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Procuré establecer una base teórica para mi uso de la droga, construir una nueva teología de amor y apertura. Estudié el Pacto y muchos de sus comentarios, procurando descubrir por qué los primeros colonizadores de Velada Borthan habían considerado necesario deificar la desconfianza y el ocultamiento. ¿Qué temían? ¿Qué esperaban preservar? Hombres oscuros en una época oscura, por cuyos cráneos merodeaban serpientes mentales. No alcancé a comprenderles verdaderamente. Estaban convencidos de su propia virtud. Habían actuado con la mejor intención. No impondrás la interioridad de tu alma a tu semejante. No examinarás demasiado las necesidades de tu propio yo. Te negarás los placeres fáciles de la conversación íntima. Te presentarás solo ante tus dioses. Y así habíamos vivido cientos de años, sin indagar, obedientes, manteniendo el Pacto. Tal vez ahora nada conserva vivo al Pacto, para la mayoría de nosotros, salvo la simple cortesía: no nos gusta molestar a los demás exhibiéndonos, y así seguimos encerrados, mientras nuestras heridas internas se infectan, y hablamos nuestro lenguaje de cortesía en tercera persona. ¿Era tiempo de crear un nuevo Pacto? ¿Un vínculo de amor, un testamento de comunión? En casa, oculto en mis habitaciones, me esforcé por escribir uno. ¿Qué podía decir que fuera creído? Que nos había ido bastante bien siguiendo los antiguos preceptos, pero a un coste personal atroz. Que las peligrosas condiciones de la primera colonización ya no regían entre nosotros, y ciertas costumbres, al haberse convertido más en impedimentos que en ventajas, podían ser desechadas. Que las sociedades deben evolucionar para no decaer. Que amar es mejor que odiar, y confiar mejor que desconfiar. Pero poco de lo que escribí me convenció siquiera a mí. ¿Por qué atacaba el orden de cosas establecido? ¿Por profunda convicción, o sólo por ansia de placeres impuros? Era un hombre de mi época estaba firmemente plantado en la roca de mi educación, aunque luchaba por convertir esa roca en arena. Atrapado en la tensión entre mis creencias antiguas y mis creencias nuevas, todavía informes, saltaba mil veces al día de uno a otro polo, de la vergüenza a la exaltación. Una tarde, cuando trabajaba en el borrador del preámbulo al nuevo Pacto, mi hermana vincular entró inesperadamente en mi estudio.

—¿Qué estás escribiendo? — preguntó en tono agradable.

Yo cubrí una hoja con otra hoja. Mi cara debió reflejar mi incomodidad, pues la suya mostró señales de disculpa por la intromisión.

—Informes oficiales — contesté —. Tonterías. Aburridas trivialidades burocráticas.

Esa noche, en un paroxismo de desprecio hacia mí mismo, quemé todo lo que había escrito.

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