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No mantuve en secreto mi paradero en Salla, ya que ahora no tenía motivo para temer los celos de mi real hermano. Cuando era un muchacho recién instalado en el trono, Stirron podía haber llegado a eliminarme como rival en potencia, pero no el Stirron que gobernaba desde hacía más de diecisiete años. Ya era una institución en Salla, bien querido y parte integrante de la existencia de cada uno, mientras que yo era un extraño, apenas recordado por la gente mayor y desconocido para los más jóvenes, que hablaba con acento mannerangués y había sido públicamente marcado con la vergüenza de la autoexhibición. Aunque quisiera derrocar a Stirron, ¿dónde podría encontrar seguidores?

A decir verdad, anhelaba ver a mi hermano. En tiempos de borrasca, uno se vuelve hacia sus primeros camaradas; y con Noim alejado de mí y Halum al otro lado del Woyn, sólo me quedaba Stirron. Nunca le había guardado rencor por haberme obligado a huir de Salla, pues sabía que si hubiera tenido su edad, y él la mía, le habría hecho escapar de igual manera. Si nuestra relación se había vuelto fría desde mi fuga, esta frialdad era obra suya, pues nacía de su conciencia culpable. Ahora habían pasado algunos años desde mi última visita a Ciudad de Salla: tal vez mis adversidades le abriesen el corazón. Escribí a Stirron una carta desde la casa de Noim, implorándole formalmente asilo en mi país. Bajo la ley sallana, tenían que acogerme, pues era súbdito de Stirron y no había cometido ningún delito en suelo sallano: sin embargo, me pareció mejor preguntar. Admití que las acusaciones planteadas contra mí por el Sumo Magistrado de Manneran eran fundadas, pero ofrecí a Stirron una justificación concisa y (creo) elocuente de mi desviación del Pacto. Concluía la carta con expresiones de mi constante amor hacia él, y con algunas reminiscencias de los tiempos felices que habíamos vivido antes de que recayeran sobre él las cargas de la septarquía.

Esperaba que Stirron, en respuesta, me invitara a visitarlo en la capital, para así poder oír de mis propios labios una explicación de las extrañas cosas que yo había hecho en Manneran. Seguramente se imponía una reunión fraterna. Pero no llegó ninguna citación desde Ciudad de Salla. Cada vez que tintineaba el teléfono me precipitaba a él, pensando que podía ser Stirron quien llamaba. No llamó. Transcurrieron varias semanas de tensión y tristeza; yo cazaba, nadaba, leía, procuraba redactar mi nuevo Pacto de amor. Noim seguía distante. Su única experiencia de comunión espiritual le había causado una turbación tan profunda que apenas se atrevía a mirarme a los ojos, porque yo conocía ahora toda su intimidad y eso había pasado a ser una culpa que nos separaba.

Por fin llegó un sobre con el imponente sello del septarca. Contenía una carta firmada por Stirron, pero ruego porque haya sido algún férreo ministro, y no mi hermano, quien compuso aquel duro mensaje. En menos líneas que dedos tengo, el septarca me decía que el asilo pedido por mí en la provincia de Salla era otorgado, pero sólo a condición de que yo abjurara de los vicios que había aprendido en el sur. Si una sola vez era sorprendido difundiendo en Salla el uso de drogas autoexhibidoras, sería detenido y llevado al exilio. Eso era todo lo que mi hermano tenía que decirme. Ni una sílaba de bondad. Ni una pizca de simpatía. Ni un átomo de afecto.

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