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No entendí lo que quiso decir con eso hasta que estuvimos de vuelta en Manneran. Desembarcamos en Hilminor, pagamos al capitán Khrisch, pasamos por un mínimo de formalidades de inspección (¡qué confiados eran los funcionarios de puerto no hace tanto tiempo!), y partimos en nuestro terramóvil hacia la capital. Al entrar en la ciudad de Manneran por el camino de Sumar, pasamos por un atestado distrito de mercados y tiendas al aire libre, donde vi a miles de mannerangueses que se empujaban, regateaban, discutían. Los vi negociar con empeño y sacar formularios contractuales para cerrar trato. Vi sus caras fruncidas, cautelosas, los ojos inexpresivos y fríos. Y pensando en la droga que llevaba conmigo me dije: «Ojalá pudiera cambiar sus heladas almas». Tuve una visión en la que yo mismo andaba entre ellos, interpelando a desconocidos, llevando aparte a éste y a aquél, susurrando suavemente a cada uno: «Yo soy un príncipe de Salla y alto funcionario de la Magistratura del Puerto, que ha dejado de lado esas cosas vacías para traer felicidad al género humano, y quisiera mostrarte cómo encontrar la alegría mediante la exhibición. Confía en mí: Yo te amo». Sin duda, algunos huirían de mí en cuanto empezara a hablar, asustados por la obscenidad inicial de mi «yo soy», y otros quizá me oirían y luego me escupirían a la cara y me llamarían loco, y algunos tal vez buscarían a la policía; pero acaso habría unos pocos que escucharían, y se sentirían tentados, e irían conmigo a una tranquila habitación, cerca del puerto, donde podríamos compartir la droga sumarana. Una por una yo abriría las almas, hasta que en Manneran hubiera diez como yo, veinte, cien, una sociedad secreta de exhibicionistas, que se conocerían unos a otros por el cariño y el amor en los ojos, que irían por la ciudad sin miedo a decir «yo» o «mí» a los demás iniciados, que renunciarían no sólo a la gramática cortés, sino a todas las ponzoñosas negaciones del amor hacia sí mismo que el uso de esa gramática implicaba. Y entonces yo volvería a contratar al capitán Khrisch para un viaje a Sumara Borthan, y regresaría cargado con paquetes de polvo blanco, y seguía recorriendo Manneran, yo y aquellos que ya serían como yo, y nos acercaríamos a éste y a aquél, sonriendo, radiantes, para murmurar: «Quisiera mostrarte cómo encontrar alegría mediante la exhibición. Confía en mí: yo te amo».

En esta visión no había ningún papel para Schweiz. Éste no era su planeta; no le correspondía transformarlo. Lo único que le interesaba era su necesidad espiritual privada, su ansia de alcanzar un sentido de lo divino. Ya había iniciado ese trayecto, y podía contemplarlo por su cuenta, aparte. Schweiz no necesitaba andar a escondidas por la ciudad, seduciendo a desconocidos. Y por eso me había dado la porción más grande de nuestro botín sumarano: yo era el evangelista, yo era el nuevo profeta, yo era el mesías de la apertura, y Schweiz lo advirtió antes que yo. Hasta entonces, él había sido el líder: ganándose mi confianza, logrando que yo probara la droga, atrayéndome hacia Sumara Borthan, utilizando mi poder en la Magistratura del Puerto, manteniéndome a su lado como compañía, tranquilidad y protección. Yo había estado siempre a su sombra. Ahora él dejaría de eclipsarme. Y, con mis pequeños envoltorios, yo iniciaría solo la campaña para cambiar un mundo.

Era un papel que aceptaba con agrado. Toda mi vida un hombre u otro había prevalecido sobre mí, de modo que, pese a toda mi fuerza física y a mi capacidad mental, había llegado a considerarme inferior. Acaso sea un defecto natural por haber nacido segundo hijo de un septarca. Primero había sido mi padre, a quien nunca pude aspirar a igualar en autoridad, agilidad ni poderío; después Stirron, cuyo reinado no me trajo sino exilio; luego mi patrón en el campamento maderero glinés; más tarde Segvord Helalam, y por último Schweiz. Todos habían sido hombres decididos y prestigiosos, que sabían cuál era su estilo en nuestro mundo y lo conservaban, mientras yo vagaba en frecuente perplejidad. Ahora, en la mitad de mis años, podía emerger por fin. Tenía una misión. Tenía una finalidad. Las tejedoras de la divina trama me habían conducido a ese sitio, habían hecho de mí lo que era, me habían preparado para mi tarea. Acepté el mandato con alegría.

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