Capítulo 84

Bishop estaba sentado junto al inspector Nicholl en el asiento de atrás del Vectra gris de la policía camuflado. Pasaban unos minutos de las ocho de la tarde y más allá de las ventanillas aún no había oscurecido.

La ciudad que se deslizaba a su lado, reproduciéndose como una película muda proyectada en los cristales del coche, parecía distinta a la que conocía -y había conocido toda su vida-. Era como si viera las calles, casas, tiendas, árboles, parques, por primera vez. Ninguno de los dos policías hablaba. De vez en cuando, rompía el silencio el crujido de las interferencias y el estallido embrollado de la voz de un controlador en la radio bidireccional. Se sentía como un extraño aquí dentro, mirando un universo paralelo al que no pertenecía.

De repente, aminoraron la marcha y giraron hacia una verja verde de acero reforzado que había comenzado a abrirse. Había una valla alta con púas a la derecha y, más allá, una estructura de ladrillo prominente y gris.

Se detuvieron junto a un cartel azul con letras blancas: CENTRO DE DENTENCIÓN DE BRIGHTON. Finalmente, se abrió un espacio suficientemente ancho para pasar. Luego subieron por una rampa empinada, pasaron por delante de lo que parecían muelles de carga de una fábrica en la parte trasera del edificio de ladrillo y giraron a la izquierda en uno de ellos. Al instante, el interior del coche quedó oscurecido. Bishop vio una puerta verde cerrada justo delante, con una ventana pequeña.

El sargento Branson apagó el motor y bajó del coche, la tenue luz apenas alteró la oscuridad del interior del vehículo. Luego abrió la puerta de atrás e indicó a Bishop que saliera.

El hombre, con las manos esposadas detrás de la espalda, se movió torpemente de lado, luego balanceó los pies fuera del coche y los plantó en el suelo de hormigón. Branson le sujetó el brazo con una mano para ayudarle a levantarse. Al cabo de unos momentos, la puerta verde se abrió y Bishop fue conducido a una sala temporal estrecha y sin amueblar, de cuatro metros de largo por dos de ancho, que al fondo tenía otra puerta verde con una ventana.

Aquí dentro no había muebles, sólo un banco que recorría todo el espacio.

– Tome asiento -dijo Glenn Branson.

– Estoy bien de pie -dijo Bishop, desafiante.

– Puede que tardemos un rato.

El teléfono de Bishop comenzó a sonar. Se esforzó por cogerlo, como si hubiera olvidado de que tenía las manos esposadas.

– ¿Podría contestar alguien?

– Me temo que no está permitido, señor -dijo Nicholl; lo sacó de su bolsillo y terminó la llamada.

El joven policía examinó el teléfono un momento, luego lo desconectó y lo guardó de nuevo en el bolsillo de Bishop.

Brian Bishop se quedó mirando un cartel plastificado fijado en la pared con tres tiras de cinta adhesiva. Con letras azules, arriba se podía leer:


DEPARTAMENTO DE JUSTICIA PENAL.


Debajo ponía:


TODAS LAS PERSONAS DETENIDAS

SERÁN REGISTRADAS MINUCIOSAMENTE

POR EL AGENTE DE CUSTODIA.

SI LLEVA OBJETOS PROHIBIDOS ENCIMA O EN SU PROPIEDAD,

NOTIFÍQUELO A LOS AGENTES DE CUSTODIA

O DETENCIÓN AHORA


Luego, leyó otro cartel, que estaba situado encima de la segunda puerta verde:


ESTÁ PROHIBIDO EL USO DE TELÉFONOS MÓVILES

EN EL ÁREA DE DETENCIÓN


Un tercer cartel decía:


HA SIDO DETENIDO.

PROCEDEREMOS A TOMARLE SUS HUELLAS,

FOTOGRAFÍAS Y ADN INMEDIATAMENTE


Los dos policías se sentaron. Bishop se quedó de pie. La ira hervía en su interior. Pero estaba tratando con dos robots, pensó. No iba a ganar nada perdiendo los estribos. Tenia que aguantarse, de momento.

– ¿Pueden decirme de qué va todo esto? -se dirigió a los dos policías.

Pero la puerta se abrió mientras hablaba. Branson la cruzó. El inspector Nicholl indicó con la mano a Bishop que lo siguiera.

– Por aquí, señor.

Bishop entró en una sala circular grande, dominada por un poste central elevado como un centro de mando que podría estar sacado del decorado de Star Trek, pensó, sorprendido al ver su aspecto futurista. Estaba hecho de un compuesto gris moteado y resplandeciente que le recordó a las encimeras de granito que Katie había elegido para su cocina descabelladamente cara. Varios hombres y mujeres, algunos policías y otros miembros del personal de Reliance Security, vestidos con camisas blancas con charreteras negras, operaban en áreas de trabajo individuales en torno al poste. Alrededor de la sala iluminada intensamente había puertas verdes gruesas, con algunas ventanas internas que daban a las salas de espera.

Había un aire de calma tranquila y ordenada. Bishop observó que el poste había sido diseñado con tablones que se extendían delante de cada área de trabajo para crear un espacio que permitiera cierta intimidad. Un joven tatuado con la cabeza rapada y ropa ancha estaba en una de ellas, abatido, entre dos policías de uniforme. Era todo muy surrealista.

Entonces le escoltaron hacia la consola central, a un espacio partido de mármol, con un mostrador a la altura del cuello. Detrás estaba sentado un hombre rollizo en mangas de camisa y con el pelo cortado al rape. En la corbata negra llevaba una aguja dorada del equipo de rugby inglés que Bishop, que era obligacionista del Twickenham Stadium, reconoció inmediatamente.

En una pantalla azul, montada en la pared del mostrador, justo debajo de sus ojos, Bishop leyó:


CENTRO DE CONTROL DE DETENIDOS DE BRIGHTON

NO PERMITA QUE LOS DELITOS PASADOS LE PERSIGAN.

UN AGENTE DE POLICÍA HABLARÁ CON USTED

SOBRE LA CONFESIÓN DE OTROS DELITOS

QUE HAYA COMETIDO


Branson explicó resumidamente al agente de custodia las circunstancias que rodeaban la detención de Bishop. Luego, el hombre, que llevaba una camisa de manga corta, le habló directamente a él, desde su posición elevada, con voz monótona y carente de emoción.

– Señor Bishop, soy el agente de custodia. Ya ha escuchado lo que se ha dicho. Certifico que su detención es legal y necesaria. Autorizo su detención con el objetivo de obtener y preservar pruebas, y para que pueda ser interrogado en relación con los hechos de los que se le acusa.

Bishop asintió con la cabeza, sin saber qué contestar por el momento.

El agente le entregó un folio amarillo DIN-A4 doblado, titulado: «Policía de Sussex. Notificación de sus derechos».

– Puede que le sirva de ayuda, señor. Tiene derecho a que alguien le informe de su arresto y a ver a un abogado. ¿Quiere que le proporcionemos uno de oficio o tiene el suyo propio?

– ¿Podrían llamar al señor Glenn Mishon, por favor, y decirle que no voy a poder ir a cenar?

– ¿Puede proporcionarme su número?

Bishop se lo dio. Luego dijo:

– Me gustaría hablar con mi abogado, Robert Vernon, que trabaja en Ellis, Cherril y Ansell.

– Realizaré las llamadas -dijo el agente-. Mientras tanto, autorizo a su agente de detención, el sargento Branson, a que le registre. -Entonces, el agente de custodia sacó dos bandejas de plástico verdes.

Horrorizado, Bishop vio que Branson se ponía unos guantes de látex. El sargento comenzó a cachearle, empezando por la cabeza. Del bolsillo de la pechera de Bishop sacó sus gafas de leer y las dejó sobre la bandeja.

– ¡Eh! Las necesito… ¡No puedo leer sin ellas! -dijo Bishop.

– Lo siento, señor -contestó Branson-. Tengo que quitárselas por su propia seguridad.

– ¡No sea ridículo!

– Tal vez más adelante el agente de custodia le permitirá quedárselas, pero por ahora tenemos que ponerlas en la bolsa de sus pertenencias -contestó Branson.

– ¡No sea estúpido, joder! ¡No voy a suicidarme! ¿Y cómo se supone que voy a leer este documento sin ellas? -dijo, blandiendo la hoja DIN-A4 delante de él.

– Si tiene dificultades, me encargaré de que alguien se lo lea en voz alta, señor.

– Oiga, vamos, ¡sea razonable!

Haciendo caso omiso a las súplicas reiteradas de Bishop para que le devolvieran las gafas, Branson sacó la llave del hotel, la cartera, el móvil y la Blackberry del hombre y colocó cada objeto uno a uno en una bandeja. El agente de custodia anotó cada artículo, contando la cantidad de dinero en la cartera y apuntándola por separado.

Branson le quitó a Bishop la alianza, el reloj Marc Jacobs y una pulsera de cobre de su muñeca derecha; lo dejó todo sobre una bandeja.

Entonces el agente entregó a Bishop un formulario, una lista de sus pertenencias y un bolígrafo para que firmara.

– Mire -dijo Bishop, signando claramente a regañadientes-. Estoy encantado de venir aquí y ayudarlos con sus pesquisas. Pero esto es ridículo. Tiene que dejarme las herramientas de mi negocio. Debo tener e-mail, mi teléfono y mis gafas, ¡por el amor de Dios!

Sin hacerle caso, Glenn Branson dijo al agente de custodia:

– A la vista de la gravedad del delito y de la potencial participación del sospechoso en él, solicitamos confiscar su ropa.

– Sí, lo autorizo -dijo el agente.

– ¿Qué coño…? -gritó Bishop-. ¿Qué va a…?

Branson y Nicholl le agarraron cada uno de un brazo y lo sacaron de la sala por otra puerta verde oscuro. Subieron por una rampa, con paredes color crema oscuro a cada lado y una alarma roja que recorría toda la pared izquierda, y pasaron por delante de un bolardo amarillo con un triángulo de advertencia dibujado que mostraba a una figura cayéndose y con grandes letras las palabras: «SUELO MOJADO». Luego doblaron una esquina hacia el pasillo que albergaba las celdas de detención.

Y ahora, mientras veía la hilera de puertas de las celdas, a Bishop comenzó a entrarle pánico.

– Yo… Tengo claustrofobia. Yo…

– Alguien estará vigilándole en todo momento, señor -dijo Nick Nicholl con delicadeza.

Se apartaron para dejar pasar a una mujer que empujaba un carrito cargado con libros de bolsillo maltrechos y luego se detuvieron delante de una puerta entornada.

Glenn Branson la empujó para abrirla del todo y entró. Nicholl, agarrando con firmeza a Bishop del brazo, le siguió.

Lo primero que sorprendió a Bishop al entrar fue el olor intenso y empalagoso a desinfectante. Perplejo, escudriñó la habitación pequeña y oblonga. Miró las paredes color crema, el suelo marrón, el mismo banco que en la sala temporal, cubierto con la misma superficie de granito de imitación que el poste de fuera y con un colchón delgado azul encima. Miró la ventana con barrotes y sin vistas, el espejo de observación, arriba en el techo, inclinado hacia la puerta, y la cámara de circuito cerrado, también arriba, señalándole como si fuera un concursante de Gran Hermano.

Había un retrete moderno, con más granito de imitación para el asiento y un botón para tirar de la cadena en la pared, y un lavamanos sorprendentemente nuevo, acabado con el mismo material moteado. Se fijó en un intercomunicador con dos botones de control, un respiradero cubierto con una malla y el panel de cristal de la puerta.

«Dios mío.» Notó un nudo en la garganta.

El inspector Nicholl sujetaba un fardo debajo del brazo; luego lo comenzó a desenvolver. Bishop vio que era un mono azul de papel. Un joven de unos veinte años, vestido con una camisa blanca con el emblema de Reliance Security y pantalones negros, apareció en la puerta con un puñado de bolsas marrones, que entregó al sargento Branson. Luego Branson cerró la puerta.

– Señor Bishop -dijo-, desvístase, por favor, quítese también los calcetines y la ropa interior.

– Quiero hablar con mi abogado.

– Ahora están avisándole. -Señaló el intercomunicador-. En cuanto el agente de custodia lo localice, pasaremos la llamada aquí.

Bishop empezó a desvestirse. El inspector Nicholl colocó todas las prendas dentro de una bolsa distinta; incluso cada calcetín tenía la suya propia. Cuando se quedó completamente desnudo, Branson le dio el mono de papel y un par de zapatillas negras.

Justo cuando acabó de ponerse y abotonarse el mono, el intercomunicador cobró vida de repente y escuchó la voz tranquila, segura pero preocupada de Robert Vernon.

Con una mezcla de alivio y vergüenza, Bishop se acercó, descalzo.

– ¡Robert! -dijo-. Gracias por llamarme. Muchas gracias.

– ¿Estás bien? -le preguntó el abogado.

– No, no estoy bien.

– Mira, Brian, imagino que todo esto es muy angustiante para ti. El agente de custodia me ha resumido un poco la situación, pero obviamente no dispongo de todos los datos.

– ¿Puedes sacarme de aquí?

– Haré todo lo que pueda como amigo tuyo, pero esta rama del derecho no es mi especialidad; debes contar con un experto. La verdad es que en el bufete no tenemos ninguno. El mejor de la ciudad es un tipo que conozco. Se llama Leighton Lloyd. Tiene una reputación muy buena.

– ¿Cuánto puedes tardar en localizarle, Robert?

De repente, Bishop se dio cuenta de que estaba solo en la celda y que la puerta estaba cerrada.

– Voy a intentarlo ahora mismo; espero que no esté de vacaciones. La policía quiere comenzar a interrogarte esta noche. De momento, sólo te han detenido para interrogarte, así que sólo pueden retenerte veinticuatro horas, creo, con la posibilidad de ampliarlas doce horas más. No hables con nadie ni hagas o digas nada hasta que Leighton se ponga en contacto contigo.

– ¿Qué pasa si está fuera? -preguntó, muy nervioso.

– Hay otros abogados buenos. No te preocupes.

– Quiero al mejor, Robert. El mejor de todos. El dinero no es problema. Esto es ridículo. No debería estar aquí. Es de locos. No sé qué coño está pasando.

– Será mejor que cuelgue, Brian -dijo el abogado-. Tengo que ponerme a hacer llamadas.

– Claro. -Bishop le dio las gracias y el intercomunicador se quedó mudo.

El silencio en la celda era absoluto, como si estuviera en una caja insonorizada.

Se sentó en el colchón azul y metió los pies en las zapatillas. Eran demasiado pequeñas y le apretaban los dedos. Había algo de Robert Vernon que le inquietaba. ¿Por qué no estaba más receptivo? Por su tono de voz, casi parecía que esperaba que esto sucediera.

¿Por qué?

La puerta se abrió y lo llevaron a una sala donde le tomaron fotografías, le sacaron las huellas dactilares en un tampón electrónico y una muestra de ADN del interior de la boca. Luego le dejaron en su celda a solas… con su perplejidad.

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