Capítulo 77

Grace entró con su Alfa Romeo en el aparcamiento delantero del Royal Sussex County Hospital, donde había ido a visitar a una policía herida, y avanzó lentamente, buscando un espacio libre. Entonces esperó pacientemente a que una anciana abriera la puerta de su pequeño Nissan Miera, subiera, se abrochara el cinturón, introdujera la llave en el contacto, tocara el retrovisor, pusiera el motor en marcha, entendiera lo que hacía el volante, recordara dónde estaba la palanca de cambios y, por fin, encontrara la marcha atrás. Luego salió con la velocidad de un torpedo propulsado desde un tubo y no chocó con la parte delantera de su coche por unos pocos centímetros. Grace ocupó el sitio que había dejado vacante y apagó el motor.

Faltaban pocos minutos para las dos y media y le sonaron las tripas, y recordó que necesitaba comer algo, aunque no tenía apetito. Las visitas al depósito de cadáveres casi siempre le quitaban el hambre y la imagen del tatuaje macabro en la espalda de Sophie Harrington seguía muy vivo en él, desconcertándole y perturbándole: «PORQUE LA QUIERES».

¿Qué diablos significaba eso? Imaginaba que «la» se refería a la víctima, Sophie Harrington. Pero ¿a quién aludía el «quieres»? ¿A su novio?

Sonó su teléfono. Era Kim Murphy, que deseaba ponerle al corriente de los progresos del día hasta el momento. La noticia más importante era que el laboratorio de Huntington había confirmado que tendría los resultados de los análisis de ADN a última hora de la tarde. Mientras terminaba la conversación, el móvil pitó con una llamada en espera. Era el inspector jefe Duigan, que también telefoneaba para informar sobre los progresos en el caso Sophie Harrington; parecía satisfecho.

– Hará cosa de una hora, una anciana que vive en la casa de enfrente se ha acercado a hablar con el agente de guardia en la escena. Dice que vio a un hombre que se comportaba de manera extraña en la calle de delante del edificio de Sophie Harrington el viernes sobre las ocho de la tarde. Llevaba una bolsa de plástico roja en la mano y la cabeza cubierta con una capucha. Aun así, parece que pudo verle bien.

– ¿Ha podido proporcionar una descripción de su cara?

– Hemos mandado a alguien para que la interrogue. Pero por lo que ha dicho de momento encaja con Bishop, en cuanto a estatura y constitución. ¿Y verdad que según el informe de la cronología de los hechos no tiene coartada para esa hora?

– Correcto. ¿Podría identificarle en una rueda de reconocimiento?

– Es lo primero de la lista.

Grace preguntó a Duigan si habían logrado averiguar si Sophie tenía novio. El inspector respondió que todavía no tenían ninguna información al respecto, pero que en breve interrogarían a la amiga que había denunciado su desaparición.

Cuando su colega terminó, Grace comprobó los e-mails en su Blackberry, pero no había nada relevante acerca de ninguna de las dos investigaciones. Guardó el aparato en la funda del cinturón y se quedó pensando unos momentos. Potencialmente, la noticia de Duigan era muy buena, en efecto. Si aquella mujer podía identificar positivamente a Bishop, tendrían otra prueba significativa contra el hombre.

Volvieron a sonarle las tripas. El sol implacable caía a plomo a través del techo corredizo abierto, así que lo cerró y agradeció el momento de sombra. Luego cogió el sándwich de beicon y huevo que había comprado por el camino en una gasolinera, arrancó el envoltorio de celofán y lo sacó. El primer mordisco le supo un poco a cartón con sabor a beicon. Masticando despacio y sin entusiasmo, agarró el ejemplar de la última edición del Argus, que había comprado en el mismo momento que el sándwich. Miró la portada, pasmado al ver lo deprisa que podían publicar una historia. Algún día tendría que llegar al fondo de las fuentes confidenciales de Spinella.


EL ASESINO EN SERIE DE BRIGHTON SE COBRA

SU SEGUNDA VÍCTIMA


Había una fotografía particularmente atractiva de Sophie Harrington, con una camiseta y un collar de cuentas sencillo, su melena castaña brillante a la luz del sol. Sonreía ampliamente a la cámara, o a la persona de detrás.

Luego leyó el artículo, firmado por Kevin Spinella, que se extendía hasta las páginas dos y tres. Estaba aderezado con una serie de fotografías del estilo de vida de Katie Bishop, así como con las clásicas palabras de consternación que cabría esperar de los padres de Sophie Harrington y su mejor amiga. Y también se fijó en la pequeña fotografía de él que el periódico siempre reproducía.

Era una crónica típica de Spinella: periodismo sensacionalista pensado para despertar el máximo pánico posible en la ciudad y aumentar la tirada del rotativo durante los próximos días, así como para realzar el currículum del reportero y las ambiciones que sin duda alberga ese pelota empalagoso de conseguir un puesto en un diario nacional. Grace supuso que no podía culpar al hombre, o a su director -seguramente él habría actuado igual en su lugar-. Pero de todas formas, citas reproducidas a propósito de manera incorrecta como «El capitán de división de la Policía de Brighton, el comisario jefe Ken Brickhill, ha recomendado a todas las mujeres del municipio de Brighton y Hove que cierren con llave sus puertas» no ayudaban en nada.

Parte del propósito de las ruedas de prensa bien organizadas, como la que habían celebrado antes, ese mismo día, era informar a la ciudadanía de los crímenes que se habían cometido, con la esperanza de obtener pistas. Pero lo único que se conseguía con este alarmismo era colapsar las centralitas de la policía con cientos de llamadas de mujeres asustadas.

Comió todo el sándwich que pudo, lo bajó con una Coca-Cola Light tibia, luego salió del coche y tiró el resto del almuerzo y su envoltorio a una papelera. Diligentemente, compró un tique de la zona azul y lo colocó sobre el salpicadero. Luego se dirigió al puesto prefabricado FLORES HOSPITALIDAD y escogió un ramo pequeño. Recorrió la fachada principal del hospital, que tenía una parte pintada de blanco, otra color crema y otra gris, y entró por debajo del toldo de plexiglás, pasando por delante de una ambulancia con la palabra escrita al revés en el capó con letras verdes grandes.

Roy odiaba este lugar. Le molestaba e incomodaba que una ciudad de la talla de Brighton y Hove tuviera un hospital tan asqueroso y ruinoso como éste. Tal vez tuviera un nombre grandilocuente, y un complejo de edificios impresionante, y algunos departamentos, como la Unidad de Cardiología, eran de lo mejor, eso seguro, pero por lo general la típica choza provisional del Tercer Mundo que alberga un centro médico dejaba este lugar en evidencia.

En una ocasión leyó que durante la Segunda Guerra Mundial, por primera vez en la historia, murieron más soldados por heridas sufridas en combate que por infecciones contraídas en los hospitales mientras recibían tratamiento. A la mitad de los ciudadanos de Brighton y Hove les aterrorizaba ir a este lugar, ya que corría el rumor de que era más probable morir de lo que pillaras allí dentro que de la dolencia que te hubiera hecho acudir a él.

No era culpa del personal médico, que estaba compuesto en su mayoría por personas serias que se dejaban el pellejo trabajando -lo había visto con sus propios ojos-. Culpaba a la dirección y culpaba al Gobierno, cuyas políticas habían permitido que la calidad de la asistencia sanitaria estuviera bajo mínimos.

Pasó por delante de la tienda de regalos y del bar Nuovo Caffé, tan hortera que parecía la cafetería de una gasolinera de autopista, y se apartó para dejar pasar a una paciente anciana de mirada ausente, vestida con su bata de hospital y que bajaba por la rampa.

Su ira contra el lugar se intensificó aún más cuando se acercó al mostrador en curva de madera de la recepción solitaria y vio el cartel, junto a un ramillete de flores de plástico: LO SENTIMOS. LA RECEPCIÓN ESTÁ CERRADA

Afortunadamente, Eleanor había logrado localizar a su joven agente, la habían trasladado de la sala de traumatología a otra llamada sala Chichester. Una lista en la pared le informó de que se ubicaba en la tercera planta de esta ala.

Subió por una escalera de caracol, en cuyas paredes habían pintado un mural alegre, recorrió un pasillo azul de linóleo, subió dos tramos más de una escalera con la barandilla de madera y se detuvo en un pasillo feo y sucio. Una joven enfermera asiática con camisa azul y pantalones negros se acercó a él. Percibió un olor tenue a puré de patatas y col, típico de la comida escolar.

– Estoy buscando la sala Chichester -dijo.

Ella señaló.

– Siga recto.

Grace pasó por delante de una hilera de bombonas de gas, cruzó una puerta con una ventana de cristal cubierta de avisos y entró en una sala con dieciséis camas. El olor a comida escolar aún era más intenso allí dentro, teñido de un hedor apagado y agrio a orina y desinfectante. El suelo era de linóleo viejo y las paredes estaban mugrientas. Habían abierto las ventanas de par en par, que daban a otra ala del hospital, y había un respiradero del que salía vapor. Alrededor de algunas camas, las cortinas horribles estaban parcialmente corridas.

Se trataba de una sala mixta de lo que parecían, en su mayoría, pacientes de geriatría y psiquiatría. Grace se quedó mirando un momento a una anciana menuda con mechones de pelo de color algodón, a juego con el cutis de sus mejillas hundidas, que dormía profundamente, con la boca desdentada muy abierta. Había varios televisores encendidos. Un joven tumbado en una cama parloteaba en voz alta para sí. Otra mujer mayor, en una cama al fondo, no paraba de gritar algo ininteligible a nadie en particular. La cama inmediatamente a su derecha estaba ocupada por un viejo arrugado y consumido, profundamente dormido, sin afeitar, las sábanas a un lado, dos botellas vacías de Coca-Cola en la mesa desmontable. Llevaba un pijama de rayas y el pantalón desabrochado, su pene flácido perfectamente visible, recostado en sus testículos.

Y en la cama de al lado, rodeada de aparatos polvorientos, vio horrorizado a la persona a la que había ido a visitar. Y ahora, mientras deslizaba la mano en su bolsillo y sacaba el móvil, pasando furioso por delante de la concurrida sala de enfermeras, le hirvió la sangre.

Una de sus policías preferidas, la agente Emma-Jane Boutwood, había resultado gravemente herida al intentar detener una furgoneta en la misma operación en la que Glenn Branson recibió el disparo. Quedó aplastada entre la furgoneta y un coche aparcado y sufrió importantes lesiones internas, incluida la extirpación del bazo, además de múltiples fracturas óseas. La joven de veinticinco años estuvo en coma y soporte vital más de una semana; y cuando recuperó la conciencia, a los médicos les preocupaba que no volviera a andar. Pero durante las últimas semanas había experimentado una mejoría espectacular, era capaz de levantarse sin ayuda y ya hablaba con entusiasmo de cuándo podría reincorporarse al trabajo.

A Grace le caía muy bien. Era una agente increíble y creía que tenía un gran futuro por delante en el cuerpo. Pero en esos momentos, al verla allí tumbada, sonriéndole débilmente, parecía una niña perdida y desconcertada. Siempre delgada, ahora parecía escuálida dentro de la bata ancha de hospital, y la etiqueta naranja casi le caía de la muñeca. Tenía el pelo rubio, pero había perdido su brillo, parecía paja seca, y lo llevaba recogido de cualquier manera, con algunos mechones sueltos. En la mesa junto a la cama descansaba un derroche de tarjetas, flores y fruta.

Sus ojos se lo dijeron todo antes incluso de hablar y algo estalló dentro de él.

– ¿Cómo estás? -preguntó, sin desprenderse de las flores de momento.

– ¡Como nunca! -dijo ella, esforzándose por animarse delante de él-. Ayer le dije a mi padre que iba a ganarle al tenis antes de que acabe el verano. Bueno, tendría que ser fácil. ¡Juega fatal!

Grace sonrió, luego preguntó con delicadeza:

– ¿Qué diablos estás haciendo en esta sala?

Ella se encogió de hombros.

– Me trasladaron hace tres días. Dijeron que necesitaban la cama de la otra sala.

– ¿Eso dijeron? Joder. ¿Quieres quedarte aquí?

– La verdad es que no.

Grace dio un paso atrás y escudriñó la sala, buscando una enfermera. Luego se acercó a una joven asiática con uniforme de enfermera que estaba sacando un calientacamas.

– Disculpe -dijo-. Estoy buscando al responsable de este lugar.

La chica se dio la vuelta y señaló a una enfermera agobiada de unos cuarenta años, con el pelo recogido y rostro estudioso detrás de unas gafas grandes, que justo entraba en la sala, con una tablilla sujetapapeles en la mano.

Con cuatro zancadas rápidas y decididas, Grace le cortó el paso y le bloqueó el camino. La chapa que colgaba de su camisa azul decía: «ANGELA MORRIS, JEFA DE SALA».

– Disculpe -dijo Grace-, ¿puedo hablar con usted?

– Lo siento -contestó ella, con una voz claramente hostil y altiva-. Estoy intentando solucionar un problema.

– Bueno, pues ahora tiene otro -dijo él, casi temblando de ira, y sacó su placa y se la acercó a la cara.

La mujer pareció alarmada.

– ¿Qué…? ¿De qué va todo esto? -De repente su voz descendió varios decibelios.

Grace señaló a Emma-Jane.

– Tiene exactamente cinco minutos para sacar a esa joven de este agujero apestoso y ponerla en una habitación privada o sólo de mujeres. ¿Lo entiende?

Altiva otra vez, la jefa de sala dijo:

– Tal vez debería intentar comprender algunos de los problemas que tenemos en este hospital, comisario.

Elevando la voz hasta casi gritar, Grace le respondió:

– Esta joven es una heroína. Resultó herida en un acto de valentía extrema mientras cumplía con su deber. Ayudó a salvar esta ciudad de un monstruo que ahora está encerrado a la espera de juicio y también a salvar la vida de dos personas inocentes. ¡Casi sacrificó su vida, joder! Y su recompensa es ponerla en una habitación mixta de geriatría, junto a una cama con un hombre con la polla fuera. No va a pasar ni una hora más en esta sala. ¿Me entiende?

Mirando a su alrededor, la enfermera replicó con la voz tensa:

– Veré lo que puedo hacer, más tarde.

Elevando aún más la voz, Grace dijo:

– Creo que no me ha escuchado bien. Aquí no cabe ningún «más tarde». Porque voy a quedarme aquí, pegado a usted, hasta que la trasladen a una cama en una habitación que me satisfaga. -Entonces, levantó el teléfono y se lo mostró a la mujer-. Lo hará ahora mismo, a menos que quiera que mande por e-mail las fotos que acabo de sacar de la heroína de Brighton, la agente Boutwood, despojada de toda su dignidad por unos incompetentes crueles, al Argus y a todos los putos periódicos del país.

– Aquí está prohibido utilizar el móvil. Y no tiene derecho a sacar fotografías.

– Usted no tiene ningún derecho a tratar a mi agente así. Vaya a buscarme al director del hospital. ¡¡Ya!!

Загрузка...