Capítulo 115

Cleo sintió como si las venas se le llenaran de agua congelada. Se dio la vuelta, aterrorizada.

A escasos centímetros de ella, una figura alta blandía un martillo de orejas grande. Iba ataviado de pies a cabeza con un traje protector verde oliva que apestaba a plástico, llevaba guantes de látex y una máscara antigás. No podía verle la cara en absoluto. Estaba mirando dos lentes redondas y oscurecidas montadas sobre un material gris holgado, con un filtro de metal negro abajo con forma de hocico. Parecía un insecto mutante malévolo.

Detrás de esas lentes, sólo podía distinguir sus ojos. No eran los de Richard. No eran los de nadie que ella pudiera reconocer.

Descalza y sintiéndose totalmente indefensa, retrocedió un paso, sobria de repente, temblando, un chillido atrapado en algún lugar muy profundo de su garganta. Retrocedió otro paso, intentando desesperadamente pensar con claridad, pero su cerebro estaba bloqueado. Tenía la espalda contra la puerta, presionándola con fuerza, preguntándose si le daría tiempo a abrirla y pedir ayuda a gritos.

Salvo que, ¿no acababa de poner la maldita cadena de seguridad?

– No te muevas y no te haré daño -dijo; su voz sonaba como un dalek apagado.

«Claro, por supuesto que no. Estás en mi casa, con un martillo en la mano y no piensas hacerme daño», pensó Cleo.

– ¿Quién…, quién…, quién?

Las palabras salieron de su boca en rachas agudas. Sus ojos se movían frenéticamente del maníaco que tenía delante al suelo, a las paredes, buscando un arma. Luego se dio cuenta de que todavía tenía el teléfono inalámbrico en la mano. Había una tecla que había pulsado por error algunas veces en el pasado que hacía pitar el terminal de su dormitorio. Intentando recordar desesperadamente dónde estaba en el teclado, pulsó una a escondidas. No pasó nada.

– Te salvaste de milagro con el coche, ¿verdad, zorra? -La voz profunda, confusa, estaba cargada de veneno.

– ¿Quién…, quién…?

Cleo temblaba muchísimo, los nervios se retorcían dentro de ella, cerrándole la garganta cada vez que intentaba hablar.

Pulsó otra tecla. Al instante, se oyó un pitido arriba. El hombre levantó la cabeza hacia el techo y se distrajo un instante. Y, en ese momento, Cleo saltó hacia él y le golpeó en la cabeza con tanta fuerza como pudo con el teléfono. Oyó un crujido. Le oyó gruñir con sorpresa y dolor y vio que se tambaleaba, pensando por un segundo que iba a perder el equilibrio. El martillo se le escapó de las manos y aterrizó en el suelo de roble.


Era difícil ver dentro de esta cosa, se percató el Multimillonario de Tiempo mientras retrocedía mareado. Había sido un error. No tenía visión periférica. No podía ver el puto martillo. Sólo veía a la zorra, con la mano levantada, sujetando el teléfono destrozado. Luego la vio lanzándose al suelo, entonces vislumbró el resplandor del martillo de acero justo delante de ella.

«¡Ah, no, no lo conseguirás!»

Él se agachó hacia su pierna derecha, la agarró por el tobillo desnudo, que asomaba por los vaqueros, y tiró hacia atrás, sintiendo cómo se retorcía, fuerte, enjuta, luchando como una leona. Vio el martillo, volvió a perderlo de vista. Luego, de repente, un destello rápido de acero cruzó delante de su cara y notó un dolor en el hombro izquierdo.

Le había golpeado, maldita sea.

Le soltó la pierna, rodó hacia delante, la agarró de la melena larga y rubia y tiró bruscamente hacia él. La zorra soltó un alarido, tropezó y luego se giró, intentando soltarse. Él tiró con más fuerza, sacudiéndole la cabeza con tanta violencia que por un momento creyó que le había roto el cuello. Cleo gritó, de dolor y de ira, dándose la vuelta para mirarle. Él le dio un cabezazo en la sien. Vio el martillo girando como una peonza por el suelo. Intentó pasar por encima de ella, aún no podía ver demasiado, luego sintió un dolor atroz en la muñeca izquierda. La zorra le estaba mordiendo.

Levantó la muñeca derecha, la golpeó en alguna parte del cuerpo, volvió a darle, intentando desesperadamente liberar su brazo de los dientes de la mujer. Volvió a pegarle. Y otra vez, gritando de dolor.


«¡Roy!», pensó desesperada, mordiendo más fuerte, más fuerte aún, intentando arrancarle el puto brazo con los dientes. «¡Por favor, Roy, ven! Oh, Dios mío, estabas al teléfono. Si hubieras seguido hablando sólo un segundo más. Un segundo…»

Sintió el golpe en el pecho izquierdo. Luego en un lado de la cara. Ahora le había agarrado la oreja, se la retorcía, más y más. Dios mío, el dolor era terrible. ¡Iba a arrancársela!

Gritó, le soltó el brazo y se alejó de él rodando por el suelo tan deprisa como pudo, peleando por el martillo.

De repente, notó que la agarraba por el tobillo con violencia. La arrastró hacia atrás y arañó el suelo con la cara. Cuando se giró para resistirse, vio que una sombra cruzaba delante de ella, luego sintió un crujido vibrante, cegador, terrible, cayó de espaldas y vio pasar vertiginosamente las luces del techo, desenfocadas.

Y ahora vio que el hombre volvía a tener el martillo y estaba agachado con una rodilla en el suelo, intentando levantarse. Y ella no iba a permitir que este cabrón le arrebatara lo mejor de ella, no iba a morir, aquí, en su casa, y no iba a permitir que la matara un loco con un martillo. Ahora no, especialmente ahora, justo en este momento en que su vida comenzaba a ir bien, cuando estaba tan enamorada de…

Un arma.

Tenía que haber un arma en la habitación.

«La botella de vino en el suelo junto al sofá.»

Ahora el hombre ya se había puesto de pie.

Ella estaba junto a la estantería. Cogió un libro de tapa dura y se lo lanzó. Falló. Sacó otro, una recopilación gruesa y pesada de Conan Doyle, se puso de rodillas y se lo tiró en el mismo movimiento. Le dio en el pecho, lo que hizo que se tambaleara hacia atrás un par de pasos, pero todavía sujetaba el martillo. Avanzaba hacia ella.

Ahora, por encima del dolor y de la ira, de repente volvió a sentir miedo. Mirando desesperadamente a su alrededor, vio la pecera sin Pez sobre la mesa. Corrió hacia ella, la cogió, la levantó, el agua balanceándose. Pesaba tanto que apenas podía sostenerla. Le tiró todo el contenido -varios litros de agua y las piezas del templo griego en miniatura-. El peso del agua lo cogió por sorpresa y le hizo retroceder varios pasos. Entonces, con todas sus fuerzas, Cleo le lanzó la pecera. Le golpeó en las rodillas y el hombre se tambaleó hacia atrás como un bolo, profirió un alarido furioso y apagado de dolor y aterrizó en el suelo.

Todavía con el martillo en la mano, comenzó a ponerse de pie otra vez, de algún modo. Cleo miró a su alrededor frenéticamente, intentando evaluar sus opciones. Había cuchillos en la cocina, pero tendría que pasar por delante de él para alcanzarlos.

«Arriba», pensó. Le llevaba unos momentos de ventaja. Si lograba llegar arriba, a su cuarto, cerrar la puerta… ¡Ahí tenía un teléfono!


Mientras se ponía de pie tambaleándose, haciendo caso omiso del dolor insoportable, el sonido de su respiración resonando a su alrededor como si estuviera dentro de una campana de inmersión, observó, con un odio puro y absoluto, matizado por un grado de satisfacción, cómo sus tobillos desnudos y sus pies descalzos desaparecían escaleras arriba.

Y notó una punzada profunda de lujuria.

¡Arriba no hay nada, querida!

Se conocía cada rincón de la casa. Tintineando en el bolsillo de sus pantalones, dentro del traje protector, estaban las llaves de la puerta de la terraza y de las cerraduras de todas las ventanas de triple cristal. El móvil de la zorra estaba en el sofá junto a una carpeta abierta que contenía un proyecto en el que, al parecer, estaba trabajando.

Ahora estaba excitado. Cleo había opuesto una resistencia enérgica, igual que Sophie Harrington, y con ella se había puesto muy caliente. Sonrió al pensar en todas las noches que se habían acostado, cuando ella siempre pensó que estaba con Brian Bishop.

Pero la mayor excitación la sentía ahora. Al saber que dentro de unos minutos estaría haciéndole el amor a la chica del comisario Grace.

«Ser maligno.»

«Te lo pensarás dos veces antes de volver a llamar a alguien “SER MALIGNO”, comisario Grace.»

Avanzó renqueando, la espinilla izquierda le dolía bastante, se arrodilló y desconectó el enchufe del teléfono de la base inalámbrica. Mientras volvía a levantarse, vio que tenía una herida irregular en la pierna izquierda, justo debajo de la rodilla, y que estaba sangrando. Mala suerte, ahora no podía hacer nada. Con cuidado, puso el pie en el primer peldaño de las escaleras. No era fácil con la máscara antigás, porque no veía demasiado bien lo que tenía justo debajo.

Además, desde hacía un par de días su equilibrio no acababa de funcionar del todo bien. Aún tenía fiebre y, a pesar de la medicación que estaba tomando, la mano no parecía sanar. Había sido una gran decisión, ponerse esto. Le gustaba la idea de asustar a la zorra. Pero más que nada, le gustaba que al encontrar a una tercera víctima con una máscara antigás, el comisario Grace fuera a quedar como un estúpido, porque se demostraría que había encerrado al hombre equivocado.

Eso le encantaba.

En realidad, ¡la máscara antigás había sido una jugada maestra! Tenía que agradecérselo a Brian, la había encontrado por casualidad en un armario junto a la cama de los Bishop cuando buscaba juguetes con los que entretener a Katie.

Era lo único que tenía que agradecerle a su hermano.


Cleo cerró de golpe la puerta de su habitación, hiperventilando. Casi cegada por el pánico, cogió el arcón Victoriano de madera a los pies de su cama, lo arrastró y lo puso contra la puerta. Luego corrió a la cama grande, la agarró por una pata e intentó tirar de ella. Pero no se movía. Volvió a probar. Nada.

– ¡Mierda, joder, vamos!

Sus ojos repasaron toda la habitación, examinando qué podía utilizar como barricada. Arrastró el pequeño tocador negro de madera lacada, luego la silla, que colocó en el espacio que quedaba entre el tocador y su cama. No era una idea genial, pero al menos debería poder aguantar el tiempo suficiente para llamar a Roy, o quizás al 112. Sí, primero al 112 y luego a Roy.

Pero cuando pulsó la tecla para activar el teléfono, soltó un quejido de terror. No había línea.

Y el pomo de acero inoxidable de la puerta estaba girando. Despacio. Increíblemente despacio. Como si viera una película a cámara lenta.

Entonces oyó golpes fuertes, como si el hombre diera patadas a la puerta o la aporreara con el martillo. El terror le agarrotó el estómago. La puerta estaba moviéndose, sólo un poquito. Oyó que la madera se astillaba y se dio cuenta, horrorizada, de que el arcón y la silla del tocador estaban desintegrándose, lentamente.

Desesperada, corrió a la ventana. Estaba en un segundo piso, pero tal vez fuera posible saltar. Mejor que estar allí dentro. Al menos fuera en el patio, incluso herida, estaría a salvo, razonó. Entonces, un escalofrío sacudió su cuerpo.

La ventana estaba cerrada y la llave había desaparecido.

Fuera de sí, buscó algo pesado, repasando con la mirada los frascos de maquillaje, botes de laca, zapatos. ¿Qué? ¿Qué? Oh, por favor, Dios mío, ¿qué?

Tenía una lámpara portátil de metal en la mesita de noche. Cogiéndola por arriba, aporreó el cristal con la base plana y redonda. Rebotó.

Abajo, vio a uno de sus vecinos, un joven con quien intercambiaba algunas palabras amables de vez en cuando, empujando su bici por el patio, enfrascado en una llamada de móvil. Estaba mirando hacia arriba, como si intentara ver de dónde venían los golpes. Ella le hizo señales frenéticas con los brazos. Él la saludó alegremente, y luego, mientras continuaba hablando, se dirigió con su bici hacia la verja.

Detrás de ella, oyó más golpes.

Y más madera astillada.

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