Estuve solo durante el desayuno. Esto era poco habitual, pero no sorprendente: Noim, llegado a casa en plena noche después de un largo viaje, habría querido seguir durmiendo, y sin duda la droga había dejado exhausta a Halum. Tenía mucho apetito y comí por los tres, mientras tramaba planes para disolver el Pacto. Estaba tomando el té cuando uno de los caballerizos de Noim irrumpió frenéticamente en el comedor. Le ardían las mejillas y tenía dilatadas las ventanas de la nariz, como si hubiera corrido mucho y estuviera al borde del colapso.
—Venga — gritó jadeante —. Los truenos blindados…
Y me tiró del brazo, arrastrándome casi fuera del asiento. Yo me precipité tras él, que ya se alejaba por el sendero de tierra que conducía a los corrales de los truenos blindados. Le seguí, preguntándome si las fieras habrían escapado por la noche, preguntándome si de nuevo pasaría el día persiguiendo monstruos. Al acercarme a los corrales no vi señales de fuga, huellas de garras ni cercos rotos. El caballerizo asió los barrotes del corral más grande, que encerraba a nueve o diez truenos blindados. Miré dentro. Con las fauces y la piel ensangrentadas, los animales se apiñaban alrededor de alguna presa despedazada y jugosa. Gruñían disputándose los últimos trozos de carne; pude ver rastros del festín esparcidos por el suelo. ¿Algún desdichado animal doméstico se habría extraviado en la oscuridad entre esas fieras asesinas? ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? Y ¿por qué el caballerizo había creído conveniente arrancarme de mi desayuno para mostrármelo? Sujetándole por un brazo, le pregunté qué tenía de extraño el espectáculo de los truenos blindados devorando a una víctima.
Entonces él volvió hacia mí una cara terrible y barbotó con voz estrangulada:
—La señora…, la señora…