Capítulo 2

En el aire cálido de aquella noche de verano, Katie Bishop se apartó el pelo rojizo y alborotado de la cara y bostezó; se sentía cansada. Mucho más que cansada, en realidad. Estaba agotada -pero de un modo muy, muy agradable, ¡gracias!-. Examinó el surtidor de gasolina como si fuera una criatura extraterrestre colocada en el planeta Tierra para intimidarla, ése era el sentimiento que le despertaban la mayoría de los surtidores de gasolina. Su marido siempre tenía problemas para entender las instrucciones del lavavajillas o la lavadora, decía que estaban escritas en un idioma extraño llamado «mujer». Bueno, pues para ella los surtidores de gasolina se regían por un idioma igualmente extraño: las instrucciones estaban escritas en «macho».

Como siempre, le costó sacar la tapa del depósito de su BMW. Luego se quedó mirando las palabras «premium» y «súper», intentando recordar cuál utilizaba el coche, aunque le parecía que nunca conseguía acertar. Si lo llenaba con premium, Brian la criticaba por poner una gasolina de una calidad demasiado baja; si metía súper, se molestaba con ella por gastar dinero. Pero ahora no salía ninguna de las dos. Sujetaba la pistola del surtidor con una mano, apretando con fuerza el gatillo, y agitaba la otra, intentando llamar la atención del encargado nocturno que dormitaba detrás del mostrador.

Brian la exasperaba cada vez más. Estaba harta de que se preocupara por todo tipo de pequeñeces -como la manera de colocar el tubo de la pasta de dientes en la repisa del baño, o cómo asegurarse de que todas las sillas de la mesa de la cocina estuvieran exactamente a la misma distancia las unas de las otras. Hablamos de milímetros, no de centímetros-. Además estaba volviéndose un poco pervertido; a menudo regresaba a casa con bolsas de sex shops llenas de cosas raras que insistía en que probaran. Y aquello le suponía un gran problema.

Tan absorta estaba en sus pensamientos que ni siquiera se dio cuenta de que el surtidor vibraba hasta que se detuvo con un ruido repentino. Inhalando el olor de los gases del combustible, que siempre le habían gustado bastante, volvió a colgar el surtidor, cerró el BMW con llave -Brian le había advertido de que a menudo robaban coches en las gasolineras- y se dirigió hacia la taquilla a pagar.

Al salir, dobló con cuidado el recibo de la tarjeta de crédito y lo guardó en su monedero. Abrió el coche, subió, cerró por dentro, se puso el cinturón y arrancó el motor. El CD de Il Divo comenzó a sonar de nuevo. Por un momento, pensó en bajar la capota del BMW, luego decidió no hacerlo. Era más de medianoche; sería un blanco vulnerable si conducía por Brighton a estas horas con el coche descapotado. Era mejor permanecer encerrada y segura.

Hasta que salió del patio y recorrió unos cien metros del desvio oscuro no se percató de que algo olía distinto en el coche. Un perfume que conocía bien: Comme des Garçons. Entonces vio que algo se movía en el retrovisor.

Y se dio cuenta de que había alguien dentro.

El miedo se apoderó de su garganta como un anzuelo; las manos se le paralizaron en el volante. Pisó el pedal del freno con fuerza y el coche se detuvo con un chirrido. Buscó la palanca de cambios para regresar a la seguridad del patio. Entonces notó el metal frío y afilado en el cuello.

– Sigue conduciendo, Katie -dijo él-. No has sido una niña buena, ¿verdad?

Entrecerrando los ojos para verle en el retrovisor, vislumbró un destello de luz, como una chispa, que salía de la hoja de un cuchillo.

Y en ese mismo retrovisor, él vio el terror reflejado en los ojos de la mujer.

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