Capítulo 47

En las noticias de las dos de la Southern Counties Radio, el asesinato de Katie Bishop siguió siendo la historia principal, como había sucedido con todos los boletines que había escuchado en las últimas veinticuatro horas. Cada vez que la oía, la crónica parecía un poco más animada, con palabras elegidas cuidadosamente para hacerla más glamurosa. Comenzaba a parecer un culebrón, pensó.

Una «dama de la sociedad» de Brighton, Katie Bishop.

Su marido Brian, un «empresario adinerado».

«Calle de millonarios», Dyke Road Avenue.

El locutor de las noticias, que se llamaba Dick Dixon, tenía una voz joven, aunque parecía mayor en la fotografía de la página web de la BBC, con las facciones más marcadas y muy distintas de su voz. Ahora su foto apareció en la pantalla, con una mirada bastante mezquina, como el actor Steve Buscemi en Reservoir Dogs. No era una persona con quien quisieras meterte, aunque por su voz cordial nunca lo dirías.

Con la ayuda de su equipo de redactores, Dick Dixon intentaba hacer todo lo posible para convertir el boletín, que no contenía novedades sobre la investigación del asesinato, en una locución que transmitiera que un avance importante era inminente. Logró crear una sensación de urgencia gracias a la voz grabada del comisario Roy Grace, durante una rueda de prensa anterior celebrada en el día de hoy.

– Se trata de un crimen especialmente desagradable -dijo el comisario Grace-. Un crimen en el que se ha roto la inviolabilidad de una vivienda privada, protegida por una complicada alarma, y en el que se ha destruido trágica y brutalmente una vida humana. La señora Bishop era una trabajadora incansable a favor de las obras benéficas locales y una de las ciudadanas más populares de esta ciudad. Damos nuestro más sentido pésame a su marido y a toda su familia. Trabajaremos arduamente para llevar ante la justicia a este ser maligno.

«Ser maligno.»

Mientras escuchaba al policía, se chupó la mano. El dolor empeoraba.

«Ser maligno.»

La hinchazón era notable, lo veía claramente si ponía las dos manos juntas. Y había otra cosa que no le gustaba: unas líneas rojas y delgadas parecían alejarse de la herida y subir hasta la muñeca. Continuó chupando con intensidad, intentando extraer cualquier veneno que pudiera haber dentro. Una taza de té recién hecho descansaba sobre su mesa. Lo removió, contando con cuidado.

«Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete.»

Ahora Dick Dixon volvía a hablar, sobre un movimiento de protesta cada vez mayor contra la propuesta de la tercera terminal del aeropuerto de Gatwick. Se oyó la voz de un parlamentario local, lanzando un ataque salvaje.

«Ser maligno.»

Se levantó bruscamente, echando chipas, y se alejó del ordenador, abriéndose paso por el suelo del sótano a través de piezas de equipo informático, pilas de revistas de coches y manuales de automóviles. Se acercó a una ventana mugrienta en saledizo protegida por visillos. Nadie podía ver el interior, pero él podía ver fuera. Mirando desde su «guarida», como le gustaba llamarla, vio que un par de piernas torneadas cruzaban su línea de visión, caminando por la acera, a lo largo de la verja. Unas piernas largas, desnudas, morenas, firmes y musculadas, con una minifalda que apenas cubría la piel.

Notó un pinchazo de lujuria; luego, de inmediato, se sintió mal por ello.

Fatal.

«Ser maligno.»

Se arrodilló al momento, sobre la moqueta fina y descolorida que olía a polvo, juntó las manos debajo de la cara y rezó un padrenuestro. Cuando llegó al final, prosiguió con otra oración más:

– Dios mío, por favor, perdona mis pensamientos lujuriosos. Por favor, no permitas que se interpongan en mi camino. Por favor, no dejes que desperdicie todo el tiempo que tan gentilmente me has dado en estos pensamientos.

Siguió rezando unos minutos más y al final se levantó, sintiéndose como nuevo, lleno de energía, feliz de que Dios estuviera ahora con él en la habitación. Volvió al ordenador y bebió un sorbo de té. En la radio, alguien estaba explicando cómo hacer volar una cometa. Él no lo había probado nunca y jamás se le había ocurrido. Pero tal vez debiera hacerlo. Quizás así se distraería. Podría ser una buena forma de emplear parte del tiempo que se amontonaba en su cuenta.

Sí, una cometa.

Bien.

¿Dónde se compraban? ¿En una tienda de deportes? ¿Una juguetería? ¡O en internet, claro!

Una cometa no demasiado grande, porque andaba escaso de espacio en el piso. Le gustaba esto, y el lugar era ideal para él, porque tenía tres entradas -o, lo que era más importante, tres salidas.

Perfecto para un «ser maligno».

El piso se encontraba en la concurrida calle de Sackville Road, cerca del cruce con Portland Road, y siempre pasaban vehículos, día y noche. Era una zona popular, esta parte. Quinientos metros hacia el sur, junto al mar, se convertía rápidamente en un barrio más elegante. Pero aquí, próxima a un polígono industrial, con un puente ferroviario arriba y algunas tiendas de fachada mugrienta, era una mezcolanza de casas adosadas victorianas y eduardianas descuidadas y de tamaño modesto, todas ellas divididas en pensiones, habitaciones de alquiler, pisos baratos u oficinas.

Siempre había gente. La mayoría eran estudiantes, así como vagabundos y gente sin techo, además de algún que otro camello. Sólo de vez en cuando se veía a alguna dama anciana, aburguesada, con reflejos azules en el pelo paseando durante el día, esperando en la parada del autobús o de camino a una tienda. Era un lugar donde podías ir y venir las veinticuatro horas del día sin llamar la atención.

Y por eso era perfecto para sus propósitos. Salvo por la humedad, los radiadores de acumulación inadecuados y la cisterna que goteaba y que no dejaba de arreglar, una y otra vez. Se ocupaba él mismo de todo el mantenimiento porque no quería que ningún operario entrara aquí abajo. No era una buena idea.

No lo era en absoluto.

Una de las salidas estaba en la parte delantera. Otra en la trasera, por el jardín del piso de la planta baja, encima de él. El propietario, un tipo de aspecto debilitado y pelo desgreñado, cultivaba royas y hierbajos con mucho éxito. La tercera salida era para el día del Juicio Final, cuando por fin llegara. Estaba oculta debajo de una pared falsa de contrachapado, cubierta cuidadosamente y a la perfección con el mismo papel soso de flores que el resto de la habitación. En ella, igual que en casi todas las paredes, había colgado recortes de periódicos, fotografías y partes de árboles genealógicos.

Tenía una fotografía nueva -la había añadido hacía sólo un cuarto de hora-. Era la cabeza y hombros granulados del comisario Roy Grace, sacada del Argus de hoy, que había escaneado en el ordenador, ampliado y, luego, imprimido.

Ahora miraba fijamente al policía. Miraba fijamente sus ojos penetrantes, la determinación impasible de su expresión. «Vas a suponer un problema para mí, comisario Grace. Eres una amenaza. Tendremos que hacer algo contigo. Darte una lección. Nadie me llama “ser maligno”.»

Entonces, de repente, gritó con fuerza:

– ¡Nadie me llama ser maligno, comisario Roy Grace del Departamento de Investigación Criminal de Sussex! ¿Me entiendes? Haré que lamentes haberme llamado ser maligno. Sé a qué mujer quieres.

Se quedó quieto, hiperventilando, abriendo y cerrando la mano izquierda. Luego dio un par de vueltas a la habitación, sorteando cuidadosamente las revistas, los manuales y los componentes de los ordenadores que estaba montando en el suelo. Luego regresó a la fotografía, consciente de que las circunstancias habían cambiado. Su banco había recibido una llamada; ya no podía disfrutar de ser un multimillonario de tiempo.

Estaba quedándose sin liquidez.

Загрузка...