Capítulo 98

En cuanto acabó la reunión de las seis y media, Grace cogió las llaves del coche que Tony Case había dispuesto para él y, con Glenn Branson a la zaga, bajó apresuradamente al aparcamiento subterráneo del edificio.

– ¡Déjame llevarlo a mí, tío!

– Ya sabes que tu manera de conducir me da miedo -contestó Grace-. De hecho, voy a expresarlo de otra forma: tu manera de conducir me pone los pelos de punta.

– ¿Ah, sí? -dijo Branson-. Tiene gracia que lo digas tú, porque tu manera de conducir da pena. Conduces como una nenaza. No, en realidad no. Conduces como un pobre viejecito, ¡que es lo que eres!

– ¡Y tú acabas de suspender el examen de conducción avanzada de la policía!

– El examinador era idiota. Mi instructor me dijo que tenía una aptitud natural para las persecuciones a gran velocidad. ¡Conduzco que flipas!

– Tendrían que internarte en un psiquiátrico según la Ley de enfermedades mentales.

– ¡Mamón!

Grace le lanzó las llaves mientras se acercaban al Mondeo camuflado.

– Pero no intentes impresionarme.

– ¿Has visto The fast and the furious, con Vin Diesel?

– Qué nombre más estúpido para un actor.

– ¿Sí? Bueno, a él tampoco le mata el tuyo.

Grace no estaba seguro de qué aberración mental le había impulsado de repente a darle las llaves a su amigo. Quizás esperaba que si Glenn se concentraba en conducir, se ahorraría un debate interminable -o más bien un monólogo- sobre todo lo que andaba mal en su matrimonio, una vez más. Había soportado el análisis de su amigo durantes tres horas la noche anterior, después de que volvieran a casa tras interrogar a Bishop. La botella de Glenfiddich, que se pulieron entre los dos, solamente había logrado mitigar el dolor en parte. Luego, esta mañana, todavía muy temprano, había tenido que escuchar a Glenn de nuevo, mientras se afeitaba y vestía, y luego otra vez mientras desayunaban cereales, con el añadido negativo de una ligera resaca.

Para su alivio, Branson condujo con sensatez, salvo en un tramo, cerca de Handcross, donde puso el coche a 210 kilómetros por hora, en especial para que Grace comprobara sus aptitudes en dos curvas cerradas de subida.

– La clave es posicionarse en la carretera y equilibrar el acelerador, viejo -dijo su amigo.

Desde donde estaba sentado Grace, con el estómago en la boca, la clave era más bien no empotrarse contra los árboles robustos que flanqueaban ambas curvas. Entonces llegaron a la autopista M23 y las advertencias reiteradas de Grace sobre los radares y la policía de tráfico, a la que nada gustaba más que multar a otros policías, surtieron cierto efecto.

Así que Branson aminoró la marcha e intentó llamar a casa con el manos libres de su móvil.

– ¡Zorra! -dijo-. No me lo coge. Tengo derecho a hablar con mis hijos, ¿no?

– Tienes derecho a estar en tu casa -le recordó Grace.

– Tal vez podrías decírselo tú. Ya sabes, darle el punto de vista oficial de la policía.

Grace negó con la cabeza.

– Te ayudaré en todo lo que pueda, pero no te haré el trabajo sucio.

– Sí, tienes razón. Ha sido un error pedírtelo. Lo siento.

– ¿Qué ha pasado con el caballo?

– Bueno, volvió a mencionarlo cuando hablamos. Ha decidido que quiere intentar participar en concursos hípicos. Eso es mucha pasta.

Grace decidió, en su fuero interno, que Ari necesitaba ir al psicólogo.

– Creo que tendríais que hacer terapia de pareja -dijo.

– Ya me lo dijiste.

– ¿Ah, sí?

– Como a las dos de la madrugada de ayer. Y antes de ayer. Te repites, viejo. El alzheimer empieza a aparecer.

– ¿Sabes cuál es tu problema? -dijo Grace.

– ¿Aparte de ser negro? ¿Calvo? ¿De tener unos orígenes humildes?

– Sí, aparte de todo eso.

– No, dímelo tú.

– La falta de respeto hacia tus iguales.

Branson sacó una mano del volante y la levantó.

– ¡Respeto! -dijo con deferencia.

– Eso está mejor.


Poco después de las nueve, Branson aparcó el Mondeo sobre una línea amarilla en Arlington Street, justo pasado el Hotel Ritz y enfrente del restaurante Caprice.

– Bonitas ruedas -dijo al pasar por delante de un Ferrari mientras subían la calle-. Tienes que comprarte uno. Mejor que ese Alfa Romeo de mierda en que te paseas. Sería bueno para tu imagen.

– Sí. Lástima que exista un pequeño problema de unas cien mil libras, más o menos, que me separan de un coche así -dijo Grace-. Y como tengo que cargar contigo en mi equipo, mis opciones de conseguir un aumento de sueldo de esa magnitud son algo escasas.

Al final de la calle, doblaron una esquina y accedieron a Piccadilly. Justo a su derecha vieron un edificio magnífico e imponente, pintado de negro y oro. Sus ventanas enormes y arqueadas estaban muy iluminadas y el interior parecía un hervidero de gente. Un cartel elegante en la pared anunciaba: THE WOLSELEY.

Un portero con librea y con sombrero de copa los recibió efusivamente.

– ¡Buenas noches, caballeros! -dijo con un suave acento irlandés.

– ¿El restaurante Wolseley? -preguntó Grace, que se sentía un poco fuera de lugar aquí.

– ¡Por supuesto! ¡Un placer recibirles! -Les abrió la puerta y les indicó que pasaran.

Grace entró, seguido de Branson. Un pequeño grupo de gente se apiñaba en el mostrador de recepción. Un camarero pasó deprisa con una bandeja cargada de cócteles hacia un salón abarrotado y enorme, con techos abovedados y galerías, decorado con elegancia en blanco y negro. Había un murmullo ruidoso. Miró a su alrededor un momento. El lugar tenía un esplendor antiguo de la Belle Époque, pero al mismo tiempo parecía sumamente moderno. Los camareros iban vestidos de negro y la mayoría de la clientela parecía gente moderna. Decidió que a Cleo le gustaría este sitio. Quizá la llevara un día a pasar la noche a Londres y la trajera aquí. Aunque pensó que primero debería mirar los precios.

Una joven recepcionista les sonrió; luego un hombre pelirrojo con el pelo largo y peinado a la moda los saludó.

– Buenas noches, caballeros. ¿En qué puedo ayudarles?

– Hemos quedado con el señor Taylor.

– ¿El señor Phil Taylor?

– Sí.

El hombre señaló la zona del bar, en un lateral.

– Está allí, caballeros, ¡la primera mesa a la derecha! ¡Les acompañaremos!

Al entrar en el bar, Grace vio a un tipo de cuarenta y pocos años, con un polo amarillo y pantalones de sport azules, que lo miraba con expectación.

– ¿El señor Taylor?

– ¡El mismo! -Se incorporó a medias-. ¿El comisario Grace? -Tenía un marcado acento de Yorkshire.

– Sí. Y el sargento Branson.

Grace lo examinó fugazmente, formándose una opinión sobre él a partir de la primera impresión. Estaba relajado y tenía un aspecto sano, con un ligero sobrepeso, un rostro franco y agradable, la nariz quemada por el sol, el cabello ralo y los ojos despiertos y muy entusiastas. Este hombre no tenía ni un pelo de tonto, pensó Grace al instante. Las llaves de un coche, con el emblema de Ferrari en el llavero, descansaban sobre la mesa delante de él, junto a un vaso alto que contenía un cóctel transparente con una hoja de menta dentro.

– Es un placer conocerles, caballeros. Tomen asiento. ¿Les pido algo de beber? Puedo recomendarles los mojitos, son excelentes. -Agitó la mano para llamar al camarero.

– Yo tengo que conducir. Beberé una Coca-Cola Light -dijo Branson.

– Yo tomaré lo mismo -dijo Grace, aunque, como todavía tenía que enfrentarse a la pesadilla de Branson conduciendo de vuelta a Brighton, podría haberse tomado una pinta de whisky de malta tranquilamente-. Nosotros pagaremos, señor. Ha sido muy amable al reunirse con nosotros avisándole con tan poco tiempo -comenzó diciendo Grace.

– Ningún problema. ¿En qué puedo ayudarles?

– ¿Puedo preguntarle cuánto tiempo hace que conoce a Brian Bishop? -dijo Branson, dejando su libreta sobre la mesa.

Grace observó el movimiento de los ojos del hombre, mientras pensaba.

– Unos seis años… Sí. Casi seis años.

Branson lo anotó.

– ¿Van a leerme mis derechos? -preguntó Phil Taylor, medio en broma.

– No -contestó Branson-. Sólo estamos aquí para intentar confirmar algunas horas con usted.

– Ya se las di a uno de sus agentes ayer. ¿Qué problema hay exactamente? ¿Brian está en apuros?

– Preferimos no decir demasiado en estos momentos -contestó Grace.

– ¿Cómo lo conoció? -preguntó Branson.

– En una reunión del P1.

– ¿El P1?

– Es un club para amantes de los coches dirigido por Damon Hill, el piloto de carreras, ex campeón del mundo. Pagas una suscripción anual y puedes utilizar distintos coches deportivos. Nos conocimos en uno de sus cócteles.

Mirando el llavero, Glenn Branson preguntó:

– ¿Es suyo ese Ferrari? ¿El que está en la esquina de Arlington Street?

– ¿El 430? Sí… Pero no es mío.

– Es bonito -dijo Branson-. Buen motor.

– ¡Aún sería más bonito sin todos esos radares suyos!

– ¿Podría hablarnos un poco sobre usted, señor Taylor? -preguntó Grace, sin morder el anzuelo.

– ¿Sobre mí? Me saqué el título de contador público, luego trabajé quince años en Hacienda, la mayor parte del tiempo en el equipo de inspecciones especiales. Investigaba fraudes fiscales, principalmente. Gracias a eso vi el dinero que ganaban los asesores financieros independientes. Así que decidí dedicarme a eso y fundé Taylor Financing Planning. Todo me marcha sobre ruedas. Conocí a Brian poco después de empezar y se convirtió en uno de mis primeros clientes.

– ¿Cómo describiría al señor Bishop? -preguntó Branson.

– ¿Que cómo le describiría? Es un fuera de serie. Uno de los mejores. -Se quedó pensando unos momentos-. Muy íntegro, inteligente, formal, eficiente.

– ¿Alguna vez contrató un seguro de vida para él?

– Estamos adentrándonos en el terreno del secreto profesional, caballeros.

– Comprendo -dijo Grace-. Hay una pregunta que me gustaría formularle; si no quiere contestarla, no pasa nada. ¿Alguna vez contrató un seguro de vida para la esposa de Brian Bishop?

– Puedo contestarle con un no rotundo.

– Gracias.

– ¿Es correcto, señor Taylor, que usted y el señor Bishop cenaron aquí, en este restaurante la semana pasada, el jueves, 3 de agosto? -continuó Grace.

– Sí, es correcto. -Ahora se puso un poco a la defensiva.

– ¿Viene aquí a menudo? -preguntó Branson.

– Sí. Me gusta reunirme aquí con mis clientes.

– ¿Recuerda a qué hora se marchó del restaurante, aproximadamente?

– Mejor -dijo Phil Taylor, un poco petulante.

Sacó su cartera de la chaqueta, que descansaba a su lado en el banco, hurgó dentro y extrajo el recibo de la tarjeta de crédito para la cena en el restaurante.

Grace lo miró. Bishop no había mentido, pensó cuando vio las bebidas que habían consumido los dos hombres. Dos mojitos. Dos botellas de vino. Cuatro copas de brandy.

– ¡Parece que pasaron una buena noche! -dijo.

También se fijó en que los precios no eran más altos que en los restaurantes buenos de Brighton. Podía permitirse traer a Cleo. A ella le encantaría.

– Así es, sí.

Grace hizo un cálculo mental. Suponiendo que los dos hombres hubieran bebido más o menos igual, Bishop habría sobrepasado bastante el límite para conducir cuando se marchó del restaurante. ¿Pudo la bebida provocar que se enfureciera por la infidelidad de su esposa? ¿Y envalentonarlo para conducir de manera temeraria? Entonces, examinando detenidamente el recibo, encontró lo que estaba buscando en la esquina superior derecha: HORA: 22.54.

– ¿Cómo vio a Brian Bishop el jueves pasado por la noche? -preguntó Grace a Phil Taylor.

– Estaba de muy buen humor. Muy alegre. Fue una buena compañía. Tenía un partido de golf en Brighton a la mañana siguiente, así que no quería llegar tarde, ni beber demasiado, pero, aun así, ¡lo pasamos bien!

Se rió.

– ¿Recuerda cuánto tardaron en irse después de pedir la cuenta?

– De inmediato. Vi que Brian estaba impaciente por llegar a casa. Tenía que levantarse temprano por la mañana.

– ¿Y cogió un taxi?

– Sí. El portero, John, paró uno. Le dejé coger el primero.

– Y eran las once más o menos.

– Más o menos, sí. No sabría decirle exactamente. Quizás unos minutos antes.

Grace pagó la factura de las bebidas, luego dieron las gracias al hombre y se marcharon. Mientras doblaban la esquina de Arlington Street, Grace guardó silencio, estaba haciendo unos cálculos aritméticos mentales. Entonces, cuando llegaron al Mondeo, le dio una palmadita a Branson en la espalda.

– ¡A todo el mundo le llega su momento de gloria!

– ¿Qué quieres decir con eso, si se puede saber?

– De repente, amigo mío, ¡los astros se han alineado a tu favor!

– Lo siento, viejo, ¡no te sigo!

– Tus aptitudes para conducir. Voy a darte la oportunidad de demostrarlas. Primero vas a conducir, a una velocidad legal y constante, hasta el piso de Bishop en Notting Hill. Y de ahí, ¡conducirás como un bólido! Vamos a ver lo deprisa que pudo hacer Bishop ese viaje.

El sargento esbozó una sonrisa radiante.

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