechas regulares partían convoyes de naves mercantes bien armadas. Cuando estuvo bastante aceitado con vino azul de Salla, un marinero cojo que se alojaba en la misma taberna me contó que un convoy mercante de este tipo partiría en una semana, y que él tenía empleo en uno de los barcos. Pensé en drogarle la víspera de la partida y adoptar su identidad, como se hace en los cuentos de piratas para niños, pero se me ocurrió un método menos dramático: le compré los papeles de embarque. Como la suma que le ofrecí era más de lo que habría ganado en un viaje de ida y vuelta a Manneran, aceptó gustoso mi dinero, dejándome ir en su lugar. Pasamos una larga noche de borrachera hablando de sus tareas en el barco, ya que yo no sabía nada de marinería. Cuando llegó la aurora seguía sin saber nada, pero imaginaba maneras de fingir un mínimo de competencia.

Subí a bordo del navío sin que me detuvieran. Era una embarcación de eslinga baja, impulsada por el viento estaba pesadamente cargada de mercancías glinesas. La verificación de documentos fue hecha a la ligera. Me instalé en el camarote y luego me presenté a cumplir con mi trabajo. Imitando y experimentando logré llevar a cabo razonablemente bien más o menos la mitad de las tareas que me encomendaron los primeros días; en las otras apenas salí del paso, y los demás marineros no tardaron en reconocerme como chapucero, pero ocultaron esa información a los oficiales. En los rangos inferiores imperaba una especie de solidaridad. Una vez más advertí que mi sombría visión de la humanidad había estado demasiado teñida por mi adolescencia entre aristócratas; entre aquellos marinos, como entre los hacheros o los agricultores, reinaba un tipo de sana camaradería que nunca había encontrado entre los más estrictos adherentes al Pacto. Hacían en mi lugar las tareas que yo no podía hacer, y yo los relevaba de trabajos aburridos que estaban dentro de mi limitada habilidad, y así todo iba bien. Fregaba la cubierta, limpiaba filtros y pasaba horas interminables preparando los cañones contra ataques piratas. Pero pasamos la temida costa pirata de Krell sin incidentes, y nos deslizamos con facilidad por la costa de Salla, que ya estaba verde por la primavera.

Nuestra primera escala era Cofalon, el principal puerto marino de Salla, donde pasaríamos cinco días vendiendo y comprando. Eso me alarmó, porque no sabía que planeáramos detenernos en ninguna parte de mi tierra natal. Al principio pensé en declararme enfermo y ocultarme bajo cubierta todo el tiempo que estuviéramos en Cofalon; pero después rechacé este plan por cobarde, diciéndome que un hombre debe ponerse a prueba con frecuencia ante el peligro, si quiere conservar su virilidad. De modo que fui audazmente al pueblo con mis compañeros de a bordo, en busca de mujeres y vino, confiando en que el tiempo hubiera cambiado mi rostro, y que nadie previera encontrar al hermano perdido de lord Stirron, envuelto en las toscas ropas de un marinero y en una población como aquélla. Tuve éxito en la jugada: nadie me molestó en los cinco días. En los periódicos, y escuchando cuidadosamente, averigüé todo lo que pude sobre lo sucedido en Salla en el año y medio transcurrido desde mi partida. Según deduje, Stirron era popularmente considerado un buen gobernante. Había logrado que la provincia superara el invierno de hambruna comprando alimentos excedentes a Manneran en condiciones favorables, y desde entonces nuestras granjas tenían mejor suerte. Se habían reducido los impuestos. El pueblo estaba satisfecho. La esposa de Stirron había dado a luz un hijo, lord Dariv, que ahora era heredero de la septarquía principal, y había otro hijo en camino. En cuanto a lord Kinnall, hermano del septarca, nada se decía de él; había sido olvidado, como si nunca hubiera existido.

Hicimos otras paradas aquí y allá costa abajo, varias en Salla sur, varias en Manneran norte. Y finalmente llegamos a ese gran puerto marítimo en la punta sureste de nuestro continente, la ciudad santa de Manneran, capital de la provincia que lleva el mismo nombre. Fue en Manneran donde recomenzó mi vida.

Загрузка...