Capítulo 93

– ¡Jodeeer, tío! ¡Apaga esa puta mierda, coño! ¡Lleva sonando toda la puta mañana! ¿Es que no puedes contestar, joder?

Skunk abrió un ojo, lo notaba como si se lo hubieran golpeado con un martillo. La cabeza también. Era como si alguien le serrara el cerebro con un cortador de queso. Y toda la autocaravana parecía balancearse como una barquita en una tormenta.

Pi-pi-piiiii-brrrrrrr-pi-pi-piiiii-brrrrrr-pi-pi-piiiii-brrrrr. Su teléfono, se percató, se deslizaba por el suelo, vibrando, iluminándose, sonando.

– ¡Contesta tú, capullo! -farfulló a su último huésped inoportuno, un mierda que había encontrado en un agujero a primera hora de la mañana y que le había gorreado la cama por una noche-. ¡Esto no es el puto Hilton! No tenemos servicio de habitaciones las veinticuatro horas.

– Si contesto te lo voy a enchufar directamente por el culo, chaval, tan adentro que tendrás que meterte los dedos hasta las amígdalas para recuperarlo.

Skunk abrió también el otro ojo, pero volvió a cerrarlo cuando el sol cegador de la mañana se lo agujereó, atravesándole el cerebro y la parte de atrás del cráneo, penetrando hasta el núcleo de la Tierra, clavándole la cabeza en la almohada empapada, llena de bultos, como un alfiler insertado en una mosca. Cerró el ojo y se esforzó por incorporarse, un gesto que fue recibido con un golpe fuerte en la cabeza contra el techo inclinado.

– ¡Joder! ¡Mierda!

¡Ésa era la gratitud que obtenía por permitir que cabrones inútiles de mierda sobaran en su casa! Bien despierto ahora, a punto de vomitar, alargó un brazo que parecía totalmente desligado del resto de su cuerpo, como si alguien se lo hubiera cosido al hombro durante la noche. Los dedos entumecidos toquetearon el suelo hasta que encontró el teléfono.

Lo levantó -le temblaba la mano, le temblaba todo el cuerpo-, pulsó el botón verde y se lo acercó al oído.

– ¿Mmm? -dijo.

– ¿Dónde coño has estado, capullo de mierda?

Era Barry Spiker.

Y, de repente, se despertó de verdad, un montón de pensamientos confusos colisionaban dentro de su cerebro.

– Es de noche, joder -dijo hoscamente.

– Tal vez en tu planeta, capullo. En el mío son las once de la mañana. Otra vez se te ha olvidado ir a comulgar, ¿verdad?

Y entonces Skunk se acordó. Paul Packer. ¡El agente Paul Packer!

De repente, su mañana pareció mejorar. Los recuerdos de un trato que había cerrado con el agente Packer afloraban ahora a su mente a través de la vorágine del dolor nebuloso y hambriento de drogas. Le había hecho una promesa al policía. Tenía que avisarle la próxima vez que Barry Spiker le encargara un trabajo. Vender a Spiker sería como lanzar piedras a su propio tejado, pero el placer que le proporcionaba pensar en ello era mayor. Spiker le había timado en su último negocio y Packer había prometido pagarle.

Los pagos en metálico de la policía eran una mierda. Pero si era realmente listo, podía llegar a un acuerdo y cobrar de Spiker y de la policía. ¡Eso sería la hostia!

Riiic, riiic, riiic.

Al, su hámster, estaba ocupado en su rueda, girando y girando, como siempre, a pesar de la pata entablillada. Tenía que llevarlo otra vez al veterinario. Y le debía dinero a Beth. ¡Dos pájaros de un tiro! Spiker y el agente Packer. ¡Al y Beth! ¡Estaba hecho!

– En realidad acabo de volver de misa -dijo.

– Bien. Tengo un trabajo para ti.

– Soy todo oídos.

– Ése es tu problema, joder. Todo oídos, cero cerebro.

– Venga, ¿qué tienes para mí?

Spiker le dio las instrucciones

– Lo necesito hoy -dijo-. A la hora que sea. Estaré allí toda la noche. Ciento cincuenta si la clavas esta vez. ¿Serás capaz de hacerlo?

– Soy tu hombre.

– No la cagues.

Colgaron.

Skunk se incorporó, emocionado. Y casi se abrió la cabeza, otra vez, contra el techo.

– ¡Joder! -dijo.

– ¡Jódete tú, Jimmy! -gritó la voz desde el fondo de la autocaravana.

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