Capítulo 75

Media hora después, Grace estaba en el estrecho vestuario del depósito de cadáveres, abrochándose torpemente las cintas de la bata verde y, luego, calzándose un par de botas de goma blancas. Mientras lo hacía, Cleo, resacosa y ataviada con su uniforme, asomó por la puerta y le lanzó una mirada que no supo interpretar.

– ¡Siento lo de anoche! -dijo-. No pretendía caer redonda, ¡en serio!

Grace le devolvió la sonrisa.

– ¿Siempre pillas estos ciegos cuando sales con tu hermana?

– El capullo de su novio acaba de dejarla y quería emborracharse. Me pareció de mala educación no unirme a ella.

– Desde luego. ¿Cómo te encuentras?

– Sólo un poquito mejor que Sophie Harrington. ¡Antes me he mareado!

– Coca-Cola, en vena. Es lo mejor -dijo él.

– Ya me he bebido dos latas. -Volvió a lanzarle una mirada que no supo interpretar-. Creo que no te pregunté cómo te fue en Alemania. ¿Encontraste a tu mujer? ¿Tuvisteis un reencuentro íntimo y agradable?

– Sí que me preguntaste, unas cinco veces.

Cleo parecía estupefacta.

– ¿Y me lo contaste?

– ¿Qué te parece si cenamos esta noche y te pongo al corriente de todo?

Ella volvió a mirarle con dureza y, de repente, durante un instante aterrador, Grace creyó que iba a mandarle a paseo. Entonces esbozó una sonrisa tenue, pero fría.

– Pásate por casa. Cocinaré algo muy sencillo y sin alcohol. Comida rápida. Creo que necesitamos hablar.

– Iré en cuanto pueda, después de la reunión de la tarde.

Grace avanzó hacia ella y le dio un beso rápido.

Al principio, Cleo se apartó con brusquedad.

– Estoy muy dolida y enfadada contigo, Roy.

– Me gusta cuando te enfadas -dijo él.

De repente, se ablandó un poco.

– Cabrón -dijo, y sonrió.

Grace le dio otro beso, que se convirtió en un beso más largo y vehemente. Sus batas se frotaron al abrazarse con más fuerza, pero él no quitó el ojo de la puerta por si entraba alguien.

Entonces Cleo se separó y se miró a sí misma, sonriendo.

– No tendríamos que hacer esto. Todavía sigo enfadada contigo. Te excita esta ropa, ¿verdad?

– ¡Incluso más que la ropa interior negra de seda!

– Será mejor que vuelva al trabajo, comisario. Un titular en las páginas centrales del Argus anunciando que te han pillado follando en el vestuario del depósito de cadáveres no sería lo mejor para tu imagen.

Grace la siguió por el pasillo, su mente era una vorágine de pensamientos, sobre Cleo, Sandy y el trabajo. Los periodistas les habían hecho pasar un mal rato aquella mañana y podía entender qué se proponían. El asesinato de una joven atractiva podía ser un incidente aislado, algo personal. Dos homicidios podían sumir a una ciudad, o a todo un condado, en un estado de pánico. Si la prensa conseguía la información sobre la máscara antigás, se desataría la locura mediática.

No reveló que Sophie Harrington había llamado a Brian Bishop, el sospechoso principal del asesinato de Katie Bishop. Y que Brian Bishop, tras su barniz de respetabilidad como empresario de éxito, ciudadano admirado de Brighton y Hove, miembro del comité del club de golf y colaborador de organizaciones benéficas, cuya esposa rotaría de apariencia igualmente respetable tenía una aventura, contaba con unos antecedentes criminales profundamente desagradables.

A la edad de quince años, según la información del ONP -la base de datos del Ordenador Nacional de la Policía-, Bishop había sido condenado a dos años de internamiento en un centro para delincuentes juveniles por violar a una niña de catorce años en su colegio. Luego, a los veintiuno, estuvo dos años en libertad condicional por agredir con violencia a una mujer, a la que había causado lesiones graves. Parecía que cuanto más ahondaba su equipo en la vida de Bishop, más sólidas eran las pruebas contra el hombre. Antes Alison Vosper se había referido a su coartada en Londres como «el obstáculo que había que saltar». Pero en estos momentos había otro problema. Y era que Bishop negaba tajantemente haber contratado un seguro de vida para su esposa. Parecía decir la verdad, y aquello preocupaba a Grace.

Aun así, también era evidente que Brian Bishop era un empresario perspicaz. Grace era de la opinión que pocas personas alcanzaban su nivel de éxito financiero siendo buena gente, algo que ahora había quedado confirmado con el pasado horrible y violento del hombre. Y sabía que no debía interpretar demasiado del hecho que Bishop ignorara -o fingiera ignorar-que existía un seguro de vida.

Las complejidades comenzaban a dañarle el cerebro. Quería ir a algún lugar y sentarse en un rincón tranquilo y oscuro y repasar todos los elementos de los casos Bishop y Harrington. El equipo del SOCO aún estaría unos cuantos días más en la casa de los Bishop. Grace se alegró de aquello. Quería que el hombre estuviera incómodo, fuera de su habitat natural. En una habitación de hotel, como un animal enjaulado, se sentiría inseguro y, por lo tanto, respondería mejor a los interrogatorios.

Estaban acumulando mucho material contra Bishop, pero era demasiado pronto para detenerle. Si lo hacían, sólo podrían retenerle veinticuatro horas sin presentar cargos -con una ampliación de doce horas-. Aún no tenían suficientes pruebas sólidas y, aunque la coartada del hombre no era irrebatible, había espacio suficiente para la duda. Dos testigos independientes afirmaban que estaba en Londres antes y después de la hora del asesinato; frente a ello, una cámara de reconocimiento automático de matrículas decía que no. Había habido muchos casos de delincuentes que utilizaban matrículas dobladas -en particular hoy en día, para evitar las multas por exceso de velocidad de las cámaras-. Una defensa inteligente no tendría muchos problemas para sembrar la duda en la mente de un jurado sobre la autenticidad de la matrícula.

También estaba muy interesado en el artista con quien había estado viéndose Katie Bishop. En estos momentos, el hombre era un sospechoso potencial, eso seguro.

Absorto en sus pensamientos, entró en el resplandor severo y brillante de la sala de autopsias. No podía ver el cuerpo de Sophie Harrington desde donde se encontraba, rodeado por figuras vestidas con batas verdes que lo examinaban atentamente, como estudiantes en un aula, mientras Nadiuska de Sancha señalaba algo. En la sala, además de la patóloga, Cleo y Darren, estaban presentes el inspector jefe Duigan y la figura delgada del agente del juzgado de instrucción, Ronnie Pearson, un policía jubilado de cincuenta y pocos años.

Grace se colocó al lado de la patóloga y experimentó la misma sorpresa incómoda que tenía cada vez que veía un cadáver aquí o en cualquier otra parte. Parecían casi etéreos, y la piel de los caucásicos -salvo que fueran cuerpos quemados o muy descompuestos- presentaba un color alabastro fantasmal. Era como si el proceso de la muerte los hiciera aparecer en blanco y negro, mientras que todo lo que los rodeaba permanecía en color.

Habían dado la vuelta a Sophie Harrington. Nadiuska estaba señalando con su dedo enguantado de látex las decenas de agujeros minúsculos color carmesí oscuro en la espalda de la mujer muerta. Era como un tatuaje que llegaba hasta el torso y cubría gran parte de la piel.

– ¿Veis todos lo que indica? -preguntó.

Mientras miraba con mayor detenimiento, al principio Grace vio que se trataba de un patrón indescifrable.

– Yo diría, por la pulcritud y regularidad de los agujeros, que lo han hecho con algo parecido a un taladro -prosiguió la patóloga.

– ¿Mientras la víctima estaba viva? -preguntó el inspector jefe Duigan-. ¿O cuando ya había muerto?

– Yo diría que una vez muerta -contestó Nadiuska, que se inclinó hacia delante y examinó atentamente una sección de la espalda de la mujer-. Los agujeros son profundos y hay poca sangre. Su corazón no latía cuando los hicieron.

El asesino había tenido cierta compasión con la pobre mujer, pensó Grace. Entonces, como si de repente fuera capaz de leer la inscripción oculta en un rompecabezas visual, vio las palabras con claridad:

PORQUE LA QUERÍAS

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