Mi padre era septarca hereditario de la provincia de Salla en nuestra costa oriental. Mi madre era la hija de un septarca de Glin; él la conoció en una misión diplomática, y según se dijo, el acoplamiento de ambos quedó determinado desde el momento en que se miraron. El primer hijo que les nació fue mi hermano Stirron, ahora septarca de Salla en el sitio de nuestro padre. Yo le seguí dos años más tarde, después de mí hubo tres más, todas niñas. Dos de éstas viven todavía. Mi hermana menor fue muerta por invasores de Glin, hace veinte lunas.
Conocí poco a mi padre. En Borthan, cada cual es un desconocido para cada cual, pero habitualmente uno está menos alejado de su padre que de los demás; no así en el caso del anciano septarca. Entre nosotros se alzaba un muro impenetrable de formalidad. Al hablar con él utilizábamos las mismas fórmulas de respeto que otros súbditos empleaban. Sus sonrisas eran tan infrecuentes que creo poder recordar cada una de ellas. Una vez, y esto fue inolvidable, me alzó a su lado en su tosco trono de madera negra, me dejó tocar el viejo almohadón amarillo y me llamó por mi nombre infantil; fue el día en que murió mi madre. Por lo demás, me ignoraba. Yo lo temía y lo amaba, y me agazapaba temblando detrás de las columnas de la corte, mirando cómo impartía justicia, pensando que si me veía allí me haría destruir, y sin embargo incapaz de privarme del espectáculo de mi padre en su majestuosidad.
Extrañamente, era un hombre de cuerpo delgado y modesta estatura, a quien mi hermano y yo sobrepasábamos ya siendo muchachos. Pero en él había una terrible fuerza de voluntad que lo conducía a superar todos los obstáculos. Una vez, siendo yo niño, llegó a la septarquía cierto embajador, un hombre del oeste, corpulento y ennegrecido por el sol, que en mi memoria parece tan grande como la montaña Kongoroi; probablemente fuera alto y ancho como yo lo soy ahora. Durante el banquete, este embajador tragó demasiado vino azul, y dijo ante mi padre, sus cortesanos y su familia:
—Uno quisiera mostrar su fuerza a los hombres de Salla, a quienes quizá pueda enseñar algo de lucha cuerpo a cuerpo.
—Aquí hay uno a quien quizá no haya que enseñar nada — replicó mi padre con súbita furia.
—Que se presente — dijo el enorme extranjero, levantándose y quitándose la capa.
Pero mi padre, sonriendo — y al ver esa sonrisa sus cortesanos temblaron —, dijo al jactancioso visitante que no sería justo hacerle competir mientras el vino le nublaba la mente, lo cual, por supuesto, enfureció al embajador de manera indecible. Los músicos intervinieron para aliviar la tensión, pero la cólera de nuestro visitante no disminuyó, y al cabo de una hora, cuando se le hubo disipado un poco la borrachera, insistió de nuevo en conocer al paladín de mi padre. Ningún hombre de Salla sería capaz de resistir su fuerza, decía nuestro huésped.
Entonces el septarca dijo:
—Yo, yo mismo pelearé contigo.
Esa noche, mi hermano y yo estábamos sentados en el extremo opuesto de la larga mesa, entre las mujeres. Desde el trono llegó la brutal palabra «yo», en la voz de mi padre, y un instante más tarde, «yo mismo». Éstas eran obscenidades que Stirron y yo habíamos susurrado con frecuencia, entre risas contenidas, en la oscuridad de nuestro dormitorio, pero nunca habíamos imaginado oírlas lanzadas por los propios labios del septarca en la sala de banquetes. Escandalizados, reaccionamos de modo diferente; Stirron se sacudió convulsivamente y volcó su copa; yo solté una aguda risita de turbación y deleite sólo contenida a medias, que me valió un instantáneo bofetón de una camarera. Mi risa no era más que la máscara de mi horror interior. Apenas podía creer que mi padre supiera estas palabras, y mucho menos que las dijera en esa augusta compañía. «Yo, yo mismo pelearé contigo.» Y mientras me mareaban aún las reverberaciones de las formas prohibidas de hablar, mi padre se adelantó velozmente, dejando caer su capa se enfrentó con el corpulento embajador, y se trabó en lucha con él, y lo sujetó por un codo y una cadera en una diestra llave sallana, y lo hizo rodar casi de inmediato sobre el pulido suelo de piedra gris. El embajador lanzó un grito terrible, porque una pierna le salía extrañamente de la cadera, en un ángulo aterrador, y dolorido y humillado golpeó el suelo una y otra vez con la palma de la mano. Tal vez ahora la diplomacia se practique de modos más refinados en el palacio de mi hermano Stirron.
El septarca murió cuando yo tenía doce años y empezaba a sentir la primera arremetida de mi virilidad. Yo estaba a su lado cuando le llegó la muerte. Para eludir la época de las lluvias en Salla, solía ir todos los años a cazar el ave-punzón en las Tierras Bajas Abrasadas, en este mismo distrito donde ahora me oculto y espero. Nunca había ido con él, pero en esa ocasión se me permitió acompañar a la partida de caza, porque ya era un joven príncipe y debía aprender las destrezas correspondientes a mi clase. Stirron, que como futuro septarca tenía que dominar otras habilidades, quedó como regente, en ausencia de nuestro padre de la capital. Bajo un cielo lúgubre y pesado, cargado con nubes de lluvia, la expedición de unos veinte terramóviles salió de la Ciudad de Salla rumbo al oeste, cruzando la campiña, empapada, chata, de invernal desnudez. Ese año las lluvias fueron implacables; desgastaron la valiosa y delgada capa fértil de tierra y dejaron al aire los pétreos huesos de nuestra provincia. En todas partes los agricultores reparaban sus diques, pero en vano; yo veía correr los henchidos ríos, a los que la perdida riqueza de Salla coloreaba de un pardo amarillento, y casi lloré al ver que un tesoro tan grande era arrastrado al mar. Cuando nos internamos en Salla Occidental, el angosto camino empezó a trepar por las laderas de la cordillera de Huishtor, y pronto estuvimos en un territorio más seco y más frío. donde los cielos daban nieve y no lluvia, y los árboles eran meros manojos de varas sobre la deslumbrante blancura. Subimos penetrando en las Huishtor, siguiendo el camino a Kongoroi. A nuestro paso, los lugareños salían a entonar bienvenidas al septarca. Ahora las desnudas montañas se alzaban como dientes purpúreos desgarrando el cielo gris, y hasta en nuestros terramóviles herméticamente cerrados temblábamos, aunque la belleza de aquel tempestuoso lugar me distraía de mis incomodidades. Grandes escudos chatos de piedra leonada, con estrías, flanqueaban el escarpado camino, y apenas si había tierra, ni crecían árboles o arbustos, salvo en sitios protegidos. Mirábamos atrás y veíamos allá abajo toda Salla, como su propio mapa, la blancura de los distritos occidentales, el oscuro racimo de la populosa costa oriental, todo reducido, irreal. Nunca había estado antes tan lejos de mi casa. Aunque ahora nos habíamos internado en las tierras altas, como a mitad de camino entre el mar y el cielo, aún teníamos por delante los picos interiores de las Huishtor, que para mis ojos formaban una ininterrumpida muralla de piedra que abarcaba el continente de norte a sur. Las nevadas cimas sobresalían escabrosas sobre aquel continuo parapeto elevado de roca desnuda: ¿debíamos pasar por encima, o habría algún camino para atravesarlas? Conocía la Puerta de Salla, y nuestra ruta iba en esa dirección, pero de algún modo la puerta me parecía puro mito en ese momento.
Subimos y subimos y subimos, hasta que los generadores de nuestros terramóviles jadearon en el aire frío y tuvimos que detenernos con frecuencia para deshelar los conductos de energía, y la cabeza nos dio vueltas por falta de oxígeno. Cada noche descansábamos en uno de los campamentos mantenidos para el uso de septarcas viajeros, pero los alojamientos no eran regios ni mucho menos, y en uno de ellos, donde todo el personal de sirvientes había perecido unas semanas antes en un alud, tuvimos que abrirnos paso cavando montículos de hielo para entrar. Todos los de la partida éramos gente de la nobleza, y todos cavamos menos el septarca mismo, para quien trabajar con las manos habría sido pecaminoso. Por ser uno de los más corpulentos y fuertes, cavé más vigorosamente que nadie, y por ser joven y temerario me esforcé más de lo que podía, y me desplomé sobre mi pala y quedé tendido en la nieve medio muerto durante una hora, hasta que me encontraron. Mi padre vino a verme cuando me estaban curando, y me miró con una de sus escasas sonrisas. Entonces creí que era un gesto de cariño, y esto aceleró mucho mi recuperación, pero después llegué a comprender que lo más verosímil era que fuese un signo de desprecio.
Esa sonrisa me alentó durante todo el resto de nuestra subida a las Huishtor. Ya no me inquieté más por pasar la montaña, pues sabía que lo haría, y del otro lado mi padre y yo cazaríamos juntos el ave-punzón en las Tierras Bajas Abrasadas saliendo juntos, protegiéndonos mutuamente del peligro, colaborando en el rastreo y en el ataque final, conociendo una intimidad que nunca había existido entre nosotros durante mi niñez. De eso hablé una noche a mi hermano vincular, Noim Condorit, que iba conmigo en mi terramóvil, y que era la única persona en el universo a quien podía decir tales cosas.
—Uno espera ser elegido para el grupo de caza del propio septarca — dije —. Uno tiene motivos para pensar que se le pedirá. Y que se terminará con la distancia entre padre e hijo.
—Sueñas — respondió Noim Condorit —. Vives en fantasías.
—Uno podría desear más estímulo de su hermano vincular — repliqué.
Noim siempre fue un pesimista; ignoré su acritud y conté los días que faltaban para llegar a la Puerta de Salla. Cuando llegamos a ella, el esplendor del lugar me tomó por sorpresa. Toda la mañana y media tarde habíamos estado subiendo el amplio pecho de la montaña Kongoroi, una cuesta de treinta grados, envueltos en la sombra de la gran cúspide doble. Me parecía que ascenderíamos eternamente, y que la Kongoroi seguiría cerniéndose sobre nosotros. Entonces nuestra caravana viro a la izquierda, y los vehículos desaparecieron uno a uno al otro lado de un nevado pilón a la orilla del camino; llegó el turno de nuestro coche, y cuando pasamos el recodo vi algo asombroso: una amplia brecha en la pared de la montaña, como si una mano cósmica hubiera arrancado una esquina de la Kongoroi. Por esa abertura entraba la luz del día en un estallido resplandeciente. Esa era la Puerta de Salla, el milagroso paso por donde llegaron nuestros antepasados cuando entraron por vez primera en nuestra provincia, tantos cientos de años atrás después de vagabundear por las Tierras Bajas Abrasadas. Hacia allí nos lanzamos jubilosamente, avanzando de a dos y hasta de a tres coches por la nieve compacta, y antes de acampar para la noche vimos el extraño esplendor de las Tierras Bajas. Abrasadas, extendido asombrosamente allá abajo.
Todo el día siguiente, y el que vino después, bajamos la cuesta occidental de la Kongoroi, arrastrándonos con una lentitud cósmica por un camino que poco espacio nos podía ofrecer: si uno se descuidaba al mover la palanca, su coche caería en un abismo infinito. En esa faz de las Huishtor no había nieve, y la roca viva, azotada por el sol, tenía un aspecto entumecedor, opresivo. Adelante todo era tierra roja. Hacia el desierto bajamos, dejando el invierno y entrando en un mundo sofocante donde cada aliento hormigueaba en los pulmones, donde unos secos vientos levantaban el suelo en nubes, donde extraños animales de aspecto deforme huían aterrados al paso de nuestra cabalgata. Al sexto día llegamos a los cazaderos, un paraje de ásperas escarpas muy por debajo del nivel del mar. Ahora no estoy a más de un día de viaje de ese sitio. Aquí anidan las aves-punzón; durante todo el día recorren las ardientes llanuras, buscando carne, y al crepúsculo regresan, dejándose caer a tierra en extraño vuelo espiral para penetrar en sus casi inaccesibles madrigueras.
Al ser distribuido el personal, fui uno de los trece elegidos para acompañar al septarca.
—Uno comparte tu alegría — me dijo solemnemente Noim, con tantas lágrimas en sus ojos como yo en los míos, pues él sabía del dolor que la frialdad de mi padre me había causado.
Al amanecer partieron los grupos de caza, nueve, en nueve direcciones.
Se considera vergonzoso matar un ave-punzón cerca de su nido. El pájaro, cuando regresa, suele ir cargado de carne para sus pichones, por lo tanto es torpe y vulnerable, privado de toda su soltura y potencia. Matar uno cuando cae a plomo no cuesta mucho, pero solamente un cobarde exhibicionista lo intentaría. (¡Exhibicionista! ¡Miren cómo se me burla mi propia pluma! ¡Yo, que he revelado más de mí que diez hombres de Borthan juntos, sigo usando inconscientemente la palabra como un insulto! Pero dejémoslo así.) Quiero decir que la virtud de cazar reside en los riesgos y dificultades de la persecución, no en el logro del trofeo, y nosotros cazamos el ave-punzón como un reto a nuestra habilidad, no por su mísera carne.
Por eso salen los cazadores a las Tierras Bajas Abrasadas, donde aun en invierno el sol es devastador, donde no hay árboles que den sombra ni arroyuelos que alivien la sed. Se dispersan, un hombre aquí, dos allá, apostándose en esa lisa extensión de estéril tierra roja, ofreciéndose como presa al ave-punzón. El ave-punzón vuela a inconcebibles alturas se eleva tanto que sólo se ve como un negro rasguño en la brillante cúpula del cielo; hace falta una vista muy penetrante para divisarla aunque la extensión de sus alas duplica el largo de un cuerpo humano. Desde tan alto sitial, el ave-punzón explora el desierto en busca de animales incautos. Nada, por pequeño que sea, escapa a sus relucientes ojos, y cuando descubre una buena presa, desciende entre el aire turbulento hasta detenerse sobre el suelo a la altura de una casa. Entonces inicia su vuelo mortal, volando bajo, lanzándose en una serie de violentos círculos, trenzando un nudo de muerte alrededor de su víctima, que todavía no sospecha nada. Tal vez el primer vaivén abarque una extensión equivalente a media provincia, pero cada vuelta sucesiva es más y más reducida, mientras aumenta la aceleración, hasta que al final el ave-punzón se ha convertido en un — terrible motor fatal que llega rugiendo desde el horizonte a una velocidad de pesadilla. Entonces la presa se entera de la verdad, pero no es un saber que guarde durante mucho tiempo: un batir de potentes alas, el silbido de una forma vigorosa y esbelta que atraviesa el aire caliente y pesado, y luego esa única lanza mortífera y larga que brota de la huesuda frente del pájaro, llega al blanco y la víctima cae, envuelta en las negras y agitadas alas. El cazador confía en derribar su ave-punzón mientras ésta vuela casi en los límites de la visión humana; lleva consigo un arma diseñada para tiro de largo alcance, y es puesto a prueba al apuntar: debe ser capaz de calcular la interacción de trayectorias a tan grandes distancias. El peligro de cazar aves-punzón reside en que no se sabe jamás si se caza o se es cazado, ya que no se puede divisar a un ave-punzón en su vuelo mortal hasta que asesta su golpe.
Así que seguí adelante. Así que estuve de pie desde el amanecer hasta el mediodía. El sol hizo lo que quiso con mi piel pálida de invierno, con la parte que me atreví a descubrir; estaba casi todo envuelto en ropas de caza de blando cuero carmesí, dentro de las cuales hervía. Bebía de la cantimplora no más a menudo de lo que exigía la supervivencia, pues imaginaba tener encima las miradas de mis compañeros, y no quería revelarles ninguna debilidad. Estábamos dispuestos en un doble hexágono, con mi padre solo entre ambos grupos. La casualidad quiso que yo ocupara la punta del hexágono más cercana a él. pero su lugar estaba separado del mío por una distancia mayor que la recorrida por una lanza emplumada cuando la arroja un hombre, y en toda la mañana el septarca y yo no cambiamos una sola sílaba. Los pies plantados firmes, él observaba el cielo, con el arma lista. Si alguna vez bebió mientras esperaba, no lo vi hacerlo. Yo también examinaba el cielo hasta que me dolieron los ojos, hasta que sentí que unas hebras gemelas de ardiente luz me perforaban el cerebro y martilleaban el fondo del cráneo. Más de una vez imaginé ver que en lo alto aparecía a la vista la oscura astilla de la silueta de un ave- punzón, y en una ocasión, apresurado y sudoroso, estuve a punto de levantar mi arma, lo cual me habría traído vergüenza, ya que no se debe disparar hasta que se ha establecido prioridad para apuntar, anunciando con un grito ese derecho de propiedad. No disparé, y después de pestañear y abrir los ojos nada vi en el cielo. Esa mañana las aves-punzón parecían hallarse en otra. A mediodía mi padre dio una señal, y nos separamos más en el llano, manteniendo la formación. Tal vez las aves-punzón nos veían demasiado juntos y por eso no se acercaban. Mi nueva posición era sobre un pequeño montículo de tierra, casi en forma de seno de mujer, y al situarme allí me dominó el miedo. Me suponía terriblemente expuesto y en inminente peligro de ser atacado por un ave-punzón. A medida que el temor penetraba en mi espíritu, me convencí de que un ave-punzón describía en ese mismo instante círculos fatales alrededor de mi mogote, y que en cualquier momento su arpón me perforaría los riñones mientras yo contemplaba estúpidamente el metálico cielo. Tan fuerte se hizo esta premonición que tuve que esforzarme para no ceder terreno; me estremecía, lanzaba miradas rápidas y furtivas por encima de los hombros, procuraba tranquilizarme apretando la culata del arma, aguzaba los oídos para sentir cómo se acercaba mi enemigo, en la esperanza de girar y hacer fuego antes de que me atravesara. Por esta cobardía me reprochaba severamente, al punto de agradecer que Stirron hubiera nacido antes que yo, puesto que evidentemente yo era inepto para heredar la septarquía. Me recordaba que ningún cazador había muerto así desde hacía tres años. Me preguntaba si era verosímil que muriera tan joven, durante mi primera cacería, cuando otros, como mi padre, cazaban desde hacía treinta temporadas y estaban indemnes. Quería saber por qué sentía ese miedo avasallador, cuando todos mis tutores habían procurado enseñarme que el yo es un vacío, y la inquietud por la propia persona un pecado de maldad. ¿Acaso mi padre no corría igual riesgo allá lejos, al otro lado de la llanura herida por el sol? Y ¿no arriesgaba él mucho más que yo siendo como era un septarca y nada menos que un septarca pnnapal, mientras que yo era sólo un muchacho? Así acorralé al miedo hasta expulsarlo de mi húmeda lanza, y examiné el cielo sin pensar en la lanza que podía apuntarme a la espalda, y en pocos minutos mi anterior inquietud me pareció un absurdo. Allí permanecería de pie durante días, si hacía falta, sin temor. De inmediato tuve la recompensa por este triunfo sobre mí mismo: en el brillante resplandor del cielo distinguí una oscura forma flotante, una muesca en el firmamento, y esta vez no era ilusión, ya que mis jóvenes ojos divisaron alas y punzón. ¿La veían los demás? ¿Me correspondía tratar de cazarla? Si la mataba yo, ¿me palmearía el septarca, llamándome su hijo preferido? Entre los demás cazadores, todo era silencio.
—¡Uno reclama propiedad! — grité jubiloso, y levanté el arma, y puse el ojo en la mira recordando lo que se me había enseñado: dejar que la mente interior hiciese los cálculos apuntar y disparar en un solo y rápido impulso, antes de que el intelecto, con sus subterfugios, pudiese malograr las órdenes de la Intuición.
Y un instante antes de que lanzara a lo alto la saeta, oí a mi izquierda unos gritos espantosos, y disparé sin apuntar nada simultáneamente me volví hacia el sitio de mi padre, y lo vi semioculto bajo la forma furiosa y aleteante de otra ave-punzón que lo había traspasado desde el espinazo al vientre. Alrededor de ellos había una nube de arena roja, producida por el frenético batir de las alas del monstruo contra el suelo, el pájaro se esforzaba por alzar vuelo, pero un ave-punzón no puede levantar el peso de un hombre, lo que no impide que nos ataquen. Corrí en ayuda del septarca. Todavía gritaba, y vi que manoteaba tratando de asir el flaco pescuezo del ave, pero ahora en sus gritos había algo de líquido, un tono borboteante y cuando llegué al sitio — fui el primero en hacerlo —, el septarca estaba tendido e inmóvil, traspasado aún por el pájaro que le cubría el cuerpo como una negra capa. Con el cuchillo que empuñaba corté el cuello del ave-punzón como si fuera un trozo de manguera; aparté de un puntapié el cuerpo, me puse a tirar desesperadamente de la cabeza demoníaca, tan horriblemente apretada contra la espalda vuelta del septarca. Entonces llegaron los demás y me apartaron; alguien me sujetó por los hombros, y me sacudió hasta que me calmé. Cuando de nuevo me volví hacia allí, cerraron filas para impedirme que viera el cadáver de mi padre, y después, para mi consternación, se arrodillaron ante mí para rendirme homenaje.
Pero, por supuesto, fue Stirron y no yo quien pasó a ser septarca de Salla. Su coronación fue un gran acontecimiento, ya que, pese a su juventud, sería primer septarca de la provincia. Los otros seis septarcas de Salla vinieron a la capital — únicamente en una ocasión como esa se los encontraba juntos en la misma ciudad —, y por un tiempo todo fue banquetes, estandartes y sonar de trompetas. Stirron estaba en el centro de todas esas cosas, y yo en los márgenes, como correspondía, aunque así terminé sintiéndome más como un mozo de cuadra que como un príncipe. Una vez en el trono, Stirron me ofreció distinciones y tierras y poder, pero en realidad no esperaba que yo aceptara, y no acepté. A menos que un septarca sea un timorato, a sus hermanos menores les conviene no quedarse cerca para ayudarlo a gobernar, ya que no es frecuente que esa ayuda sea bienvenida. Yo no había tenido tíos vivos por el lado paterno de mi familia, y no deseaba que los hijos de Stirron pudieran declarar lo mismo; por lo tanto abandoné Salla con rapidez, una vez concluido el período de luto.
Fui a Glin, la tierra de mi madre. Allí, no obstante, las cosas fueron insatisfactorias para mí, y al cabo de unos pocos años me trasladé a la brumosa provincia de Manneran, donde conquisté a mi esposa y engendré a mis hijos y llegué a ser príncipe no sólo de nombre, y viví feliz y vigorosamente hasta que empezó mi tiempo de cambios.