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Transcurrió una semana hasta que reuní valor para visitar a los parientes de mi madre. Todos los días me paseaba por la ciudad durante horas, bien envuelto en mi capa para protegerme del viento, y asombrado por la fealdad de cuanto contemplaba, gente y edificios. Encontré la embajada de Salla y espié por allí cerca, sin deseos de entrar simplemente acariciando el vínculo con mi patria que aquel sombrío y chato edificio me proporcionaba. Compré montones de libros baratos, y leí hasta entrada la noche para aprender algo acerca de mi provincia adoptiva. Tenía una historia de Glin, y una guía turística de la Ciudad de Glain, y un interminable poema épico referente a la fundación de las primeras colonias al norte del Huish, y muchas otras cosas. Disolvía mi soledad en vino; no vino de Glin, porque allí no se fabrica, sino el buen vino dulce y dorado de Manneran, que es importado en toneles gigantes. Dormía mal. Una noche soñé que Stirron había muerto de un ataque y que me buscaban. Varias veces en el sueño vi cómo el ave-punzón mataba a mi padre; se trata de un sueño que todavía me atormenta dos o tres veces al año. Escribí largas cartas a Halum y Noim y las rompí, porque apestaban a autocompasión. Escribí una a Stirron, implorándole que me perdonara por huir, y la rompí también. Cuando todo lo demás falló, pedí al posadero que mandase llamar a una ramera. Me envió a una muchacha flaca, un año o dos mayor que yo, con pechos raros y grandes que pendían flojos como bolsas de goma infladas.

—Se dice que eres un príncipe de Salla — declaró tímidamente, acostándose y separando los muslos.

Sin contestar, la cubrí y penetré en ella; el tamaño de mi órgano la hizo chillar tanto de miedo como de placer, y movió las caderas con tal violencia que en un instante mi simiente brotó a chorros. Furioso conmigo mismo, desvié mi cólera hacia ella, apartándome y gritando:

—¿Quién te dijo que empezaras a moverte? ¡Yo no estaba preparado para que te movieras! ¡No quería que lo hicieras!

La muchacha huyó corriendo de la habitación, todavía desnuda, más aterrada por mis obscenidades, creo, que por mi cólera. Era la primera vez que decía «yo» ante una mujer. Pero al fin y al cabo no era más que una prostituta. Después pasé una hora enjabonándome. Era tal mi ingenuidad que temí que el posadero me echase por hablarle con tanta vulgaridad a la mujer, pero nada dijo. Ni siquiera en Glin hace falta ser cortés con las prostitutas.

Me di cuenta de que me había producido un extraño placer gritarle esas palabras. Me entregué a curiosos ensueños fantásticos: imaginaba a la mujerzuela pechugona desnuda en mi cama, mientras yo, alzándome sobre ella, gritaba «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!». Los ensueños tenían la facultad de hacer que mi masculinidad se irguiera. Pensé en ir a un drenador para librarme de tan sucia idea, pero en vez de ello, dos noches más tarde pedí al posadero que me enviase otra ramera, y cada vez que echaba adelante el cuerpo gritaba silenciosamente «¡Yo! ¡Mí! ¡Yo! ¡Mí!».

Así gasté mi patrimonio en la capital de la puritana Glin, con rameras, bebiendo y holgazaneando. Cuando me ofendió el hedor de mi propio ocio, dejé a un lado mi timidez y fui a ver a mis parientes glaineses.

Mi madre era hija del septarca principal de Glin, que había muerto, al igual que su hijo y sucesor; ahora el hijo de su hijo, Truis, sobrino de mi madre, ocupaba el trono. Me parecía demasiada audacia ir a buscar protección directamente de mi primo real. Truis de Glin tendría que sopesar tanto cuestiones de estado como de parentesco, y acaso no quisiera ayudar al hermano fugitivo del primer septarca de Salla, para que eso no le llevara a tener roces con Stirron. Pero yo tenía una tía, Nioll, hermana menor de mi madre, que había estado a menudo en Salla en vida de ésta y me había acunado cariñosamente siendo yo bebé. ¿No me auxiliaría ella?

Esa tía había unido poder con poder. Su marido era el marqués de Huish, quien tenía gran influencia en la corte del septarca, y además, como en Glin no se consideraba indecoroso que la nobleza se entretenga comerciando, controlaba la más rica agencia de la provincia. Estas agencias son algo parecido a los bancos, pero de otra especie; prestan dinero a bandidos, mercaderes y señores de la industria, únicamente a intereses desorbitados, y siempre adueñándose de una parte de la propiedad en cualquier empresa a la que ayudan. Así introducen tentáculos en cien organizaciones y logran una enorme influencia en asuntos económicos. En Salla las agencias fueron prohibidas hace un siglo, pero en Glin prosperan casi como un segundo gobierno. No me gustaba el sistema, pero prefería ingresar en él antes que mendigar.

Preguntando en la posada logré averiguar cómo se llegaba al palacio del marqués. Para los cánones glaineses, era un imponente edificio de tres alas entrelazadas, junto a un lago artificial liso como un espejo, en el sector aristocrático de la ciudad. No intenté convencerles de que me dejaran entrar; había ido preparado con una nota, informando a la marquesa de que su sobrino Kinnall, el hijo del septarca de Salla, estaba en Glain y pedía el favor de una audiencia; se le podía encontrar en tal posada. Volví a mi alojamiento y esperé, y al tercer día el posadero, con ojos desorbitados por el asombro, fue a mi habitación a decirme que tenía un visitante, vestido con la librea del marqués de Huish. Nioll había enviado un coche a buscarme. Fui llevado a su palacio, mucho más lujoso por dentro que por fuera, y ella me recibió en un gran salón ingeniosamente adornado con espejos puestos en ángulo para crear una ilusión de infinito.

Había envejecido mucho en los seis o siete años transcurridos desde nuestro último encuentro, pero mi sorpresa al ver su pelo blanco y su arrugado rostro desapareció ante su asombro por mi transformación de niño pequeño en hombre corpulento en tan poco tiempo. Nos saludamos al estilo de Glin, tocándonos las puntas de los dedos. Nioll expresó sus condolencias por la muerte de mi padre, y disculpas por no haber asistido a la coronación de Stirron. Después me preguntó qué me había traído a Glin, y cuando se lo expliqué, no demostró sorpresa. ¿Me proponía habitar allí de modo permanente? Contesté que sí. ¿Y cómo pensaba mantenerme? Trabajando en la agencia de su marido, le expliqué, si se me podía conseguir ese puesto. No pareció encontrar irrazonable mi ambición, sino que me preguntó simplemente si tenía alguna especialización que permitiera recomendarme al marqués. Repuse que había sido educado en los códigos jurídicos de Salla (sin mencionar lo incompleta que era mi educación) y podría ser útil en los tratos de la agencia con esa provincia. Además, dije, tenía conexiones vinculares con Segvord Helalam, Gran Juez del Puerto de Manneran, y podría servir bien a la compañía en sus negocios con Manneran. Por último, señalé, era joven, fuerte y ambicioso, y me pondría enteramente al servicio de los intereses de la agencia para nuestro mutuo beneficio. Estas declaraciones parecieron complacer a mi tía, que prometió obtenerme una entrevista con el marqués en persona. Salí de su palacio muy satisfecho con las perspectivas.

Varios días más tarde llegó a la posada el mensaje de que debía presentarme en las oficinas de la agencia. Mi cita no era, sin embargo con el marqués de Huish; debía ver a uno de sus ejecutivos, un tal Sisgar. Debí haber interpretado esta noticia como un mal presagio. Aquel individuo era suave hasta lo untuoso, barbilampiño y sin cejas, con una cabeza calva que parecía encerada, y un manto verde oscuro que era al mismo tiempo adecuadamente austero y sutilmente ostentoso. Me interrogó brevemente sobre mi preparación y experiencia, descubriendo con unas diez preguntas que tenía poco de la primera y nada de la segunda, pero aludió a ello de modo benévolo y amable, y yo presumí que, pese a mi ignorancia, obtendría un puesto gracias a mi alta cuna y mi parentesco con la marquesa. ¡Ay de la complacencia! Había empezado a maquinar el sueño de alcanzar grandes responsabilidades en aquella agencia, cuando, con sólo medio oído, capté las palabras de Sisgar, que me decía:

—Los tiempos son difíciles, como sin duda comprenderá su gracia, y es lamentable que haya acudido a nosotros en un momento en que hace falta reducir gastos. Las ventajas de darle empleo son muchas, pero los problemas son graves. El marqués quiere que sepa que su ofrecimiento de servicios fue sumamente apreciado, y espera incorporarle a la compañía cuando las condiciones económicas lo permitan.

Con muchas reverencias y una complacida sonrisa de despedida me condujo fuera de su oficina, y me encontré en la calle antes de darme cuenta de cuán aniquilado me sentía. ¡No podían ofrecerme nada, ni siquiera una quinta ayudantía en alguna oficina de pueblo! ¿Cómo era posible? Estuve a punto de precipitarme de nuevo adentro, decidido a gritar: «¡Es un error, están tratando con el primo del septarca, rechazan al sobrino de la marquesa!». Pero ellos sabían todo eso, y sin embargo me cerraban las puertas. Cuando telefoneé a mi tía para expresarle mi sorpresa, se me dijo que había ido a pasar el invierno en la frondosa Manneran.

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