Noim fue brutal conmigo.
—Mentiste — dijo —. Negaste que tuvieras contigo la droga, pero mentías. Y se la diste anoche. ¿No? ¿No? ¿No? No ocultes nada ahora, Kinnall. ¡Se la diste!
—Tú hablaste con ella — dije; apenas podía hablar —. ¿Qué te dijo?
—Uno se detuvo en su puerta porque creyó oír sollozos — respondió Noim —. Uno le preguntó si se sentía bien. Halum salió: tenía una cara extraña, llena de sueños, los ojos tan inexpresivos como trozos de metal pulido, y sí, sí, había estado llorando. Y uno le preguntó qué pasaba, si había ocurrido algo malo aquí. No, dijo ella, todo estaba bien. Dijo que tú y ella habíais estado conversando toda la tarde. ¿Por qué lloraba entonces? Se encogió de hombros y dijo que era una cuestión femenina, algo sin importancia; las mujeres lloran a menudo, dijo, y no tienen por qué dar explicaciones. Y volvió a sonreír y cerró la puerta. Pero esa expresión en los ojos… ¡Era la droga, Kinnall! ¡Contra tus promesas, se la diste! Y ahora…, y ahora…
—Por favor — dije con suavidad.
Pero Noim siguió gritando, abrumándome de acusaciones, y yo no podía contestarle.
Los caballerizos lo habían reconstruido todo. Habían encontrado el rastro de los pies de Halum en el sendero arenoso, húmedo de rocío. Habían encontrado entreabierta la puerta de la casa que da acceso a los corrales de los truenos blindados. Habían descubierto marcas en la puerta interior que conduce a la compuerta por donde se introduce el alimento. Halum había salido, había abierto cuidadosamente la compuerta, cerrándola después con igual cuidado para no dejar fieras sueltas en la finca dormida; luego se había ofrecido a las ávidas garras. Todo esto entre la oscuridad y el alba, quizá incluso mientras yo paseaba por otro lado. Ese grito salido de la niebla… ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?