Capítulo 26

La prensa denominaba el mes de agosto la «temporada de saldos». Con el Parlamento en receso de verano y medio mundo de vacaciones, solía ser un mes tranquilo en cuanto a noticias. Los periódicos a menudo convertían en hechos importantes historias intrascendentes que, en otras épocas, ni siquiera habrían llegado a sus páginas; y no había nada que les gustara más que un crimen importante, cuanto más macabro y espantoso mejor. Las únicas personas que no parecían marcharse de vacaciones, y que tampoco tenían un horario de oficina convencional, eran los delincuentes.

«Ni yo», pensó Roy Grace.

Sus últimas vacaciones como Dios manda habían sido nueve años atrás, cuando él y Sandy volaron a España y se hospedaron en un piso alquilado cerca de Málaga. El apartamento era minúsculo y, en lugar de las vistas al mar publicitadas, daba a un aparcamiento de varias plantas. Y llovió casi toda la semana.

Al contrario que esta ola de calor de agosto que ahora afectaba a Brighton y que provocaba que más veraneantes y excursionistas de lo normal invadieran la ciudad. Las playas estaban abarrotadas, igual que todos los bares y cafés. El municipio de Brighton y Hove tenía un millón de locales para beber, y a Grace le pareció que seguramente todos y cada uno de ellos estarían ocupados en estos momentos. Era un paraíso para los delincuentes callejeros. Para ellos, aquélla era más bien la «temporada de caza», y no la «temporada de saldos».

Era muy consciente de que, con la escasez de noticias, una investigación por asesinato como la que ahora tenían entre manos iba a estar sujeta a un análisis aún más minucioso por parte de la prensa, más incluso de lo normal. Una mujer rica muerta, una casa chic, posibles prácticas sexuales excéntricas, un marido guapo y fardón. Un tema seguro para todos los directores que quisieran llenar columnas.

Desde el comienzo, necesitaba planificar con especial cautela el tratamiento que la prensa y los medios de comunicación iban a dar al caso e intentar, como hacía siempre, conseguir que la cobertura trabajara a favor de la investigación, no en su contra. Al día siguiente por la mañana celebraría la primera de la habitual serie de ruedas de prensa. Antes, tenía dos reuniones informativas con el equipo que estaba juntando, para prepararse.

Y, de algún modo, a pesar de todo lo que estaba ocurriendo, tenía que encontrar un hueco para subirse a un avión con destino a Munich. Tenía que hacerlo.

Era algo obligado.

En su cabeza se arremolinaban tantos pensamientos en torno a Sandy… «Sentada en el biergarten.» ¿Con un amante? ¿Había sufrido una pérdida de memoria? ¿O simplemente la habían confundido? Si se lo hubiera dicho otra persona, seguramente lo habría olvidado. Pero Dick Pope era un buen policía, un hombre riguroso, un excelente fisonomista.

Unos minutos antes de las seis y media, acompañado por Glenn Branson, Grace salió de la sala de visionado, sacó un café para cada uno de la máquina expendedora que había en la minúscula área de cocina y recorrió todo el pasillo hasta llegar a la MIR Uno, donde Tony Case había asignado su investigación. Pasó por delante de un tablón grande de fieltro rojo con el rótulo OPERACIÓN LISBOA, debajo del cual había una fotografía de un hombre de rasgos orientales con una barba rala, rodeada por otras fotos de las rocas que había al pie de los altos acantilados de Beachy Head, cada una con un círculo rojo dibujado alrededor.

Beachy Head, un cabo de piedra caliza hermoso y espectacular, tenía la dudosa reputación de ser el lugar más popular de Inglaterra entre los suicidas. Ofrecía a los que querían saltar una caída vertical, y tristemente tentadora, de ciento setenta y cinco metros hasta la costa del canal de la Mancha. La lista de personas que habían saltado, rodado, volado o que se habían despeñado con el coche por el borde cubierto de hierba y que, finalmente, habían sobrevivido era corta.

Este hombre desafortunado, sin identificar, había sido hallado muerto en mayo. Al principio supusieron que era un suicida más, hasta que la autopsia reveló que seguramente le habían ayudado un poco: llevaba bastante tiempo muerto cuando cayó. La investigación seguía abierta, pero la aparcaban cada vez que las sucesivas líneas de investigación resultaban infructuosas.

A todos los casos importantes se les asignaba un nombre elegido al azar por el ordenador de la policía de Sussex. Si alguno de los nombres guardaba relación con el caso al que se vinculaban, era pura coincidencia. Y rara vez sucedía.

A diferencia del resto de las áreas de trabajo de Sussex House -y de las demás comisarías de policía del país-, no había rastro de ningún objeto personal sobre las mesas de la MIR Uno. Ni fotos de la familia, ni de futbolistas, ni calendarios de partidillos ni tiras cómicas. Todo en esta sala, aparte de los muebles y el equipo informático, estaba relacionado con la investigación. Tampoco se bromeaba demasiado, sólo había una concentración intensa. El timbre de los teléfonos, el tecleteo en el ordenador, el zumbido de las impresoras láser cuando salía el papel. El silencio de la concentración.

Mientras cruzaba la sala, inspeccionó su equipo inicial con sensaciones encontradas. Había varios rostros familiares que le alegró ver. La sargento Bella Moy, una mujer atractiva de treinta y cinco años y cabello teñido con henna, tenía ante sí, como siempre, una caja abierta de Maltesers, a los que era adicta. Nick Nicholl, pelo corto, alto como un pino, con una camisa de manga corta abierta en el cuello, tenía la tez pálida y el aire cansado de un padre con un bebé de seis semanas. La indexadora, una joven rolliza de largo pelo castaño llamada Susan Gradley, era sumamente trabajadora y eficaz. Y el veterano Norman Potting, a quien no tendría que vigilar de cerca.

El sargento Potting tenía cincuenta y tres años. Debajo de un peinado que servía para ocultar su calva incipiente, su cara era estrecha, bastante carnosa y llena de venas rotas, los labios prominentes y los dientes manchados por el tabaco. Iba vestido con un traje de lino beis, arrugado, y una camisa de manga corta amarilla, deshilachada, sobre la que parecía llevar la mayor parte del almuerzo. Lucía un bronceado insólito que mejoraba su aspecto, tenía que reconocer Grace. Como era tan políticamente incorrecto, y la mayoría de las mujeres del cuerpo le encontraban ofensivo, Potting solía vagar de una comisaría del condado a otra, para ocupar un puesto cuando una división andaba muy escasa de personal.

El miembro del equipo con el que Grace estaba menos contento era el inspector Alfonso Zafferone. Era un hombre arrogante y huraño, de casi treinta años, belleza latina y pelo despeinado engominado, vestido impecablemente con traje negro, camisa negra y corbata de color crema. La última vez que había trabajado con él, Zafferone había demostrado ser perspicaz, pero tenía un grave problema de actitud. En parte, Grace lo había sumado al equipo porque no tenía elección al ser verano, pero también porque deseaba darle una lección a ese mequetrefe.

Mientras saludaba a todos, Grace pensó en Katie Bishop en la cama de su casa en Dyke Road Avenue aquella mañana. Pensó en ella en la mesa de autopsias aquella tarde. Podía sentirla, como si llevara su espíritu en su corazón. El peso de la responsabilidad. La gente que estaba en su sala, y las demás personas que se unirían a su equipo en breve en la rueda de prensa, tenían una gran responsabilidad, por ello tenía que almacenar todos los pensamientos sobre Sandy en un compartimento distinto de su mente y encerrarlos allí, de momento. De algún modo.

En el transcurso de las próximas horas y unos cuantos días llegaría a saber más cosas sobre Katie Bishop que cualquier otra persona de la Tierra. Más que su marido, sus padres, sus hermanos, sus mejores amigos. Tal vez ellos creyeran que la conocían, pero sólo sabían lo que ella les había permitido saber. Habría ocultado algo, inevitablemente. Todo el mundo lo hacía.

E inevitablemente para Roy Grace, este caso se convertiría en algo personal. Siempre era así.

Pero en aquellos momentos, no tenía forma de saber hasta qué punto.

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