Capítulo 83

Brian Bishop salió de la ducha del baño del hotel, se secó y luego hurgó en la bolsa de viaje que Maggie Campbell le había llevado a su habitación hacía una hora, con ropa limpia que había recogido de su casa.

Sacó un polo azul oscuro y unos pantalones anchos azul marino. El olor de una barbacoa entró flotando con la brisa suave por la ventana abierta. Era tentador, aunque, con el estómago revuelto, no tenía demasiado apetito. Lamentaba haber aceptado la invitación a cenar de Glenn y Barbara Mishon, que eran los mejores amigos de él y Katie. Normalmente, le encantaba su compañía; Barbara llamó antes y lo había convencido para ir a su casa.

En ese momento le pareció una propuesta más atractiva que pasar otra noche solo en esa habitación, con sus pensamientos y un carrito del servicio de habitaciones. Pero la reunión de la tarde con Robert Vernon le había hecho ser consciente de la realidad de lo que había sucedido y lo había sumido en un estado depresivo terrible. Era como si, hasta aquel instante, todo hubiera sido una pesadilla. Pero ahora la enormidad de la situación le abrumaba. Había tanto en lo que pensar… Demasiado. La verdad es que lo único que quería era sentarse a solas y poner en orden sus pensamientos.

Sus mocasines de ante marrón estaban en el suelo. En realidad hacía demasiado calor para ponerse calcetines, pero parecería demasiado relajado, demasiado irrespetuoso para con Katie si se vestía excesivamente informal. Así que se sentó en la cama y se puso unos azul claro e introdujo los pies en los zapatos. Fuera, en uno de los jardines traseros a los que daba su ventana, oyó a gente hablando, un niño gritando, música sonando, una risita.

Luego, llamaron a la puerta.

Seguramente era el servicio de habitaciones que quería hacen las camas, pensó mientras abría. Pero vio a los dos policías que le habían comunicado la noticia de la muerte de Katie.

El negro levantó su placa.

– Sargento Branson e inspector Nicholl. ¿Podríamos entrar, señor?

A Bishop no le gustó la expresión de sus caras.

– Sí, por supuesto -dijo; retrocedió al interior de la habitación sujetando la puerta para que pasaran-. ¿Tienen alguna novedad?

– Brian Desmond Bishop -dijo Branson-, han salido pruebas a la luz, y a consecuencia de ellas le detengo como sospechoso de la muerte de la señora Katherine Bishop. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será utilizada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene derecho a hablar con un abogado. Si no puede pagar uno, se le proporcionará uno de oficio. ¿Ha comprendido?

Por un momento, Bishop no respondió nada. Luego dijo:

– No hablará en serio.

– Mi compañero, el inspector Nicholl, va a cachearle rápidamente.

Bishop levantó los brazos casi de manera mecánica, para permitir que Nicholl lo registrara.

– Yo… Lo siento -dijo entonces Bishop-. Necesito llamar a mi abogado.

– Me temo que ahora no es posible, señor. Tendrá oportunidad de hacerlo cuando lleguemos al centro de detención.

– Tengo derecho a…

Branson alzó sus manos anchas.

– Señor, conocemos sus derechos. -Luego las dejó caer y cogió un par de esposas de su cinturón-. Por favor, coloque las manos detrás de la espalda.

El poco color que le quedaba a Bishop en la cara desapareció ahora por completo.

– ¡No me espose, por favor! No voy a huir. Aquí se ha producido un malentendido. Esto es un error. Podemos solucionarlo.

– Manos detrás de la espalda, señor.

Presa totalmente del pánico, Bishop repasó la habitación con los ojos desorbitados.

– Necesito algunas cosas. Mi chaqueta… La cartera… Yo… Por favor, dejen que me ponga la chaqueta.

– ¿Cuál es, señor? -preguntó Nicholl.

Bishop señaló el armario.

– La de color beis.

Luego señaló su teléfono móvil y su Blackberry, sobre la mesita de noche. Nicholl dio unas palmadas a la chaqueta, luego Branson le permitió ponérsela y guardar la cartera, el móvil, la Blackberry y unas gafas de leer en los bolsillos. Luego le volvió a pedir que colocara las manos detrás de la espalda.

– Oigan, ¿realmente es necesario? -suplicó Bishop-. Va a ser muy embarazoso para mí. Vamos a cruzar el hotel.

– Hemos acordado con el director ir por una salida de incendios lateral. ¿Tiene bien la mano, señor? -le preguntó Branson, mientras cerraba la primera esposa.

– No llevaría un vendaje si la tuviera bien -le espetó Bishop. Todavía mirando la habitación, dijo, aterrorizado de repente-: ¿Mi portátil?

– Me temo que se lo vamos a incautar, señor.

Nick Nicholl cogió las llaves del coche de Bishop.

– ¿Tiene un vehículo en el aparcamiento, señor Bishop?

– Sí. Sí. Podría conducirlo… Podrían venir conmigo.

– Me temo que también se lo vamos a incautar, para realizar pruebas forenses -dijo Branson.

– Esto es increíble -dijo Bishop-. ¡Esto es increíble, joder!

Pero ninguno de los dos policías mostró compasión. Mostraban una conducta completamente distinta a cuando le dieron la mala noticia el viernes pasado por la mañana.

– Necesito hacer una llamada rápida a los amigos con los que iba a cenar, para decirles que no voy a ir.

– Alguien se encargará de llamarlos por usted, desde el centro de detención.

– Sí, pero van a cocinar para mí. -Señaló el teléfono del hotel-. Por favor… Déjenme llamarlos. Serán sólo treinta segundos.

– Lo siento, señor -dijo Branson, repitiéndose como un autómata-. Alguien los llamará por usted, desde el centro de detención.

De repente, Brian Bishop se asustó.

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