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A veces, inesperadamente, en el tiempo vacío y muerto entre una comunión y otra, sufría una extraña confusión del yo. Un bloque de experiencia prestada, que yo había almacenado en las oscuras profundidades de mi mente, solía liberarse y subir flotando a los niveles superiores de la conciencia, mezclándose con mi propia identidad. Seguía sabiendo que era Kinnall Darival, hijo del septarca de Salla, y sin embargo aparecía de pronto entre mis recuerdos el segmento del yo de Noim, o de Schweiz, o de uno de los sumaranos, o de algún otro de aquellos con quienes había compartido la droga. Durante ese empalme de yoes — un instante, una hora, medio día — iba de un lado a otro inseguro de mi pasado, sin poder determinar si algo que estaba fresco en mi mente me había sucedido realmente o me había llegado a través de la droga. Esto era inquietante, pero no realmente aterrador, salvo las dos o tres primeras veces. Por último aprendí a distinguir esos recuerdos que no eran míos de aquellos que pertenecían a mi auténtico pasado, mediante la familiarización con las texturas de unos y otros. Comprendí que la droga me había convertido en muchas personas. ¿No era mejor ser muchos que ser algo menos que uno?

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